Pedro Benítez (ALN).- Independientemente de las disputas, divisiones y fracasos de la oposición, de la impotencia de la comunidad internacional para promover una transición en Venezuela o de la imaginaria narrativa que el chavismo pretende imponer, el factor real y fondo del cuadro político del país es el extendido hastío y repudio (fácilmente constatable) por parte de la población hacia Nicolás Maduro y su régimen. ¿Puede eso provocar por sí mismo un cambio político? Por supuesto que no. Pero ese mar de fondo es una invitación. Son las condiciones objetivas. Porque cualquier intervención externa o solución interna que desaloje a Maduro del poder será recibida con un enorme respaldo popular.
Nicolás Maduro se ha acostumbrado a provocar continuamente a la población venezolana de todas las maneras posibles. A desafiar su paciencia y capacidad de resignación. Desde fijar los precios de los principales productos alimenticios en dólares a decretar escuálidos incrementos salariales en bolívares. De no dar respuesta práctica o explicación alguna a las calamitosas fallas en el suministro de agua potable y del servicio eléctrico, a permitir que los funcionarios de la Guardia Nacional (GNB) cobren en dólares para privilegiar la distribución de la escaza gasolina.
Se siente seguro ante una población desarmada que no tiene como sacarlo del poder. Pero esa misma población sí va a respaldar con alivio a quien lo haga. No importa quién sea.
Venezuela no es la Cuba de octubre 1962. En aquellos días, pese a los problemas domésticos que se comenzaban a acumular, a los fusilamientos sumarios en el cuartel de La Cabaña y a los evidentes signos de instauración de una nueva dictadura, Fidel Castro tenía entusiasmado y enamorado a la mayoría del pueblo cubano, no digamos ya a buena parte del mundo. Unos meses antes, ante una gigantesca concentración en La Habana, pronunció la frase que enterró cualquier posibilidad de una democracia en la isla: “¿elecciones para qué?”. Delirante de entusiasmo la multitud respondió con vítores y aplausos.
Esa era una revolución que comenzaba. Seis décadas después la chavista es una que se muere. Esta es la crucial diferencia entre los dos procesos. Hoy Nicolás Maduro no entusiasma ni a la propia base chavista.
¿Quiénes en Venezuela son los verdaderos traidores a la patria?
La señal más clara de esto es que el de Maduro es un régimen repudiado abrumadoramente por la mayoría de los venezolanos, en particular por los más pobres. El tradicional voto del chavismo. Los pobres a los que la revolución prometió redimir.
Se suele pensar de manera errónea que las dictaduras se imponen en contra de la voluntad de la sociedad, o al menos de la mayoría. Por lo general no ha sido así. Al contrario los dictadores más conocidos contaron con genuino respaldo por popular. Lo motivos fueron diversos, unos por demagogia y populismo, otros porque despertaron los peores sentimientos entre sus pueblos, y no faltó a los que se terminó respaldando porque al fin y al cabo llevaron estabilidad y paz al país.
El expresidente Hugo Chávez instauró su dictadura personal en Venezuela por medio de sucesivas victorias electorales que un larguísimo boom de precios del petróleo y un colosal endeudamiento le concedieron. Eso le dio el tiempo de capturar por distintos medios (principalmente la corrupción) al Poder Judicial, los altos mandos militares y al resto de las instituciones del Estado.
Ese fue el régimen que Chávez le legó a su heredero. Uno corrupto, autoritario, arbitrario y quebrado. Sin los abundantes petrodólares y los dotes para la demagogia de su padre político era sólo cuestión de tiempo que la economía le explotara a Maduro en la cara, como efectivamente ocurrió.
Ante eso tenía dos opciones: reformar o reprimir. Optó por lo segundo. A medida que la economía se ha ido desplomando el régimen chavista con Maduro a la cabeza se hizo más fraudulento y represivo. La fórmula le ha funcionado. Lo único que le importa lo ha conseguido; permanecer en el poder. A costa de todo lo demás, pero permanecer.
Uno de esos costos es el rechazo manifiesto a su persona y a su régimen por la población. A Maduro se le ve con profundo resentimiento en los barrios más pobres del país. Un cambio ha ocurrió en la composición sociológica de la oposición venezolana que todavía no se ha manifestado plenamente. Ya no es la anterior oposición de la clase media que en buena parte ha emigrado. Ahora el grueso son los más pobres.
Una señal de ese cambio se vio en las elecciones de 2013 y 2015. Pero Maduro ha hecho muy poco por intentar reconciliarse con ese electorado. Su oferta ha consistido en las cada vez más escasas cajas de comida, algunos perniles en el fin del año y, eso sí, abundante represión. Nada de elementales mejoras de vida en agua, gas doméstico, trasporte público, más empleo o salud.
Como la receta de reparto populista de migajas y balas le ha funcionado, Maduro es hoy un hombre evanecido por su propio poder. Se siente invulnerable y sólido. Manda (porque no gobierna) sobre un pueblo humillado y sometido a todo tipo de vejaciones y provocaciones. Un pueblo desarmado e impotente ante su suerte. Pero que espera pacientemente por la hora del desquite.
Esa es la auténtica espada de Damocles que apunta al cuello de Maduro. Su respaldo es un Ejército cada vez menos profesional y cada vez más mercenario. Uno al que tiene que pagar por ese respaldo. La típica guardia pretoriana que cobra por proteger al tirano.
Maduro acompañado por su alto mando militar quiere brindar el espectáculo de estar enfrentando supuestas invasiones armadas y un imaginario bloqueo naval norteamericano con el respaldo de un pueblo en armas. Su Bahía de Cochinos.
No es cierto. Nadie lo respalda en la retaguardia. Mucho menos los pobres están dispuestos a derramar su sangre para que él siga en el poder. Ni siquiera ese mismo alto mando militar.