Rogelio Núnez (ALN).- La ausencia de Andrés Manuel López Obrador en la cumbre del G-20 y que en la firma del TLC entre la UE y Mercosur el gran triunfador fuera el argentino Mauricio Macri y no Jair Bolsonaro se transforman en dos síntomas de que las grandes potencias regionales (Brasil y México) carecen de liderazgo a escala latinoamericana y, por ende, mundial.
Brasil y México son, sin duda, dos grandes potencias regionales latinoamericanas que, sin embargo, carecen de potencia para jugar un destacado rol mundial. Muestran carencias de voluntad política y capacidad para aspirar a ejercer tal liderazgo y, como consecuencia, no cuentan con peso específico en el tablero internacional.
Y los hechos, los más recientes de finales de la semana pasada, no hacen sino confirmar esta percepción. La ausencia de Andrés Manuel López Obrador en la cumbre del G-20 y que en la firma del TLC entre la UE y Mercosur el gran triunfador fuera el argentino Mauricio Macri y no Jair Bolsonaro se transforman en dos síntomas de que las grandes potencias regionales (Brasil y México) carecen de liderazgo a escala latinoamericana y, por ende, mundial.
El ensimismamiento mexicano
En medio de las actuales y fuertes tensiones mundiales en el estrecho de Ormuz, la “guerra comercial” entre China y EEUU o el Brexit, el presidente mexicano volvió a confirmar que la política exterior no es una prioridad. Después de todo su lema en la relación con el mundo es que “la mejor política exterior es la interior”. Y coherente con esta idea, López Obrador no viajó a Osaka.
Anunció que no acudiría a cumbre porque en esas citas se miran las cosas “por encima”. La decisión no cayó bien a sus socios. El viceministro de Finanzas para Asuntos Internacionales de Japón, Masatsugu Asakawa, se refirió a esa ausencia a la que calificó como “algo desafortunado».
El mandatario mexicano, en su intento perenne de agradar a “tirios y troyanos”, defiende a la vez su deseo de “hacer una política exterior no protagónica, no queremos ser candil de la calle y oscuridad de la casa”, mientras aclara que “esto no significa que nos vamos a aislar, significa que nos vamos a ajustar a los principios constitucionales, no intervención, autodeterminación de los pueblos, cooperación para el desarrollo, solución pacífica de las controversias, respeto a los derechos humanos. Hasta ahí”. Ese pensamiento es el que se encuentra detrás de su actitud hacia el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela que coloca a México junto a Nicaragua, Cuba y Bolivia como uno de los pocos países que no reconocen la legitimidad de Juan Guaidó.
A la hora de la verdad, su única preocupación a escala mundial es la relación con EEUU y la presión migratoria que le llega del sur, de Centroamérica. Ambos temas son, en realidad, más una cuestión interna para México que externa. Eso explica su ausencia en la cumbre de Osaka. Pero lo explica sólo en parte.
En realidad López Obrador arrastra dos grandes hándicaps a la hora de salir al ruedo internacional.
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En primer lugar, no tiene experiencia -y seguramente posee poco conocimiento- de geopolítica y geoestrategia mundial. Y en segundo lugar, entre sus virtudes nunca ha estado la diplomacia. Carece de cintura política: está acostumbrado a polemizar, polarizar y chocar con quienes no piensan como él.
Suenan estas palabras a crítica inmisericorde pero el propio AMLO lo ha dejado entrever cuando admitió que no acudía porque “ahí van a tratarse los asuntos de la guerra comercial en la que no estoy de acuerdo, no quiero ir a una confrontación directa”.
López Obrador ha perdido una oportunidad de oro de buscar alianzas y apoyos, así como lograr liderar en el G-20 una propuesta conjunta latinoamericana (con respaldo de Argentina y Brasil) con el fin de abordar la crisis migratoria centroamericana, para lo cual se necesita un “Plan Marshall” con más recursos financieros y alcance que el que apadrinan actualmente México y la Cepal.
La debilidad del Brasil de Bolsonaro
Un gigante con pies de barro no puede aspirar a convertirse en líder mundial y apenas puede serlo regional. Y ese hándicap es el que lastra las aspiraciones de México y también de Brasil que en tiempos de Lula da Silva aspiró y soñó con ser una potencia mundial a la que Sudamérica se le quedaba pequeña.
Con Dilma Rousseff (2011-2016) y el interinato de Michel Temer (2016-19) y en medio de la peor crisis de su historia, Brasil perdió mucho de su condición de líder mundial y potencia emergente. Jair Bolsonaro se ha convertido en un líder nacional, pero tiene mucho camino que recorrer para serlo internacional. En menos de un año ha pasado de ser un diputado del “bajo clero” -periférico- a Jefe de Estado y cuando sale al exterior eso se pone claramente en evidencia.
De hecho, a las muchas pulseadas que sostiene (con el Congreso, con los políticos, con los partidos, con colectivos minoritarios) hay que añadir el enfrentamiento o al menos lejanía que mantiene con Itamaraty, institución que históricamente ha forjado, dado continuidad y peso a la política exterior brasileña. Esa desconexión entre el presidente e Itamaraty, que debilita el rol internacional brasileño, se profundizó cuando el nuevo mandatario designó como canciller a Ernesto Araújo, un funcionario de rango intermedio conocido por sus excéntricas publicaciones a favor de Bolsonaro en un blog.
Jair Bolsonaro es mirado con desconfianza por la comunidad internacional por su ideología y, sobre todo, por sus declaraciones “trumpianas”. Durante su viaje a Osaka se ha podido ver esa desconfianza con que le miran Francia y Alemania.
Además, Bolsonaro es mirado con desconfianza por la comunidad internacional por su ideología y, sobre todo, por sus declaraciones “trumpianas”. Durante su viaje a Osaka se ha podido ver esa desconfianza con que le miran Francia y Alemania.
El francés Emmanuel Macron considera a Bolsonaro como una amenaza por querer sacar a Brasil del Acuerdo de París contra el cambio climático. Como apunta la analista Eliane Cantanhêde, “el mundo desarrollado ve en el gobierno de Bolsonaro un retroceso en un área que es fundamental para la supervivencia del planeta y que era también uno de los grandes triunfos brasileños en foros internacionales. Lo era, ya no lo es más”.
Por su parte, Angela Merkel dijo que deseaba hablar de forma “clara” con Bolsonaro sobre la deforestación en Brasil: “Veo con preocupación el asunto de las acciones del presidente brasileño [sobre deforestación] y, si se presenta la oportunidad, en el G-20 tendré una conversación clara con él”. Bolsonaro le respondió sin guardar las formas al asegurar que “Alemania tiene mucho que aprender de Brasil” en materia de medio ambiente.
De la cita en Osaka salió el acuerdo entre la UE y Mercosur para firmar, tras más de 20 años de negociaciones, un TLC. El gran triunfador fue el argentino Mauricio Macri mientras que a Bolsonaro le tocó jugar un rol menor. Como señala el profesor de la Universidad de Lisboa, Andrés Malamud, “Bolsonaro rompió la tradición diplomática brasileña y dejó a Itamaraty sin rumbo, permitiendo que Argentina tomara la iniciativa y arrastrase a Brasil”.
Macri se alzó como portavoz de Mercosur (“Muchísimas gracias, en nombre de Brasil, Argentina, Paraguay. Estamos muy contentos, creemos que será una posibilidad de crecimiento y de empleo para nuestra región y para Europa”) y fue el único de los mandatarios que tuvo la palabra durante la conferencia. Luego de agradecer al presidente de la Comisión, resaltó que ese era “un día histórico. Es el acuerdo más importante que hemos confirmado en nuestra historia. Tardamos 20 años, hasta que nos encontramos con muchos líderes con buena voluntad para transformar esto en una realidad”.
Si una foto vale más que mil palabras para mostrar el papel estelar de un presidente y el ancilar de otro, la que aparece aquí es muy simbólica ya que sitúa a Macri compartiendo protagonismo con Jean-Claude Juncker mientras que Bolsonaro se encontraba en un muy discreto segundo plano. Si bien es cierto que Argentina ejercía la presidencia Pro-Tempore de Mercosur, el papel protagónico lo ha ejercido indiscutiblemente Mauricio Macri.
Una región sin liderazgos
Dada la estructura que caracteriza a Latinoamérica, lo lógico sería construir un liderazgo regional múltiple -no unilateral-, coordinado y cooperativo -algo que nunca se ha dado-. Los candidatos llamados a cumplir ese rol serían México y Brasil con el fin de formar un eje en torno al cual articular la región y otorgarle mayor voz y peso mundial. Sin embargo, el ensimismamiento de México y los problemas de Brasil dejan a América Latina sin potencias de peso y sin voluntad para ejercer el liderazgo a escala regional y mucho menos mundial.
Fuera de estas dos potencias no existe nadie capaz de construir semejante tipo de liderazgo coherente y sólido.
La Venezuela de Hugo Chávez tuvo un proyecto a escala latinoamericana y mundial de carácter antiliberal, antiestadounidense, “antiimperialista” y “socialista del siglo XXI” que se sostenía en el carisma personal (Chávez) y en la abundancia de recursos financieros (petróleo). Cuando desapareció el caudillo (2013) y la fuente de dólares languideció (desde 2013), el proyecto empezó a hacer aguas (el ALBA) porque se sostenía exclusivamente en el personalismo y en una coyuntura excepcional (la “década dorada” de 2003-2013).
El resto de las naciones latinoamericanas carecen de tamaño (Chile y Uruguay), voluntad (Perú) o capacidades económicas (Argentina y Colombia) para liderar una región que tiene ante sí grandes problemas que deben ser solucionados de forma conjunta y cooperativa. Para tener una sola voz -y de peso- a nivel mundial; no quedar al margen y en la periferia de la IV Revolución Industrial; cooperar a la hora de encontrar una solución a las crisis migratorias y humanitarias (Centroamérica y Venezuela), y luchar de forma mancomunada para dar una respuesta al desafío que supone la penetración del crimen organizado.