Pedro Benítez (ALN).- Las sanciones comerciales aplicadas a partir de marzo de 2019 por el gobierno de los Estados Unidos contra lo que quedaba de la industria petrolera venezolana se concibieron bajo la premisa de que ese sería el golpe decisivo para derribar a Nicolás Maduro. Luego de un año y cuatro meses hay que preguntarse cuán efectivas han resultado ser y qué utilidad pueden tener hoy.
La aguda crisis de la gasolina en Venezuela ha puesto sobre la mesa la pertinencia o no de las sanciones comerciales impuestas por el gobierno de Estados Unidos a la industria petrolera venezolana.
Hasta ahora, en las inmensas colas de tres o cuatro días para cargar combustible al parque automotor en Caracas (en el resto del país es mucho peor) la gente parece señalar como culpable de la situación a una sola persona: Nicolás Maduro. Ni a Donald Trump, ni a las sanciones, ni a Juan Guaidó. Eso pese a que el enorme aparato de comunicación oficial no cesa un minuto de responsabilizar a Guaidó y al resto de la oposición venezolana por alentar este “criminal bloqueo imperial”.
Tal como ocurrió con el mensaje de la “guerra económica” este, por lo visto, no tiene eco más allá del núcleo duro del chavismo, un 20% de la población, según vienen indicando desde hace algunos años diversos estudios de opinión pública.
Por los momentos, el debate sobre la efectividad o moralidad de estas medidas unilaterales sólo se da en círculos políticos y entre opinadores en las redes sociales.
No obstante, luego de un año y casi cinco meses, la pregunta es políticamente válida: ¿Esas sanciones están contribuyendo a debilitar al régimen de Nicolás Maduro o sólo están sirviendo para incrementar “el sufrimiento de los venezolanos”?
Las sanciones entraron en vigencia en marzo de 2019, luego de muchas dudas dentro de la administración de Donald Trump sobre su efectividad, y con la oposición (paradójicamente) del lobby petrolero norteamericano amigo de los republicanos.
En la Casa Blanca se pensó que sancionar los intercambios comerciales de Petróleos de Venezuela S.A (PDVSA) con el resto del mundo contribuiría a acelerar el colapso final del régimen de Maduro. Por entonces la producción petrolera venezolana había caído de los 3,5 millones de barriles/día en los primeros años del siglo, a 2,5 en 2013, y de ahí a 1,1 millones a finales de 2018 según cifras de la OPEP.
Luego de ser por varias décadas exportador de gasolina y productos refinados, Venezuela se transformó (ya durante los años de Hugo Chávez) en un crónico importador, y no por falta de petróleo. De modo que todos los datos indicaban que la columna vertebral de la economía venezolana, y del régimen chavista, se estaba desmoronando. Sólo le hacía falta un empujón.
Persuadido por sus asesores, y con esos datos en la mano, Trump tomó la decisión que se suponía sería la bomba atómica económica definitiva. Después de todo, en el caso de Venezuela “algo hay que hacer” se razonó en su administración.
No obstante, desde entonces se ha demostrado que esas sanciones pueden ser burladas de muy diversas maneras. Hay tres gobiernos expertos en evadirlas y que no por casualidad son aliados de Maduro: Cuba, Rusia e Irán.
En otro hecho paradójico, las medidas sólo contribuyeron a acelerar el giro pragmático que el régimen madurista dio en la economía venezolana durante 2019. Se eliminó el control de cambio, se liberaron las importaciones y en la práctica los controles de precios. De paso se aceptó la dolarización de facto de buena parte de la vida cotidiana del país. Todo esto permitió la desaparición, casi como por arte de magia, de la escasez de alimentos, y de la mayoría de las medicinas, que el país venía padeciendo de manera creciente desde 2013. Ahora todo eso se consigue en las principales ciudades venezolanas, aunque más del 90% de la población no tiene ingresos suficientes para adquirir lo que necesita.
Maduro se dio el lujo en diciembre de 2019 de aparentar una burbuja de consumo en Caracas. La misma reventó en enero porque quemó las pocas reservas de divisas que le quedaban al país. A continuación el gobierno de Estados Unidos dio el segundo golpe al sancionar al gigante petrolero ruso Rosneft, que venía siendo el principal comprador del petróleo venezolano y su casi único proveedor de gasolina.
Acto seguido (marzo de este año) Maduro usó como excusa la amenaza de la pandemia para justificar el confinamiento del país. En realidad la paralización fue consecuencia de la agudización de la escasez de gasolina. Algo que, por cierto, no es nuevo en Venezuela. De hecho, esta crisis de abastecimiento de combustible tiene años en estados como Táchira, Apure, Amazonas, Barinas o Zulia, como secuela del masivo contrabando estimulado por el anteriormente ridículo precio de la gasolina y el desplome en el sistema de refinación de la industria petrolera nacional.
¿Cuál es la diferencia ahora?
La diferencia es que ahora la crisis golpea con toda la fuerza a Caracas, la vitrina del país. Pero incluso en medio de eso, Maduro se las arregló para enviar toneladas de oro a Irán a cambio de tanqueros con gasolina que le permitieron paliar la situación. Pese a la devastación que ha padecido, Venezuela es un país de enormes recursos naturales que el régimen madurista explota sin misericordia alguna. Es importante nunca olvidar este detalle.
De modo que lo que hasta ahora hemos visto es la enorme capacidad de resistencia de la población venezolana por un lado, y por otro, las maneras casi infinitas del régimen de Maduro para evadir el acoso de las sanciones estadounidenses. Un juego del gato y el ratón que puede seguir por mucho tiempo.
Es claro que en Venezuela no hay gasolina por la misma razón que es el único exportador importante de petróleo en el mundo que ha caído en hiperinflación, o que tiene colapsado el servicio eléctrico nacional, a pesar de tener varias de las centrales hidroeléctricas más grandes del continente. La ineptitud del chavismo para gobernar no tiene límites. Pero ha sido inversamente proporcional a su capacidad para aferrarse al poder.
Rusia e Irán tienen años con sus economías sancionadas pero no les falta gasolina. De hecho, le despachan a Venezuela.
Por otro lado, la economía venezolana ha sido sancionada como consecuencia de las acciones políticas de Nicolás Maduro en contra de las reglas de la democracia.
Cualquier país que tenga un gobernante como él corre el mismo riesgo. Esa es, por lo visto, la primera herramienta de la que hacen uso las grandes democracias del mundo como mecanismo de presión internacional. Hoy en Europa, por ejemplo, se discute si se sanciona o no al gobierno de Aleksandr Lukashenko.
Sin embargo, la experiencia ha demostrado que las sanciones de este tipo nunca son eficaces para remover a una dictadura. Les causa todo tipo de problemas que preferirían ahorrarse, pero siempre consiguen cómo evadirlas.
Por el contrario, por regla general cohesionan al régimen, debilitan a la sociedad civil y dividen a la oposición. Es lo que ha pasado con Cuba. Fue lo que pasó con la España de Francisco Franco (1945-1950) y con el Irak de Saddam Hussein (1991-2003).
¿Las sanciones van a contribuir a sacar a Nicolás Maduro del poder? La respuesta es que nadie lo sabe. Es como lanzar una moneda al aire. Maduro podría mañana mismo perder el control de la situación en Caracas o ser depuesto por una facción del chavismo que a continuación negocie con Estados Unidos y Europa una salida política que le dé garantías a ese grupo. Pero también puede ocurrir que Venezuela se quede suspendida en el tiempo como Cuba, sancionada por años de años.
Pero en ningún caso van a llevar al Palacio Presidencial de Miraflores a algún dirigente opositor.
Maduro es vulnerable no por las sanciones comerciales estadounidenses, sino porque previamente terminó de destruir la industria petrolera venezolana, fuente del poder en el país. Si cae será por eso.
Las sanciones no son un fin en sí mismo. Ni siquiera son una política. Sólo sirven de algo si tienen una utilidad concreta, que es la de negociar una salida política para el país.