Rafael Alba (ALN).- Las viejas figuras del PSOE se han convertido en los principales opositores al preacuerdo de gobierno suscrito entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. La sentencia del caso de los ERE supone un duro golpe para algunos de los componentes del entorno más cercano del expresidente Felipe González.
Si la venganza es un plato que se sirve frío, es probable que, en los últimos días, el secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y presidente del gobierno en funciones, Pedro Sánchez, debe haberse dado un verdadero banquete. O esa es la opinión que nos han transmitido algunas fuentes internas del partido que prefieren preservar el anonimato. Se les entiende. Las aguas bajan turbias y, en estos casos, lo más sensato suele ser mantener un perfil bajo. Según quienes defienden esta opinión, puede que la devastadora sentencia del caso de los ERE andaluces haya supuesto un golpe muy duro para la credibilidad de un partido centenario como el que ahora lidera. Pero, paradojas de la vida, esa andanada judicial que debería haber hecho tambalear los cimientos de su formación política ha funcionado, en realidad, de un modo muy distinto al que los enemigos del sanchismo hubieran querido imaginar. Los 68 años de cárcel y 253 de inhabilitación que la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Sevilla ha impuesto a 19 antiguos altos cargos del PSOE de la Junta de Andalucía, entre ellos los expresidentes de la autonomía y el partido, Manuel Chaves y José Antonio Griñán, se han convertido en la carga de profundidad que Sánchez necesitaba para acabar de un plumazo con la vieja guardia del PSOE. Un puñado de pepitos grillos pasados de rosca, que hasta no hace mucho se dedicaban sobre todo a amargarle la vida al nuevo jefe.
De hecho, en ello parecían estar de nuevo estos aguerridos veteranos. Por lo menos hasta que el impacto del tsunami jurídico al que nos referíamos antes les ha obligado a enmudecer. O casi. Bastó que Sánchez y su actual aliado, Pablo Iglesias, secretario general de Unidas Podemos, anunciasen su vigente preacuerdo para formar un gobierno progresista, para que los vejestorios de guardia se acercasen a cualquier micrófono disponible para manifestar su profundo desacuerdo con esta decisión. Primero fue el propio Felipe González, el gran jefe histórico del socialismo español, quien se apresuró a decir que “no había llamado a Sánchez para felicitarle” y que “no le gustaba la forma en la que se habían iniciado las negociaciones”, con el reparto de sillas como prioridad, mientras el programa de gobierno parecía ser algo secundario. Toda una enmienda a las estrategias puestas en práctica por el secretario general en los últimos tiempos. Repetición de elecciones incluida.
Tras González, llegaron los demás. En una suerte de ataque sucesivo y ordenado que aprovecharon en parte los medios y las formaciones políticas del ala derecha del arco parlamentario español para poner en valor uno de sus relatos favoritos de los últimos años. Ese que cuenta que existen dos PSOE, el bueno, el institucional y el pata negra, y el nuevo, populista y podemita, que ha encumbrado a Sánchez, coquetea con el independentismo catalán y la extrema izquierda y se sitúa fuera del bloque constitucionalista, para generar una crisis terminal al régimen de 1978. Habló, por ejemplo, Alfonso Guerra, el secretario de organización de los tiempos gloriosos, para profetizar que el pacto de gobierno entre PSOE y Unidas Podemos iba a terminar en drama. También se manifestó Juan Carlos Rodríguez Ibarra, el expresidente de Extremadura. Este antisanchista visceral, aún fue más lejos y aseguró que se iría del partido si se cerraba un pacto con las huestes de Iglesias y el independentismo catalán.
Exaltos cargos del PSOE se acercan a Manuel Valls
La rebelión de los barones no quedó ahí. Algunos hasta quisieron involucrarse en operaciones con futuro probable, pensadas para poner palos en las ruedas de Sánchez y sus hombres. Como el lanzamiento de la autodenominada plataforma constitucionalista La España que Reúne, que muchos analistas ven como el primer paso dado por Manuel Valls, el exprimer ministro francés y antiguo aliado de Ciudadanos, para poner en marcha su nuevo partido político de centro. Una iniciativa presentada hace unos días que ha contado con la firma y el aval del expresidente socialista de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, y el exsecretario general del PSOE vasco, Nicolás Redondo Terreros, ambos teóricos firmantes de un promocionado manifiesto, cuyo contenido aún no se conoce al cierre de esta edición, que habría sido suscrito por más de 300 personalidades de la política, las ciencias y las artes, en el que se califica como “malo para España” el pacto que intentan fraguar el PSOE y Podemos y se aboga por una gran coalición apoyada por los socialistas, el PP y lo que queda del partido de Albert Rivera.
Justo la opción que ha defendido también últimamente el archienemigo de cualquier militante socialista. El expresidente del gobierno español José María Aznar, símbolo de la derecha más dura y menos empática, que añade a la receta la sustitución de Sánchez por un líder socialista distinto. Menos proclive a relacionarse con la extrema izquierda y los independentistas. Y alguien que seguro sería también más del agrado de Felipe González y sus leales. Esos veteranos que, como explicábamos en los párrafos anteriores, son la peor pesadilla del líder del PSOE. Un grupo de antiguas glorias que le ha plantado cara, ha intentado fulminarle, ha cuestionado cada una de las decisiones tomadas por el nuevo líder en los últimos años y hasta consiguió expulsarle temporalmente del partido en octubre de 2016, cuando el PSOE facilitó con su abstención la investidura de Mariano Rajoy y entregó el gobierno a un PP que ya se tambaleaba por culpa del cerco judicial al que se veía sometido entonces como consecuencia de las distintas tramas de corrupción que se habían desarrollado en el partido.
Porque sí. Al menos en la versión que circula desde entonces en los círculos socialistas afines a Pedro Sánchez, aquella operación que tenía que terminar con Susana Díaz como nueva secretaria general del partido y se basaba en la potencia del PSOE andaluz como fuerza de choque, fue urdida punto por punto por Felipe González. Un hueso duro de roer que no dejó de conspirar contra Sánchez ni siquiera cuando el nuevo líder del partido derrotó a su favorita contra todo pronóstico en las primarias de mayo de 2017. Al contrario. Tanto aquella victoria inesperada, como la consolidación de Sánchez en el poder derivada de su éxito en la moción de censura y de sus dos victorias electorales consecutivas, parecieron enrabietar aún más a González y los suyos. El consejo de barones ha mantenido viva su actividad conspiratoria en todo momento, hasta convertirse en una fuerza de oposición interna a la dirección socialista mucho más poderosa y efectiva que el PP o Ciudadanos, los rivales políticos externos que tampoco es que estén ahora en su mejor momento, desde luego.
La estructura clientelar del PSOE andaluz
Pues bien, eso se acabó. Y para siempre. O esa es la idea que tienen ahora Sánchez y los suyos. Las figuras históricas que convirtieron al gran partido socialista español en la pieza fundamental del sistema bipartidista, casi perfecto, que alumbró la Constitución de 1978, y la quizá sobrevalorada Transición, no van a tener más remedio que emprender silenciosamente su camino a la jubilación tras esta sentencia. De una vez para siempre. Porque esta decisión judicial, incluso si su dureza se viera rebajada tras la resolución de los recursos que se presentarán ante el Tribunal Supremo, supone el descrédito total de las políticas, presuntamente exitosas, que el PSOE puso en práctica en su feudo andaluz entre 1990 y 2013. En un momento, además, en que los líderes de la formación eran los anteriormente mencionados Manuel Chaves y Juan Antonio Griñán, dos felipistas laureados, y auténticos padres políticos de la ahora denostada Susana Díaz, cuyo futuro también se ha oscurecido de repente, por mucho que se haya apresurado a bendecir el preacuerdo de gobierno forjado entre Sánchez e Iglesias, para congraciarse con quien fuera su encarnizado rival hace sólo un par de años.
Fue un tiempo en que el PSOE nacional se hundía sin que la hecatombe afectara al reino de taifas andaluz. Un momento en el que esta formación política, hegemónica en la izquierda española, se vino abajo, tras años de ser abatida por culpa de la suma de múltiples casos de corrupción que ensombrecieron el último tramo del periodo triunfal de Felipe González. Un terremoto, del que, de hecho, el socialismo español aún no se ha repuesto del todo. No hubo magia pues en las victorias electorales consecutivas de Chaves, Griñán o Díaz. El éxito también estaba basado en esquemas salpimentados con corrupción política con los que, según la visión de los magistrados de la Audiencia sevillana, el partido creó una estructura blindada a cualquier supervisión para repartir dinero de modo descontrolado a empresas en apuros, y trabajadores con problemas, distribuido de tal modo que sirviera para crear y mantener una estructura clientelar de votantes cautivos que les permitiera perpetuarse en el poder, como así sucedió.
Así que, mientras no se demuestre lo contrario, al socialismo no le queda otro remedio que agarrarse a Pedro Sánchez como quien se agarra a un clavo ardiendo. Si los señores que se agrupan en torno a Felipe González mantienen la actividad conspirativa sólo conseguirán desacreditarse todavía más. Al menos entre una militancia socialista que empieza a hartarse de pagar las hipotecas que estos líderes del pasado les han dejado. Además, la devoción que les muestran ahora desde el bando enemigo, desde la prensa y las formaciones del bloque conservador, alimenta su pérdida de popularidad creciente en las agrupaciones de un PSOE que intenta reinventarse para sobrevivir. Y que nadie se equivoque, cada vez que desde el PP o Ciudadanos piden a Sánchez que asuma responsabilidades políticas por la sentencia del caso de los ERE andaluces, el secretario general del PSOE suma puntos. Unos tantos vitales para ganar el partido y erradicar para siempre al sector crítico. Porque pase lo que pase con el preacuerdo firmado con Iglesias, haya o no haya gobierno y haya o no haya elecciones, su cabeza se mantendrá sobre los hombros. No hay futuro para España sin el PSOE. Y no hay más PSOE que el PSOE de Pedro Sánchez. Por lo menos, de momento.