Pedro Benítez (ALN).- Los que con temor, o ilusión, esperaban que con la llegada de Pedro Castillo a la Presidencia de Perú ese país se sumaría, por fin, al mal llamado eje del populismo bolivariano, han visto frustradas sus expectativas.
Castillo no ha podido ser un nuevo Evo Morales, ni un Rafael Correa o un Hugo Chávez. Líderes que, cada uno en su día, llegaron al Gobierno de sus respectivos países sobre las ruinas del sistema político anterior. Los tres hicieron uso de esa arma letal que bautizaron como Asamblea Nacional Constituyente. Un procedimiento aparentemente democrático que les permitió concentrar todo el poder institucional en sus personas, disolviendo parlamentos e interviniendo los tribunales de Justicia sin necesidad de dar ese feo espectáculo de sacar tanques y soldados a la calle. Un procedimiento que patentaron para la exportación.
Cuando se posesionó el 28 de julio del año pasado como presidente de Perú, Castillo ratificó su promesa de presentar, como primer paso de su Gobierno, un proyecto de ley ante el Congreso peruano que permitiera convocar una Constituyente que iniciara la transformación del Estado y así atender “a los sectores sociales postergados durante 200 años”. Los que conozcan los casos anteriores podrán apreciar que el relato era exactamente el mismo.
Sin embargo, aunque Castillo llegó al Gobierno de un país sumido en una profunda crisis institucional, con cuatro presidentes en los últimos cinco años, incluido una disolución del Congreso (que el Tribunal Constitucional declaró como un acto válido y que fue ampliamente respaldada por lo peruanos), esa crisis se lo ha terminado tragando a él.
A Castillo no lo recibió una oposición en desbandada. Por el contrario, con las espadas en alto maniobrando desde el principio para sacarlo del poder a la primera oportunidad. Para empezar no llegó al Palacio de Gobierno de Lima montado sobre una enorme marea de respaldo popular. Su triunfo sobre Keiko Fujimori, de apenas 44 mil votos de ventaja en un universo de casi de 19 millones de votantes, nunca fue aceptado por ésta, que desde el principio jugó a deslegitimarlo.
A eso hay que agregar que el nuevo mandatario fue elegido sin tener un partido político propio. El que lo postuló, Perú Libre, escasamente cuenta 37 de las 130 bancadas de un Congreso dominado mayoritariamente por la derecha y la centro derecha, que todos los días contabiliza los votos necesarios para declarar la vacancia presidencial.
Castillo acusa a sus opositores políticos de que jamás aceptaron su triunfo. Pero es que lo mismo le pasó a Pedro Pablo Kuczynski.
Sin fuerza y sin destreza
Lo cierto del caso es que Castillo fue elegido por el voto anti fujimorista que, entre otras cosas, le cobró a Keiko el uso que hizo de su mayoría en el parlamento para acosar y derribar a los ex presidentes Kuczynski y Martín Vizcarra.
Pero si Castillo no ha tenido, como vemos, fuerza para imponer su agenda de transformación radical, mucho menos ha demostrado algún mínimo de destrezas políticas para navegar en medio de las turbulentas aguas de la política peruana, haciendo uso a su favor, por ejemplo, del extendido sentimiento anti fujimorista.
Por el contrario, su Gobierno ha sido una sucesión de traspiés, errores, crisis, renuncias, escándalos de corrupción y desorientación por parte del propio mandatario. El Presidente contradice a sus ministros, y estos lo contradicen públicamente a él.
Cuatro gabinetes en seis meses
Para resumir: Ha tenido cuatro gabinetes ministeriales en seis meses. El tercero de ellos duró solo tres días.
Guido Bellido, su primer presidente del Consejo de Ministros, estaba investigado por parte de la Fiscalía por el presunto delito de apología al terrorismo. Su primer canciller, Héctor Béjar, un ex guerrillero en los años sesenta, renunció cuando se difundieron declaraciones suyas del año 2020, en las que acusaba a la Marina de Guerra de ser responsable por la actividad terrorista, lo que ésta protestó por medio de un comunicado público. Un ministro del Interior duró pocas semanas en el cargo cuando se supo de una fiesta que había organizado en su domicilio, pese a las restricciones impuestas por su propio ministerio. Su segunda jefa de Gabinete, Mirtha Vásquez, tiró la toalla luego tres meses en el cargo, y Castillo designó para reemplazarla a un acusado de violencia física hacia su esposa y su hija.
En el proceso, la bancada oficial se dividió y 16 de sus congresistas votaron en contra de uno de sus gabinetes. Castillo no solo no ha acumulado poder, sino que por el contrario ha ido una senda imparable de desgaste, donde más del 60% de la población evalúa mal su gestión.
Salvado por las contradicciones de sus rivales
Hasta ahora, lo han salvado las contradicciones de una oposición, en la que sus líderes desconfían unos de otros y no consiguen ponerse de acuerdo en el mecanismo constitucional adecuado para cesarlo en el cargo. También los paraliza el temor, porque la aceptación popular del Congreso no es mejor que la del Presidente. Y así como el Parlamento puede intentar usar una vez más la figura de la vacancia por incapacidad moral (como hizo con los mandatarios anteriores), el jefe de Estado peruano también está facultado constitucionalmente para disolver el Congreso. En este caso habría que ir a nuevas elecciones parlamentarias en las que los actuales representantes no tienen asegurada la reelección en sus cargos.
Pero en todo caso, en medio de la interminable crisis institucional que ha hecho de Perú lo que fue Italia durante mucho tiempo, lo único claro es que ese país no seguirá los pasos ni de Bolivia ni de Venezuela. La economía va por un lado y la política por el otro.
Maduro, un nuevo enemigo de Castillo
Para completar su cuadro de aislamiento y cerco, Castillo se ha ganado un nuevo enemigo. En su intento por sobrevivir políticamente ha tomado distancia de Nicolás Maduro, quien sin nombrarlo le ha respondido afirmado que: “Por ahí ha surgido una izquierda cobarde que basa su discurso en atacar el modelo bolivariano (…) es una izquierda derrotada, fracasada, una izquierda cobarde frente al imperialismo, frente a las oligarquías. Y entonces quieren ponerse un barniz para que las oligarquías los perdonen, y lo peor de todo es que no los van a perdonar, a ninguno”.
En esa declaración no hay intento alguno de disimular algún entendimiento secreto con el presidente peruano. Por el contrario, es otro capítulo de la ruptura que se ha venido dando con el filochavista y marxista Vladimir Cerrón, jefe de Perú Libre, el partido que postuló a Castillo. La cuenta es muy sencilla, Castillo ya no les sirve. Ya no puede alcanzar los objetivos de cambiar radicalmente a Perú por medio de un proceso constituyente. Está sentenciado. Nadie llorará su caída.