Moisés Naím (ALnavío).- ¿Qué tienen en común España, Israel y el Reino Unido? La incapacidad de formar gobiernos estables y capaces de gobernar. Y no son sólo estos tres países, los cuales, después de todo, cuentan con regímenes donde aún se respeta la división de poderes y los límites al poder del Ejecutivo. Como sabemos, sobran los países donde la disfuncionalidad política es mucho más grave. Pero hay más problemas cuyas respuestas no son normales.
En todo el mundo, gobernar se está haciendo más difícil y, en muchos casos, imposible. Estamos viendo cómo las elecciones ya no actúan como ancla que estabiliza la política y hace posible que el gobierno gobierne. Más bien, elecciones y referendos ahora revelan la profunda polarización del electorado, trancan el juego político y hacen imposible la toma de decisiones. Así, los resultados electorales formalizan y cuantifican la profunda fisura de la sociedad y, en algunos casos, la crispación dificulta la convivencia civilizada entre las facciones. ¿Qué respuesta se le está dando a este problema? Convocar nuevas elecciones.
Esto no es normal.
Pero si lo que está pasando en la política mundial no es normal, lo que está pasando en el medio ambiente lo es aún menos. Los datos son conocidos, las imágenes de todas partes del planeta mostrándonos las catástrofes producidas por incendios, lluvias torrenciales, sequías prolongadas y vientos huracanados son cotidianas. La evidencia científica es abrumadora y la inacción para atender esta amenaza lo es aún más. La parálisis para enfrentar con eficacia el cambio climático sin duda constituye el mayor peligro que enfrenta nuestra civilización.
Pero gobernar no sólo se le está haciendo más difícil a las democracias. Tampoco parece normal que Xi Jinping y Vladímir Putin, dos de los hombres más poderosos del mundo, tengan que estarse preocupando por protestas callejeras espontáneas protagonizadas principalmente por jóvenes desarmados. Xi y Putin ejercen un férreo control sobre sus respectivos países y quienes protestan en las calles de Hong Kong y Moscú no son una amenaza para la sobrevivencia de estos regímenes. Pero lo que sorprende es que Xi y Putin no hayan acabado antes con las protestas. Sería lo normal. Quizás la relativa tolerancia que vienen mostrando estos dos autócratas hacia estas marchas es un síntoma de cuán seguros se sienten y de la irrelevancia de las protestas. O quizás es porque no saben cómo combatirlas.
Estas protestas no tienen líderes obvios, ni jerarquías claras y la organización, coordinación y movilización de quienes participan en ellas depende de las redes sociales. En Hong Kong los líderes del gobierno pro-Pekín se quejan de que, aunque quieran buscar arreglos con quienes protestan, no saben con quién negociar. Obviamente Xi y Putin podrían acabar con las protestas usando los métodos normales de las dictaduras: a sangre y fuego. Pero el uso desproporcionado de la fuerza siempre implica riesgos y puede hacer que en vez de acabar con las protestas las avive, convirtiéndolas en amenazas políticas más graves.
Eso pasó en Siria, por ejemplo, cuando las marchas en la ciudad de Daraa en reacción al encarcelamiento y tortura de 15 estudiantes por pintar grafitis en contra del gobierno, escalaron hasta convertirse en una guerra civil que lleva ocho años y medio millón de muertos.
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Pero si lo que está pasando en la política mundial no es normal, lo que está pasando en el medio ambiente lo es aún menos. Los datos son conocidos, las imágenes de todas partes del planeta mostrándonos las catástrofes producidas por incendios, lluvias torrenciales, sequías prolongadas y vientos huracanados son cotidianas. La evidencia científica es abrumadora y la inacción para atender esta amenaza lo es aún más. La parálisis para enfrentar con eficacia el cambio climático sin duda constituye el mayor peligro que enfrenta nuestra civilización.
La ineptitud de los gobiernos para responder a la emergencia climática es exacerbada por la influencia de intereses económicos. ExxonMobil y los hermanos Charles y David Koch son sólo dos ejemplos de empresas y acaudalados individuos que durante décadas financiaron “centros de investigación” y “científicos” dedicados a sembrar dudas sobre la gravedad del problema climático, confundir incautos e impedir que los gobiernos adopten las políticas necesarias.
Que las grandes empresas influyan sobre el gobierno para evitar que tome decisiones que afecten a sus ganancias no es nada nuevo. De hecho, es lo normal.
Lo que no es normal es que líderes de algunas de las empresas más grandes del mundo repudien públicamente la idea de que su objetivo primordial deba ser maximizar las ganancias. Pero fue lo que ocurrió hace unas semanas cuando los jefes de 181 de las más grandes empresas estadounidenses firmaron un comunicado que mantiene exactamente eso. Estos altos ejecutivos afirman que las empresas privadas deben reconciliar los intereses de sus accionistas con los de sus clientes, empleados, proveedores y con los de las comunidades en las que operan.
Obviamente, estos titanes del capitalismo están llegando tarde a la conversación. Para muchos ya es obvio que resulta insostenible para cualquier empresa el ignorar los intereses y necesidades de los grupos de los cuales depende, además de sus accionistas. El debate es cómo hacerlo y, sobre todo, cómo garantizar que las empresas hagan lo que prometen. Hay algunos importantes líderes empresariales que tienen ideas al respecto. Brad Smith, el presidente de Microsoft, por ejemplo, ha publicado un artículo en la revista The Atlantic intitulado Las empresas tecnológicas necesitan más regulación.
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Esto no es normal. Sin duda sorprende que el presidente de la decimosexta empresa más grande del mundo exhorte a los gobiernos a que regulen su industria. Pero esta, como las demás anomalías que hemos discutido aquí, todas sacadas de los noticieros de estos días, es tan sólo un ejemplo más de cuán difícil es descifrar el mundo en el que nos ha tocado vivir.