Eduardo Sánchez Rugeles (ALN).- Richard Marín, profesor de natación en el colegio Emil Friedman de Caracas, es acusado de abusar sexualmente de varios niños. Desde su encarcelamiento, en junio de 2016, el caso ha estado lleno de rarezas, omisiones, improvisaciones e irregularidades. Casi dos años después de los sucesos, no existe un veredicto sobre la responsabilidad del acusado.
Un conjunto de sólidos argumentos invita a considerar, en el célebre caso del profesor de natación Richard Marín en Venezuela, la posibilidad de su inocencia. Si este hombre es responsable de las atrocidades de las que se le acusa, cualquier condena impuesta por las leyes humanas resultará banal e insuficiente, pero si, tal como sugieren las evidencias, su imputación es inventada, entonces, el sistema de justicia venezolano ha sido expuesto a uno de los despropósitos criminalísticos más representativos del siglo.
La condena es pública y notoria. Desde que el pasado 30 de junio de 2016 se viralizó la noticia de que el profesor de natación del Colegio Emil Friedman en Caracas había abusado sexualmente de varios niños de primer grado, la presunción de inocencia fue desestimada. El colegio fue tomado por asalto por los organismos de seguridad y el cautivo fue señalado como autor material del irreparable agravio. Las redes sociales emitieron un irrefutable veredicto: Richard Marín era culpable. Juristas de ocasión, tertulianos de Twitter, psicólogos por turnos y comentaristas deportivos expusieron sus alegatos incriminatorios en foros y murales. La maldición contra el pederasta se convirtió en hashtag. Los deseos de venganza dejaron al descubierto los mecanismos internos de una idea de justicia visceral, inquisidora e iletrada. El acusado, determinó la sentencia, debía (como mínimo) ser sentenciado a muerte.
¿Un chivo expiatorio?
El hecho criminal existe: los niños fueron vejados, pero cualquier seguimiento atento a los pormenores del caso le otorga crédito a la idea de que el profesor de natación pueda ser, en realidad, un chivo expiatorio. Desde esta perspectiva, los elementos que justificaron su encarcelamiento parecen ser parte de un relato de ficción, un cuento borgeano, modelado por un narrador invisible, que ha logrado salir ileso de una situación inaceptable e infame. Familiares y amigos de Richard Marín han hecho públicas sus pesquisas, especulaciones y hallazgos. La veracidad de su testimonio no es un acto de fe. La mayoría de las pruebas que citan están compiladas en las investigaciones de la Fiscalía, sintetizadas en expedientes, secretos pero públicos (venezuelan legal style). No se trata de una opinión empática hacia una persona conocida, lo que se subraya con inquietud son algunas de las conclusiones referidas en los documentos oficiales. El argumento más significativo, sin duda, es la prueba de ADN. La muestra genética hallada en la ropa interior de los niños ultrajados no coincide con la del acusado. Los análisis desarrollados por la Unidad Criminalística Contra la Vulneración de Derechos Fundamentales del Ministerio Público excluyeron la participación del defenestrado docente en el ominoso suceso; el estudio mostró, además, la existencia de dos perfiles genéticos, lo que sugiere la participación activa de una pareja de pederastas. Para efectos del caso, esta prueba fue desestimada. La Fiscalía ha hecho un riguroso seguimiento a los sucesos de junio de 2016 y, hasta la fecha, no ha logrado construir un relato verosímil que justifique cómo Richard Marín pudo haber cometido sus hipotéticas fechorías. Los hallazgos, por el contrario, parecieran jugar a su favor, exculparlo, mostrar la imposibilidad del hecho delictivo. El visionado del registro de las 72 cámaras de seguridad con las que cuenta el colegio no mostró ninguna irregularidad. Ese día, el niño agraviado no tenía clases de natación, por lo que, espacial y temporalmente, la posibilidad del asalto se reduce de manera considerable. El único contacto entre la primera víctima y el supuesto victimario ocurrió a primera hora de la mañana, cuando siguiendo la rutina escolar, el profesor lo recibió al momento de su llegada al colegio. Según esta versión de los hechos, no volvieron a verse, pero “alguien debía de haber hablado mal de Josef K., puesto que, sin que hubiera hecho nada malo, una mañana lo arrestaron”, describe Franz Kafka en El Proceso. Algo parecido tuvo que haberle ocurrido a Richard Marín.
La rueda de prensa de Eunice Vargas, esposa del convicto, ocurrida el 14 de octubre de 2017, resume todos estos asuntos. Ofrece, además, la disposición absoluta del presidiario a someterse a la prueba del polígrafo, posibilidad que los investigadores han descartado, pero la evidencia más significativa de que algo huele a podrido en la avenida Urdaneta (donde se encuentra la sede de la Fiscalía) la da el propio fiscal general Tarek William Saab, designado por la Asamblea Nacional Constituyente, quien, en guerra abierta contra su antecesora en el cargo, Luisa Ortega Díaz, afirmó en entrevista al canal Televen que las pruebas en el caso del profesor del Emil Friedman, claramente, habían sido manipuladas. Este conjunto de argumentos permite vislumbrar la presencia de una sombra, de una mano invisible ligada a factores de poder, con notable influencia en las instituciones de justicia, para la que la reclusión de Richard Marín resulta sumamente cómoda y pertinente. La tesis de que los responsables de este hecho atroz encontraron en el profesor de natación al culpable perfecto no es descabellada ni oportunista. Los responsables existen, pero el giro que ha tomado el asunto invita a considerar que, amparados en su impunidad, en su fuerza bruta, en su omnipotencia política, lograron burlar a un sistema judicial deficiente, corrupto e inoperante a través del cual confeccionaron la necesaria figura de un villano.
Víctimas aleatorias
El mal es absoluto e ingenioso. La posibilidad de que Richard Marín sea culpable de lo que se le acusa es legítima, sigue abierta, pudo haber ocurrido, pero las instituciones que se encargan de impartir justicia y de velar por los derechos de los ciudadanos no han podido demostrarlo. Al contrario, la inmersión en los hechos parece sacar a la luz evidencias y pruebas concretas de que las cosas ocurrieron de otra manera. Desde cualquier ángulo, el caso es sumamente raro y las preguntas esenciales, en este marco de desafueros judiciales, no han encontrado respuestas convincentes. Esta hipótesis trágica, en el contexto de la cotidianidad venezolana, saturada de sinsabores, humillaciones y menosprecio por la vida humana, deja un doloroso saldo de víctimas aleatorias. En primer lugar, los niños vejados. Al trauma del asalto, se suma la manipulación de los hechos, la presión psicológica para que cuenten otra cosa, para que conviertan la verdad en un objeto modificable, cuyo único valor es el de proteger los intereses de los culpables. Los familiares de las víctimas, al mismo tiempo, deben sentirse en medio de un marasmo, de un anhelo de justicia truncado, de dignidad revuelta, de duda razonable frente a un culpable que no parece tal, pero al que es necesario despreciar para contener los impulsos de la razón y las pasiones. Si Richard Marín es inocente, aún en el escenario de que su libertad se restituya en un futuro, será muy difícil para él superar este trance. La acusación de pederastia, su mera sospecha, es una mácula imborrable en la reputación de un hombre. La experiencia de la degradación humana a la que ha sido sometido será imperecedera. Y, por último, la familia de Marín que, sentenciada por las etiquetas sociales, ha caído de bruces en lo más hondo del infierno: la pareja del monstruo, las hijas del monstruo, la madre del monstruo; el rechazo, el abandono, el desprecio, la más honda experiencia de la soledad y el desamparo. Si los responsables del crimen hubieran elegido a otro culpable, este artículo, probablemente, tendría el mismo título, pero se referiría a otras personas. Lo dramático de esta situación es que pareciera que la elección de la casa Marín Vargas es producto del azar, del capricho de un criminal empoderado que, para eludir su responsabilidad, necesitaba encontrar a un culpable ideal. No exagero si digo que en la Venezuela revolucionaria, lo que le está pasando a Richard y a Eunice pudo haberle ocurrido a cualquiera; incluso al lector incrédulo de esta crónica que, con la conciencia tranquila, sin nada que ocultar, desde las comodidades que ofrece su libertad discreta (aunque sometida a vigilancia), puede darse el privilegio de dudar sobre la responsabilidad del convicto o preguntarse si este texto pretende ser una apología, una condena o una crítica necesaria contra un sistema de justicia inútil, vulgar y depravado.