Pedro Benítez (ALN).- China, en su versión al castellano de Editorial Debate, de 2011, es una de la más leídas y, probablemente, más esperadas obras de Henry Kissinger. En sus páginas el ex asesor de seguridad nacional y ex secretario de estado de los Estados Unidos (1969-1977) desarrolla un ensayo sobre la historia de esa potencia, que sigue fascinando a Occidente, partiendo de su experiencia personal de (entonces) cuatro décadas de trato directo con los dirigentes chinos, empezando por el fundador de la República Popular, Mao Zedong y el enigmático primer ministro Zhou Enlai.
La tesis que subyace a lo largo de la exposición de Kissinger es que China, en realidad, es una fuerza estabilizadora para el mundo. En ese sentido, la efervescencia revolucionaria de los años de Mao (1949-1976), con su apoyo a Corea del Norte, Vietnam, Birmania y Camboya, fueron más bien una excepción en la larguísima historia de esa civilización. Intenta demostrar que sus gobernantes no tienen prisa en la búsqueda de sus objetivos porque tienen una perspectiva única: “Ningún país puede reivindicar una relación tan poderosa de su pasado y sus principios tradicionales”, afirma.
A diferencia de los demás pueblos del planeta “China tiene un rasgo característico: su historia no parece tener principio”. Además, no deja de observar otro hecho particular que también han destacado varios historiadores, a diferencia de Europa, después de cada etapa de caos, guerra civil y fragmentación, el estado chino se reconstituyó, “como si siguiera una inmutable ley de la naturaleza”. Ninguno de los demás imperios de la antigüedad o de la modernidad han sobrevivido al paso del tiempo. Roma nunca más se levantó de sus cenizas; pero China sigue allí.
Otro aspecto interesante que destaca es cómo su aislamiento relativo del resto del mundo fomentó entre sus élites “la idea de que su país era único”.
Efectivamente, la concepción tradicional de China la refleja su nombre, cuya traducción literal es “Reino Medio” o “Estado Central”. Este es un claro reflejo de la idea en la cual ese pueblo se considera a sí mismo, y no sin razón, como el primero de la tierra. Durante milenios sus gobernantes y habitantes se acostumbraron a considerarse en el centro del mundo, a los grupos humanos al otro lado de sus fronteras como bárbaros incivilizados y a ningún otro reino o Estado a su mismo nivel.
Esto tiene sentido si se considera el hecho de que, tal como lo destaca Kissinger, durante 18 de los últimos 20 siglos China fue mucho más poblada y avanzada que cualquier otra estructura política del planeta. Y, por supuesto, hasta la revolución industrial mucho más rica que los estados europeos.
Se ha especulado que, tal vez, sea esta la razón por la cual en su breve etapa de exploraciones navales la dinastía Ming, pese a su superioridad náutica, nunca intentó establecer colonias, ni sojuzgar a pueblos lejanos o convertirlos a su cultura, filosofía y religión. El autor concuerda con este juicio y la atribuye a que: “China nunca mantuvo un contacto continuo con otro país sobre la base de la igualdad por la simple razón de que en ningún momento coincidió con otra sociedad de magnitud comparable”.
Observa, además, que toda esa concepción se ha encontrado imbuida tradicionalmente por la filosofía confuciana, en la cual, para los emperadores, por una ley de la naturaleza (“El Mandato del Cielo”) la relación con los pueblos colindantes no suponía confrontación. Era preferible que no fuera así.
“Al igual que Estados Unidos, China consideraba que ejercía una función especial. Nunca propugnó, sin embargo, la idea estadounidense del universalismo para difundir sus valores en todo el mundo. Se limitó a controlar a los bárbaros que tenía en sus fronteras”, dice Kissinger.
Y agrega: “Los emperadores chinos creían que era poco práctico pensar en ejercer influencia sobre países a los que la naturaleza por desgracia había situado a una gran distancia (…) En la versión china del excepcionalismo, este país no exportó sus ideas, sino que dejó que los demás se desplazaran en busca de ellas”.
Kissinger ve reflejadas esas actitudes en la política exterior de la China del siglo XXI.
Sin embargo, esta tendencia cíclica de la historia china tuvo una alteración traumática cuando en el siglo XIX el imperio Qing, la última dinastía, chocó con los bárbaros europeos que venían del mar. Estos nuevos invasores, con una tecnología militar superior, impusieron “los tratados desiguales”. Una experiencia humillante para la orgullosa y milenaria civilización que dejó un resentimiento hacia los extranjeros que todavía perdura. Kissinger no duda en afirmar que ello abonó el camino para el ascenso de Mao. Este nuevo líder, en nombre del marxismo/leninismo, una ideología foránea, concibió la política como una lucha constante contra los enemigos externos e internos.
No obstante, tal como había pasado antes, China asimiló las nuevas ideas, las absorbió y las cambió. En la práctica, el régimen del partido comunista se ha transformado, y se comporta, como otra dinastía, temerosa de perder ante los ojos de sus súbditos el “Mandato del Cielo”.
Esta última transformación es parte del espectacular cambio del que Kissinger fue testigo, incluso actor, a lo largo de los últimos cincuenta años de su vida y cuya versión nos comparte. El alejamiento de China del bloque soviético; la famosa visita de Richard Nixon a Pekín en 1972, que él ayudó a organizar; la apertura económica de Deng Xiaoping y el vertiginoso ascenso como la segunda potencia mundial; así como la compleja relación de acercamiento y rivalidad con Estados Unidos.
Al final del libro Kissinger deja abierta una interrogante inquietante: ¿La competencia entre China y Estados Unidos es similar a la que protagonizaron el Reino Unido y Alemania y que desembocó en las dos guerras mundiales? ¿Una potencia en ascenso y una dominante intentando no ser desplazada?
Su reflexión al respecto no es fatídica. Los mismos errores no tienen que repetirse fatalmente, pero advierte los riesgos de la rivalidad entre las dos superpotencias. Su sugerencia es que los dos países ganarían más cooperando.
Dicho lo cual, salta a la vista que Kissinger no es objetivo. Este es un tema que lo toca en lo personal. Haber contribuido en “abrir” China al mundo es parte del legado que evidentemente reivindica. Como uno de los pocos líderes extranjeros que se reunió con cinco generaciones de líderes comunistas, desde Mao hasta Xi Jinping, y que en vida era considerado como un amigo por los gobernantes chinos, es cuidadoso en sus juicios. Es muy vago al considerar la masiva hambruna provocada por el Gran Salto Adelante, las persecuciones ocurridas durante la Revolución Cultural o la represión contra el movimiento estudiantil de la Plaza de Tiananmen.
No obstante, lo anterior no descalifica la obra; sus observaciones acerca de las tendencias históricas que mueven a ese gigantesco país son agudas, y sus advertencias para un futuro, que sabía no podía ver, de una actualidad impresionante.
A lo largo de su vida visitó más de 100 veces China, la última vez en julio de 2023 a los 99 años de edad, pocos meses antes de fallecer, demostrando tener mejor acceso a los dirigentes chinos que cualquier otro político occidental o los altos funcionarios del gobierno estadounidense.
En esa ocasión el presidente Xi Jinping lo recibió en Pekín casi como a un jefe de Estado y dijo que: “China nunca olvidará a nuestros viejos amigos”.