Pedro Benítez (ALN).- Es una alianza de carácter político-económico que empezó con las FARC en Colombia, saltó a la Cuba de Fidel Castro, y ya en este siglo al régimen de Hugo Chávez en Venezuela. Ahora como un virus se reproduce, y no por casualidad, en el convulsionado Chile.
¿Cómo ha sido posible que el país latinoamericano con el más rápido crecimiento económico de las últimas tres décadas, que ha cuadruplicado su renta per cápita y bajado la pobreza de 40% a 8% en el mismo periodo, con el más alto de Índice de Desarrollo Humano de la región y el mayor nivel de movilidad social (hasta hace un año) de los países de la OCDE, con una de las democracias más sólidas del mundo, haya caído en dos meses de convulsión social? Esa es una de las grandes interrogantes sobre lo ocurrido en Chile.
Varias teorías se han asomado. ¿La más difundida? Una conspiración movida desde Venezuela. La destrucción casi simultánea de 19 estaciones del metro de Santiago, así como la aparente coordinación en la ola inicial de saqueos y disturbios dieron pie a la teoría de la conspiración de la que en un momento el propio gobierno chileno se hizo eco.
Pero luego de semanas continuas de disturbios y destrucción de la propiedad pública y privada, sin evidencias que respalden esa teoría, es obvio que algo muy profundo está detrás de la explosión de violencia que está viviendo esa sociedad. Poco a poco ha salido a la luz un factor clave, hasta ahora ignorado por las autoridades de ese país: el poder social que ha logrado el tráfico ilícito de drogas.
Contrario a la que se sostenía públicamente, Chile no es un país de paso para el narcotráfico, sino que por el contrario una de las consecuencias de su ascenso económico ha sido el aumento en el consumo de narcóticos y el consiguiente fortalecimiento de bandas delictivas que han contribuido a alimentar desde octubre pasado los tumultos violentos que han sacudido las principales ciudades de ese país.
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¿Hasta dónde el narcotráfico ha penetrado en la sociedad chilena? Es algo que está por verse. No obstante, hay algunos datos que pueden dar una idea.
El comentarista político y presentador de radio y televisión chileno Tomás Mosciatti acaba de recordar los conflictos que dentro del Partido Socialista (el mismo de Salvador Allende) han traído las acusaciones de penetración del narcotráfico. Concretamente aquellas que llevaron a la expulsión de ese partido del alcalde de la comuna (municipio) de San Ramón, en el área metropolitana de Santiago, Miguel Ángel Aguilera, por presuntos vínculos con el narco en 2017.
El asunto ha afectado profundamente al socialismo chileno pues el alcalde en cuestión mantiene su influencia en el mismo por medio del clientelismo político, según han denunciado dirigentes socialistas en el más reciente proceso interno para renovar sus autoridades.
De modo que a la presunta relación del narcotráfico con espacios del poder político y económico en Chile (como ha ocurrido en otros países de Latinoamérica) se agrega su participación en la violencia social. Un coctel peligroso.
Sobre este hecho la izquierda borbónica chilena (esa que ni aprende ni olvida), compuesta por el Frente Amplio y el Partido Comunista, guarda silencio. Lo hace por cálculo puesto que su objetivo hoy es fracturar el sistema político de ese país, y de ser posible desalojar del Palacio presidencial de La Moneda a Sebastián Piñera; por las buenas o por las malas, así sea coincidiendo tácita y tácticamente con el narco. Es un hecho público y notorio.
Esas organizaciones le han aportado legitimidad política a una espiral de violencia en la que el narco (como se sabe hoy) tiene papel más que importante.
Lo alarmante del asunto es que la candidatura del Frente Amplio obtuvo 20% de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2017, y el Partido Comunista fue parte de la alianza del último gobierno de la presidenta Michelle Bachelet.
Y he aquí un conector que vincula a esa izquierda con el chavismo y el castrismo: está tan persuadida de que su razón moral es superior a las de sus adversarios (a los que considera enemigos) que no tiene absolutamente ningún inconveniente en aprovecharse de esta situación.
En 2017 el periodista brasileño Leonardo Coutinho publicó su libro: Hugo Chávez, o espectro, un trabajo de investigación de las vinculaciones del régimen del expresidente venezolano con el narcotráfico internacional. Esto que hace pocos años era una teoría sostenida por muy pocos en Venezuela, hoy se da como un hecho cierto, verificado y documentado. ¿Era Hugo Chávez entonces un narcotraficante como Pablo Escobar o El Chapo Guzmán? Según la tesis de Coutiño no. En su análisis Chávez se alió con el narco para combatir a su máximo enemigo ideológico: Estados Unidos.
De paso daba cobertura a sus aliados de la insurgencia colombiana, también involucrada en el negocio ilícito, y se aportaba unos ingresos adicionales. Pero ocurrió que entre sus lugartenientes (que luego heredaron el poder) esa ilimitada e impune fuente de ingresos avivó la codicia.
¿En quién se inspiró Chávez para instrumentalizar al narcotráfico como parte de su proyecto político continental? En el sumo sacerdote de la izquierda mundial: Fidel Castro.
El líder cubano ya había intentado lo mismo en los años 80 del siglo pasado, sin mucho éxito por lo visto, puesto que estaba bajo la mirada atenta del imperio norteamericano. Chávez, al frente de un país con más recursos y con una geografía más extensa que Cuba, dispuso de mayor margen de maniobra.
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De modo que, así como hizo él, no es de extrañar que otros sectores políticamente afines al castrismo cubano sigan el ejemplo de coquetear políticamente con el narco.
¿Quiere esto decir que la penetración política del narcotráfico es exclusividad del sector más radical de la izquierda latinoamericana? En lo absoluto. Como se ha visto en México, Colombia y Centroamérica esa actividad no tiene ideología y se colude con políticos de uno y otro bando ideológico.
Pero la izquierda borbónica justifica y racionaliza sus vínculos amparada por su razón moral. Exactamente como hicieron en su día Fidel Castro y Hugo Chávez.
Como hemos visto, en Chile (ya Colombia pasó dolorosamente por eso) el narco tiene una potencial capacidad de desestabilización del régimen político establecido. Es lo que el ala más radical de la izquierda chilena está descubriendo.