Juan Carlos Zapata (ALN).- Hace 20 años, Clinton y Chávez tuvieron dos encuentros. ¿Qué ocurrió en esas entrevistas? Ahora comienzan a aparecer pistas que arrojan luz sobre lo que era “luna de miel” y terminó en distancia, desamor. ¿Cuál es la historia de esa relación?
La primera reunión entre Hugo Chávez y Bill Clinton estuvo a punto de no producirse. Chávez se encontraba en Madrid. Estaba de gira por el mundo en calidad de presidente electo de Venezuela cuando el equipo recibió una llamada mediante la cual un funcionario del Departamento de Estado informaba que el encuentro corría el riesgo de cancelarse si Chávez mantenía el propósito de visitar La Habana. Puesto al tanto de la situación, Chávez, sin pensarlo dos veces, respondió que la cita con Fidel Castro era inaplazable. Más tarde, recibiría la confirmación de que Bill Clinton lo iba a atender en Washington.
Tan informal el encuentro que Clinton entró a la sala con una lata de Coca-Cola light. “Eso no es recibir a nadie”
Dos reuniones sostuvieron Chávez y Clinton. La primera en diciembre de 1998, en la Casa Blanca, en una sala continua al Despacho Oval, y la segunda en septiembre de 1999, en la sede de la ONU, Nueva York. De la de Washington no hay registro público de lo que allí se dijo y de cuál sería la impresión del presidente de los Estados Unidos ante aquel que era todavía una incógnita para líderes y países del mundo; incluso para la potencia mundial. Disponemos de algunas versiones de los acompañantes de Chávez. Y del insólito enamoramiento con Chávez del que fuera embajador en Caracas, John Maisto. De la segunda, la exsecretaria de Estado de Clinton, Madeleine Albright, aporta detalles en su reciente libro, Fascismo. Una Advertencia. Y queda claro que entre una y otra entrevista, Chávez todavía resulta un misterio, indescifrable o tal vez inclasificable para la diplomacia de los Estados Unidos. Y esto a pesar de que en 1999, la palabra y los hechos, delataban hacia dónde se encaminaba. Y esto resulta curioso si se toma en cuenta –en el libro hay suficientes pruebas de ello- que Albright es una aguda observadora de las situaciones, y también de los personajes. De hecho, cuando acompañó a Clinton en su viaje a Caracas en octubre de 1997, se percató, con acierto, de que al país lo estaba conduciendo un grupo de ancianos que más que política hacían “chapuzas” desde el Gobierno. Por un lado, el presidente Rafael Caldera había sustituido a otro anciano, Ramón J. Velásquez, que ocupó el cargo de manera interina cuando fue defenestrado Carlos Andrés Pérez en 1993. Por el otro, Caldera se sostenía en el poder en buena parte gracias al respaldo que le proporcionaba otro anciano, Luis Alfaro Ucero, jefe del principal partido de oposición, Acción Democrática.
El primer encuentro
Una vez electo el 6 de diciembre de 1998, Chávez emprendió una gira que comenzó en Brasilia, siguió por Buenos Aires, Santa Marta y Bogotá, Colombia. ¿Por qué Santa Marta? Porque el 17 de diciembre se conmemora la muerte del Libertador, y Chávez quería rendirle tributo a Simón Bolívar ese día en el preciso lugar de la muerte. Allí lo esperaba el presidente Andrés Pastrana. Se conocieron. Chávez se dirigió a unos grupos de izquierda que lo esperaban. Viajó con Pastrana a Bogotá en el avión presidencial. En el vuelo, Pastrana le ofreció un wisky que despreció pero que a pedido del embajador de Venezuela, Fernando Gerbasi, se tomó, ya que lo otro significaba desairar al anfitrión. «Chávez dijo yo no tomo, y se terminó tomando tres wiskies», recuerda Gerbasi. Horas después ya estaba de vuelta a Caracas. El primero de enero de 1999 designaba a José Vicente Rangel como canciller, un cargo para el que quería al entonces embajador en Chile, Alfredo Toro Hardy, a quien descartó para no enfrentar, todavía, a quien era el hombre que lo convenció de dejar atrás el abstencionismo y participar en las elecciones, acogiéndose a las reglas y el ventajismo de los partidos del estatus. Ese hombre se llamaba Luis Miquilena. Era un viejo líder con medio siglo en la política. Tuvo razón. Chávez ganó. Después romperían, en 2002. La gira continuó en los primeros días de enero de 1999. Siguió por Madrid, París, Bonn, Roma, Las Azores, Ottawa y La Habana. Este era el punto. La Habana. Fidel Castro. Era la segunda vez que el líder cubano lo recibía. La primera cuando salió de la cárcel en 1994. Entonces Chávez, con el estigma de golpista derrotado, en el discurso que pronunció en la Universidad de La Habana, prometió que volvería en otras circunstancias y en otras condiciones. Y, en efecto, allí estaba de nuevo, victorioso. Castro lo recibiría con honores de Estado, igual como lo hizo la primera vez. En esta oportunidad era otro Chávez con proyecto de poder que insistía en compartir en privado con Castro. O Castro lo secuestra, bien dice Enrique Alvarado. Alvarado era el funcionario que el presidente Caldera había designado para que no sólo le organizara la gira sino que también acompañara a Chávez y lo ayudara en esos asuntos a veces delicados del protocolo internacional. Alvarado era, a la sazón, secretario de relaciones del Palacio de Miraflores, y estaba habituado a los procedimientos del poder. Es por ello que se atreve a afirmar que Castro lo secuestró. Tanto así que de Caracas arriban Luis Miquilena y José Vicente Rangel y Chávez no les presta atención, teniendo en cuenta quiénes eran. Sus mentores electorales. Hasta La Habana también había viajado el presidente de Colombia, Andrés Pastrana, por lo que se desarrolla una reunión privada a tres. En Bogotá acordaron esta cita con Castro. ¿Para qué? A Alvarado no le quedan dudas que para hablar de las FARC y el rol de Chávez y Venezuela y, por supuesto, de Cuba y Castro, en lo que serían las conversaciones de paz. Alvarado estaba en Madrid y también fue testigo de la llamada del Departamento de Estado. Ahora Chávez miraba de cerca a La Habana. Regresarían a Caracas para volver a México; y otra vez Caracas con la hoja de ruta, ahora sí, marcando el viaje a Washington y ver a Clinton. Alvarado también estuvo allí.
Clinton en Caracas
Y estaba cuando Clinton con Hillary y Albright visitaron Caracas y a Caldera. Clinton fue un vendaval de simpatía. Clinton casi rompe el protocolo aquel 13 de octubre en el Panteón Nacional, al término de colocar una ofrenda floral ante el sarcófago que guarda los restos de Simón Bolívar. La gente que se acercó lo quería tocar, y le daba la mano, y él correspondía con sonrisas, y extendía el brazo, y saludaba con una mano, con la otra mano, con ambas manos, y estrechaba manos, y la sonrisa siempre allí. En 1997 el país estaba saliendo de lo más profundo en que había caído de una seguidilla de crisis: los golpes de Estado de 1992; la defenestración del presidente Carlos Andrés Pérez; la crisis financiera de 1994 y 1995 que se llevó medio sistema financiero, inflación y devaluación. Y por allí rondaba Chávez. Se metía por los llanos. Por los Andes. Por Caracas. Entretanto, Clinton fue una aparición. Una bocanada de aire fresco. Caldera había lanzado con su ministro estrella, Teodoro Petkoff, la Agenda Venezuela. La confianza retornaba, paso a paso, pero retornaba. Clinton dijo en uno de los discursos: “Venezuela está chévere”, y esta frase fue titular de primera página como de primera página las fotos, una serie de fotos, de Clinton desternillado de la risa, demostrando que la estaba pasando bien. “Hubo química entre Caldera y él”, recuerda Alvarado, como química hubo entre John Kennedy y Rómulo Betancourt en diciembre de 1961, sólo que en las 23 horas, Clinton se limitó a Caracas mientras que Kennedy viajó al interior donde vio los avances de la reforma agraria y del plan de viviendas que adelantaba el primer gobierno de la democracia. Kennedy vendía la Alianza por el Progreso y Clinton la nueva alianza hemisférica. Con Kennedy la emoción no llegó al punto de desbordar, pero Jackie cosechó aplausos cuando se dirigió al pueblo en perfecto español. En la residencia oficial de La Casona le es ofrecida a Clinton y a Hillary una recepción amenizada por Diana Patricia que interpretó el éxito del momento, La Macarena. Y había que verle la cara a Hillary y a Bill Clinton mientras Diana Patricia bailaba y cantaba. Y había que vérsela también a esa señora de cara muy seria llamada Madeleine Albright, que sin embargo, movía el cuerpo al ritmo de la música.
Fernando Egaña era el viceministro de la Secretaría de la Presidencia, encargado por el gobierno de Caldera de coordinar la visita. Por los Estados Unidos, el embajador en Caracas, John Maisto, y una funcionaria que enviaron de la Casa Blanca. “Era ella quien tramitaba las decisiones”, recuerda Egaña. ¿Cómo se organiza una cita de esta envergadura? Primero se negocian los sitios a visitar. La fecha se decide –al menos en este caso- un mes antes. De Washington llega primero una avanzada. La del presidente. Después otra, la de la primera dama. Lo estudian todo. Cada lugar. El equipo de Clinton solicitó ubicarse en el Hotel Caracas Hilton. El equipo de prensa en el Hotel Tamanaco. El servicio secreto se coordinaba con los enlaces de la Fuerza Armada. Toda la comitiva sumó 1.747 personas, de las cuales la mitad, dice Egaña, sobra. Apunta que la organización es farragosa, fastidiosa. Porque el servicio secreto quiere mirarlo todo. La inspección del despacho presidencial y del comedor de La Casona casi se transforma en un incidente diplomático. A sólo minutos de la cena en la que actuó La Macarena, se les permitió la inspección. Trajeron dos carros presidenciales y ambos carros se echaron a perder. Uno subiendo la autopista a Caracas desde el aeropuerto y el otro en el Palacio de Miraflores. Clinton y Hillary no iban en el carro que se dañó. La pareja estaba siendo trasladada en helicóptero hasta la base militar de La Carlota en el corazón de Caracas, donde por razones de seguridad se le brindaron los honores correspondientes. Los organizadores se llevaron un susto porque los equipos de sonido no funcionaban. El técnico manipuló algo y entonces se hizo la voz. Era el mismo micrófono que utilizó el presidente George Bush cuando visitó a Carlos Andrés Pérez en 1990. Potus era la palabra clave para los equipos de seguridad. A Enrique Alvarado le sorprendió que cuando los agentes de seguridad se comunicaban, la llamada iba primero a Washington para luego retornar a Caracas. En el acto en el Palacio de Miraflores –en el que se firmaron los acuerdos de ocasión- el ministro Petkoff le entregó a la secretaria de Estado su libro Checoslovaquia, el socialismo como problema. Albright es de origen checo. Los padres de Petkoff, búlgaros. Su padre se desempeñó como diplomático checo. La familia salió al exilio primero por causa del nazismo y después por el comunismo. Petkoff y Albright tenían de qué hablar, y hablaron por un buen rato. El comisionado para el combate de las drogas, Carlos Tablante, llegó esa tarde del 15 de octubre al restaurante El Campanero ubicado en el este de Caracas, donde anunció a quienes le esperaban en la mesa, que jamás se lavaría la mano derecha que Clinton le había estrechado. No sólo le estrechó la mano, sino que lo felicitó en el discurso por el trabajo desempeñado.
Ahora es 1998 otra vez. Y quien da cuenta del encuentro en la Casa Blanca es Ignacio Arcaya, otra cuota de Miquilena en el poder. Arcaya llegó a ser ministro de Interior de Chávez. Era uno de los que acompañaba a Chávez en enero de 1999. Si bien no estuvo presente en el petit comité, se enteró por los comentarios que hicieron los otros. Arcaya aseguró que Chávez no fue recibido en el Despacho Oval sino en una sala contigua. De esa manera, apuntó, se establecía lo más parecido a una especie de encuentro casual. “Son formas que se cuidan en los protocolos”, dijo Arcaya, quien en 2000 sería el embajador en la ONU. “Así el visitante se va contento”. Tan informal el encuentro que Clinton entró a la sala con una lata de Coca-Cola light. “Eso no es recibir a nadie”. En la comitiva que acompañaba al presidente electo, además de Arcaya, figuraban Alvarado, el general Lucas Rincón Romero, el embajador de Caldera en Washington, Pedro Luis Echeverría, el periodista Martín Pacheco y el médico de Chávez, porque había salido de Caracas con diarrea y llegó a Washington con diarrea y no pudo atender la invitación de David Rockefeller para que hablara ante un selecto grupo de empresarios. Rockefeller había apoyado también a Carlos Andrés Pérez en 1989. Jonh Maisto, el que era embajador cuando la visita de Clinton a Caracas, ahora se desempeñaba como vicesecretario para Asuntos Hemisféricos, también se encontraba en la Casa Blanca. Arcaya dijo que Chávez comenzó a explicarle a Clinton lo que iba a hacer. Alvarado, que sí estuvo en la sala con el traductor y Echeverría, recuerda que Chávez dijo que requería del respaldo de Estados Unidos con los organismos multilaterales con el fin de aliviar el problema de la deuda. Según Arcaya, la conversación no se demoró más de cinco minutos. Según Alvarado, 10. Chávez llevó, por indicación de Caldera, un libro sobre Simón Bolívar que allí mismo dedicó a Clinton. Antes de retirarse, entró en el tema del conflicto de Colombia, señalando que Venezuela y Estados Unidos podían aunar esfuerzos en aras de encontrar una solución. Allí insistía con este punto, lo cual coincide con la apreciación de Alvarado sobre la cita en La Habana con Pastrana y Castro. Clinton no habló. Más tomó Coca Cola. Más sonreía. Clinton escuchaba al que prometía. En cambio Clinton no se comprometió cuando Chávez le señaló que como tenía que volver a los Estados Unidos “me gustaría que nos volviéramos a ver”. Clinton dijo que buscaría un espacio en la agenda. No hubo oportunidad.
La luna de miel del segundo encuentro
Toda esta historia es pertinente, en perspectiva. Y le da plena vigencia el libro de Madeleine Albright. Porque ella explica cómo se desarrolló el segundo encuentro en la ONU. Chávez había hablado en la ONU. Chávez pronunció un discurso que hay que recordar. Ya lo he citado en un texto reciente aquí en ALnavío: “Era la fecha del primer discurso de Chávez en la ONU, el 21 de septiembre de 1999. Y, para descargo de Clinton y Albright, fue toda una pieza en vista de la novedad del personaje y lo que proponía. En su intervención, habló de un proceso de transición democrático, humanista, en paz, explicó cómo la Constituyente iba a producir una nueva Constitución y un nuevo pacto y modelo político que comenzaría con el nuevo milenio, dijo que en ese modelo podían convivir mercado y Estado, actores privados e inversión extranjera, habló de un relanzamiento ético del país, anunció la creación del Poder Moral con el fin de acabar con el origen de la crisis que era la corrupción, y dijo que todo el proceso de transformación se produciría en democracia y que en tal sentido todos los pueblos del mundo podían estar tranquilos. Era la repotenciación de Venezuela”.
Hugo Chávez manipula desde la muerte
Sin embargo, ya Chávez había cargado contra el Congreso de la República. Chávez estaba imponiendo la Asamblea Constituyente. Chávez había presionado a la Corte Suprema de Justicia. Chávez ya había pateado, en marzo anterior, a Gustavo Cisneros. Chávez estaba a punto de disponer de la nueva Constitución. Y el nuevo modelo, bien lo dijo allí, se iniciaría con el nuevo milenio. El nuevo modelo daría pie a una Venezuela repotenciada. Chávez estaba “desplumando el pollo”. Es una metáfora que Albright toma prestada de Benito Mussolini. Que el poder hay que tomarlo como se despluma a un pollo. Pluma por pluma para que la totalidad no se percate de lo que ocurre. El canciller Rangel observaba a Chávez con ojos de no puede ser desde el lugar que corresponde a la delegación. Allí estaba un Chávez seguro, coherente, hablándole al mundo, cosechando aplausos, atronadores aplausos. Era como si Chávez hubiera aprendido todas las lecciones. Es la misma impresión que tuvo Alvarado meses antes. Chávez no necesitó, recuerda, de instrucción alguna para entenderse con los mandatarios que visitó. Ahora Chávez, él mismo, en la ONU, se daba cuenta de que lo había hecho bien. Que había superado con creces su primera gran prueba global. Tenía casi un año entrenándose en el país en largas cadenas de radio y televisión. De hecho, en la ONU se le ve eufórico. No encuentra qué hacer con las manos. No cabe en el traje. Palmotea al funcionario de protocolo que lo invita a sentarse y las delegaciones ríen y aplauden. Ya sentado, se mueve, mira a los lados, se estruja las manos. Se siente ganador.
Escribe Madeleine Albright que Chávez en una primera visita a Nueva York en junio de 1999, “se esforzó en mantener distancia respecto al ‘populismo irresponsable’. Aseguró a todos sus interlocutores que no era un ideólogo, pero se dio ínfulas de visionario y prometió devolver la gloria a su país sacándolo de la pesadilla del estancamiento y la deuda”. Más o menos sobre eso versó la primera reunión con Clinton. Y parte del discurso de la ONU. Y parte de la segunda conversación con Clinton. Agrega la exsecretaria de Estado que “a nosotros –a Clinton y a ella- nos aseguró que su plan consistía en desplegar un cúmulo de medidas financiadas con el petróleo para que las familias de ingresos más bajos pudiesen disponer de alimentos, vivienda, atención sanitaria, formación laboral y escuelas primarias. Para ello había pensado diversificar la economía del país, atraer inversión extranjera y convertir el Gobierno en un auténtico servidor del pueblo”. Esos temas también los abordó en el discurso de la ONU, más el de la corrupción y el rescate ético del país. Entonces Albright señala un aspecto que hay que subrayar: Que “Clinton era uno de los pocos que podía coincidir con Chávez palabra por palabra, y por eso le había llamado la atención como me la había llamado a mí”. ¿Era el mismo Clinton de diciembre de 1998 y octubre de 1997? ¿Era la misma Madeleine Albright? Acaso el recuerdo de los viejos haciendo chapuza y no política significaba un contraste más que evidente al lado de Chávez. “Creímos hallarnos ante un líder joven y apasionado que además quería solucionar los problemas del país, alguien que había aprendido de los errores del pasado y que deseaba ganarse el respeto del mundo”. Aquí no hace falta agregar que Chávez hizo lo contrario de lo que imaginaron Clinton y Albright aunque hizo lo que en realidad quería. Imponer el modelo en el que creía. Un modelo fracasado. Las consecuencias saltan a la vista.
Puesto al tanto de la situación, Chávez, sin pensarlo dos veces, respondió que la cita con Fidel Castro era inaplazable. Más tarde, recibiría la confirmación de que Bill Clinton lo iba a atender en Washington
En todo caso, esta segunda impresión se fue al garete a los pocos meses. En realidad no era sólo una impresión. Albright escribe “luna de miel”, y se recordará que Maisto apuntaba que a Chávez había que juzgarlo por lo que hacía y no por lo que decía. Y de las palabras a los hechos, en diciembre de 1999, a raíz de la tragedia de Vargas, el litoral cercano a Caracas, un deslave que cobró miles de víctimas, Chávez rechazó la ayuda que le ofrecía su amigo Clinton. Confiesa que fue ella la que tomó la iniciativa de llamar al mandatario y al cabo decidir el envío de ayuda. Maquinarias y soldados, centenares de marines e ingenieros. El plan era, al menos, construir una carretera y actuar en operaciones de rescate. El ministro de la Defensa de Venezuela se inclinaba por la ayuda. El ministro era el general Raúl Salazar, quien venía de ser agregado militar en Washington. Al mes, sería removido del cargo y enviado como embajador en Madrid. Ya cuando el buque iba navegando es que, señala Albright, Chávez declaró que se aceptaría la carga pero no el personal. “Como no estábamos dispuestos a seguir sin saber cuál sería el destino de nuestra ayuda, dimos orden a la embarcación de que regresara”.
Por qué se rompió el amor
¿Qué pasó? Toda suerte de conjeturas se aventuraron entonces. Que de entrar los marines no saldrían jamás. Que la Fuerza Armada no estaba de acuerdo. Que fue Fidel Castro el que llamó a Chávez y lo instruyó en la dirección que tomó. Que José Vicente Rangel respaldó la oposición de Chávez y Luis Miquilena, en cambio, no observaba problema en ello. Miquilena había sido el presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, de donde saldría la nueva Constitución. Miquilena ya decía que Fidel Castro le había sorbido el cerebro a Chávez. Faltará muy poco para que Miquilena le recomiende a un banquero que lo fue a consultar sobre si vendía o no vendía el banco, que venda: Vende porque Chávez va por otro camino.
¿Qué puede explicar la conducta de Chávez? ¿Por qué rechazó la ayuda? ¿Dónde puede estar la clave de todo esto? En otro libro. En la Autobiografía de Fidel Castro escrita por el disidente cubano Norberto Fuentes.
Cuatro décadas atrás, abril de 1959, Fidel Castro viaja a Nueva York por reuniones múltiples. Es el comandante victorioso y también es una incógnita. Fuentes recrea ese viaje. Las reuniones con agentes de la CIA. Con periodistas. Con Richard Nixon. Con gente diversa. Con los funcionarios de la embajada de Cuba. Reuniones, por supuesto, con los funcionarios que integran la comitiva que son los que le anuncian que Estados Unidos está dispuesto a ayudar. A conceder dinero. “Que están locos por darte hasta el culo”, escribe Fuentes que dijo Felipe Pazos, entonces presidente del Banco Nacional de Cuba. Pero Castro que no. Que no es el tiempo. Sin embargo, toda aquella operación sirvió para medir. En efecto, medir a los más interesados en que la ayuda se concretara. En esa conducta se delataban, pensaba Castro. En esa actitud se desnudaban. De qué lado estaban. De qué lado podían estar. Hacia dónde podían inclinarse de llegarse a situaciones comprometidas con los Estados Unidos. Lo mismo pensaría Chávez del general Salazar y de Miquilena. Y de los oficiales que siguieron la voz del ministro de la Defensa. Por los días de la tragedia de Vargas, Venezuela, una parte de Venezuela, está votando y aprobando la nueva Constitución. Ya con el poder en la mano, Chávez puede desautorizar al ministro de la Defensa, y puede encarar a los oficiales que lo secundaban en recibir la ayuda. Y podía estar anticipando cómo sacudirse a Miquilena porque de hecho, a Miquilena se le lleva al poco tiempo a la silla de los acusados por un caso de presunta corrupción que no prosperó en el Tribunal Supremo de Justicia. Siguiendo el esquema de Fuentes con Castro, se infiere que Chávez mide al Estado Mayor. Y mide a la dirigencia política que tiene al frente. Mide a Miquilena. Mide a Rangel. No es casual que Miquilena rompa con Chávez en 2002 y Rangel se quede hasta el final, hasta con Nicolás Maduro. A su regreso a La Habana, Castro ejecuta cambios urgentes en el Gobierno.
En el libro de Fuentes hay otras razones por las que Fidel Castro se niega a recibir la ayuda. Que el dinero iba a abultar los bolsillos de la burguesía nacional. Porque ese dinero se iba a transformar en contratos. En negocios. Para los burgueses nacionales y los burgueses norteamericanos. No, qué va. Si ya con Cisneros había tenido la experiencia del empresario que quiere influir en el Gobierno. Si ya Chávez ha arremetido contra los empresarios, señalándolos de haber gozado de privilegios y de complicidades con el estamento político que había derrotado, en una reunión a la que los había convocado en el Palacio de Miraflores y en la que hizo esta salvedad: Usted no, señor Mendoza, usted es muy joven. El señor Mendoza es Lorenzo Mendoza, el dueño del Grupo Polar, contra quien, pasados los años, arremetería también. Norberto Fuentes, que estuvo en el poder, en el anillo del poder castrista, agrega que al negarse a la ayuda, Castro también limitaba el accionar de los ministros, del presidente del Banco Nacional, de todos aquellos funcionarios de su primer Consejo de Ministros, que al fin y al cabo iban a administrar los recursos y, administrándolos, se iban a crecer, se iban a fortalecer. Pues no. Nada de ayuda. Y lo mismo diría Chávez. Si entran los marines, ¿quién se lleva los honores? La Fuerza Armada. Aquella Fuerza Armada con nexos estrechos con los Estados Unidos. La misma Fuerza Armada que al cabo de tres años lo echaría del poder. Hay otro punto. Que no está en Fuentes ni en Albright sino en la reciente historia de Venezuela: los intereses de Castro. Los intereses del castrismo. Al poder de La Habana le favorecía la discordia con los Estados Unidos. Si por fin el acceso a la riqueza petrolera que le negó el presidente Rómulo Betancourt en 1959 estaba al alcance, lo primero era crear fricciones con la Casa Blanca. Por ello, el consejo de Castro no podía ser otro que el de cuidado con los marines, y ni loco Chávez permitas que lleguen a la costa venezolana.
Puede que toda esta interpretación no sea del todo exacta. Sin embargo, hay demasiadas coincidencias en el camino. El Castro, según Fuentes, que le decía al agente de la CIA lo que quería escuchar quizá sea el mismo Chávez que le decía a Clinton lo que quería oír. Escribe Albright que “los déspotas no suelen revelar sus intenciones y los representantes que empiezan gobernando bien tienden a convertirse en dirigentes autoritarios cuanto más tiempo permanecen en el poder”. Después vino la expulsión de la DEA de Caracas. Y la consecuencia sería el incremento del tráfico de drogas en Venezuela. Y después los insultos. Y el imperio enemigo. Y la revolución antimperialista y la Fuerza Armada antimperialista. Y el pueblo que defendería la soberanía nacional rodilla en tierra. Todo, “llevado por la fobia contra Washington”, señala Albright en el libro. O porque como dijo el presidente Barack Obama: A Chávez “le encantaba ser percibido como un enemigo furibundo de los Estados Unidos”.