Miguel Sebastian (ALN).- La polémica ha acompañado la ratificación en el Parlamento español del Tratado de Libre Comercio entre Canadá y la Unión Europea (CETA). El cambio de liderazgo en el PSOE ha modificado el voto de su grupo parlamentario. Pero más allá de la pugna ideológica, hace falta más debate económico sobre este y otros acuerdos comerciales.
La ratificación en el Parlamento español del Tratado de Libre Comercio entre Canadá y la Unión Europea (CETA), aprobado en febrero por el Parlamento Europeo, ha provocado una fuerte polémica en España, que incluso ha trascendido fronteras. La raíz de la polémica es estrictamente política. La votación en el Parlamento español ha coincidido con el cambio de liderazgo en el principal partido de la oposición, el PSOE, que ha modificado el voto esperado de su grupo parlamentario. En febrero, los 14 socialistas españoles votaron por unanimidad a favor del CETA, pese a que el Grupo “Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas” del Parlamento Europeo había dado libertad a sus 189 miembros para votar en uno u otro sentido. El Tratado se aprobó con el apoyo de 408 europarlamentarios, el 60% del total.
Al llegar la hora de la ratificación por el Parlamento español, se esperaba que el PSOE mantuviera en España la misma posición defendida en Estrasburgo. Sin embargo, la nueva presidenta del PSOE anunció, a través de su cuenta de Twitter, que no iban a apoyarlo y finalmente la nueva ejecutiva socialista, tras una reunión que incluyó a los principales sindicatos, decidió abstenerse en la votación del Parlamento español.
La raíz de esta discusión es estrictamente política. Más allá de la pugna ideológica, hace falta más debate económico sobre este y otros acuerdos comerciales
Dicha posición no supondrá el rechazo en la Cámara Baja española, dado que el PP, Ciudadanos, PNV y otros votarán a favor. Pero ha supuesto un fuerte malestar en las instituciones europeas, que estuvieron ocho años trabajando en la redacción de este Tratado y fueron incluyendo numerosas salvaguardas, tanto medioambientales como sociales y laborales, a iniciativa principalmente de los socialistas europeos. También ha abierto un debate sobre el posible giro del “nuevo PSOE” hacia posiciones defendidas hasta ahora por Podemos, y cuáles pueden ser las implicaciones para la gobernabilidad del país de este presunto giro.
La polémica, en efecto, ha sido muy política, y no se ha entrado en profundidad en el debate económico que subyace al rechazo de este y otros tratados de libre comercio. Curiosamente, en la profesión de economistas hay una extraña “casi unanimidad” a la hora de defender la superioridad del comercio libre frente al proteccionismo. Sin embargo, esta inusual posición académica casi unánime no se ha trasladado a todos los grupos políticos. Así, los partidos de la izquierda anticapitalista, los ecologistas radicales, la extrema derecha proteccionista y los nacionalistas y eurófobos se han posicionado en contra.
No olvidemos que, hace unos meses, el nuevo presidente de EE.UU. congeló la aprobación del TTIP (Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones), que se venía negociando desde 2013 entre la UE y los EE.UU., rechazó de plano el TTP (Acuerdo TransPacífico de Cooperación) entre 12 países de América y Asia, y decidió denunciar el NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) entre EE.UU., Canadá y México, vigente desde 1994.
Más allá de los argumentos ideológicos, en los que no entro, para rechazar todos estos tratados, ¿cuáles son los argumentos económicos? A continuación enumero algunos de ellos:
1. “El comercio mundial es un juego de suma cero”. Es decir, hay ganadores con el comercio, pero también hay perdedores, de forma que el intercambio no genera “riqueza neta”. Hay multitud de modelos teóricos, desde David Ricardo hace dos siglos hasta nuestros días, que refutan esta idea. La evidencia empírica es también bastante concluyente. En el Gráfico 1 presento la evolución del PIB mundial y del Comercio Mundial desde 1980 hasta la actualidad. En estos casi 40 años, el fuerte crecimiento del comercio mundial ha ido de la mano del crecimiento de la economía global en su conjunto. El uno ha alimentado al otro y no ha habido “juego de suma cero”.
Desde 1980 el PIB mundial en términos reales se ha multiplicado casi por cuatro, y el comercio mundial casi por siete, lo que evidencia que el uno ha interactuado con el otro y lo ha reforzado. Sabemos que puede ser tramposo presentar la correlación de dos variables que tienen tendencia. Por ello, en el Gráfico 2 presento las tasas de crecimiento, que no tienen tendencia, de ambas variables. Su correlación no sólo es positiva, sino que es muy elevada, superior a 0,7.
Si el comercio mundial fuera un juego de suma cero, la correlación entre ambas variables debería ser nula, y en el diagrama de dispersión debería aparecer una nube de puntos, sin una forma definida. Pero lo cierto es que los puntos se alinean claramente en torno a una recta de pendiente positiva y muy significativa. Es verdad que correlación no implica necesariamente causalidad. ¿Pero qué hubieran dicho los detractores del comercio mundial si esa correlación hubiera resultado ser nula o negativa?
2. “El comercio mundial favorece a los países ricos y perjudica a los pobres”. Según este argumento, la globalización favorece la desigualdad mundial. “Los países ricos externalizan su producción hacia los países emergentes, aprovechando sus menores costes laborales, y posteriormente comercializan sus productos desde la metrópoli, cargando unos márgenes excesivos sobre los bienes producidos, que luego venden a las economías menos desarrolladas, condenándolas a un empobrecimiento”. No hay ninguna teoría económica que sustente este razonamiento desde el punto de vista de la optimización y racionalidad económica. Y tampoco parece que acompañe la evidencia empírica. En el Gráfico 3 se presenta la tasa de crecimiento del PIB real, tanto de los países desarrollados como de los países emergentes, desde 1980 hasta la actualidad.
En los años 80 el crecimiento de los países emergentes no fue muy diferente al de los países desarrollados, en torno a un 3% medio anual. Sin embargo, desde los años 90, y coincidiendo con la firma de numerosos tratados comerciales y con el boom del comercio mundial, el crecimiento del PIB real de los países desarrollados se ha frenado, mientras que el de los países emergentes se ha acelerado. En efecto, desde 1990 y hasta la actualidad, los países desarrollados han crecido a un ritmo medio anual del 2%, y los países emergentes lo han hecho a un ritmo del 5%, casi el triple. Por tanto, la globalización ha reducido las desigualdades cuando éstas se consideran a escala mundial.
Si del crecimiento del PIB real descontamos el crecimiento de la población, es decir, tomamos en consideración el crecimiento de la renta real per cápita, el resultado se mantiene e incluso se refuerza. En efecto, si construimos un índice de renta per cápita relativa entre los países emergentes y desarrollados, ha habido una clara convergencia en renta per cápita entre ambas áreas del mundo. El Gráfico 4 recoge este índice de renta per cápita relativa de los países emergentes en relación a los desarrollados, que siempre toman un valor igual a 100.
Durante los años 80, la práctica igualdad del crecimiento real del PIB y el mayor crecimiento de la población provocó una divergencia entre la renta per cápita real de los países emergentes y los desarrollados. Los emergentes tenían en 1980, en promedio, un 15% de la renta per cápita de los países ricos. Durante los años 80 hubo un retroceso relativo, hasta alcanzarse un 12,5% en 1990. Pero desde entonces, y coincidiendo con el fenómeno de la globalización, se han recortado las distancias y hoy en día los países emergentes alcanzan un 24% de la renta per cápita de los países desarrollados, el doble de lo que representaba en 1990.
3. “Los tratados comerciales implican una igualación a la baja de los estándares sociales, laborales y medioambientales”. Dada la evidencia contraria a los dos argumentos anteriores, entiendo que los detractores de la globalización se refugien en este argumento, cuya evidencia empírica es más complicada de rebatir, y mucho menos para un artículo periodístico. Pero pensemos en algunas evidencias de integración comercial. ¿Alguien puede pensar que los estándares medioambientales, sociales y laborales de México se han mantenido en estos 20 últimos años? ¿Acaso no han mejorado? ¿Y se ha producido un deterioro o “igualación a la baja” de Canadá o los EE.UU. como consecuencia del NAFTA? Algo similar puede decirse de Europa y su integración comercial en la Unión Europea. ¿Alguien puede defender que los estándares medioambientales, sociales y laborales de España y Portugal no han mejorado con respecto a los que tenían hace 30 años? ¿Y se ha producido un deterioro de dichos estándares en Dinamarca, Suecia o Finlandia por su libre comercio con el sur de Europa?
Muchos seguiremos defendiendo que la globalización es un fenómeno muy positivo. El CETA es un buen ejemplo de este tipo de acuerdos
Sin duda, la globalización ha podido coincidir con una mayor desigualdad dentro de los países desarrollados, pese a que se haya reducido la desigualdad global. Pero, ¿hasta qué punto esa mayor desigualdad es achacable a la globalización y no a la rigidez de los países para adaptar sus modelos productivos y educativos a los nuevos tiempos?
Finalmente, si por un momento aceptásemos que el argumento de la igualación a la baja tiene visos de realidad, ¿cómo se aplicaría este argumento al caso particular del CETA?
Canadá ocupa el puesto número cinco del ranking de Desarrollo Humano elaborado por la ONU. España ocupa el puesto 26. ¿No deberían entonces estar alarmados y protestando los canadienses porque este Tratado les supone un riesgo de “igualación a la baja” de sus estándares sociales, laborales y medioambientales? ¿Por qué protestan los españoles y no los canadienses?
El debate económico está abierto y debe profundizarse en él, rebajando en lo posible los prejuicios políticos e ideológicos. Muchos seguiremos defendiendo que la globalización es un fenómeno muy positivo, siempre que se introduzcan criterios de gobernanza, tanto internacional como nacional, que impliquen que no se abandonen determinados estándares de equidad y de respeto al medio ambiente como los que hemos logrado históricamente en buena parte de los países desarrollados. El CETA es un buen ejemplo de este tipo de acuerdos.