Aníbal Romero (ALN).- El avance de varios tanqueros iraníes hacia Venezuela, llevando en sus entrañas la gasolina que el régimen de Nicolás Maduro necesita angustiosamente, ha llevado a algunos a establecer paralelismos entre la situación actual y lo ocurrido en 1962, cuando Estados Unidos y la entonces Unión Soviética se asomaron al abismo de la guerra nuclear. El detonante de la llamada “crisis de los misiles” fue la instalación secreta en la isla de Cuba, a 90 millas de Estados Unidos, de misiles nucleares soviéticos con capacidad de golpear buena parte de las más importantes ciudades del coloso norteamericano.
A tantos años de distancia es natural que los detalles de esta confrontación se hayan perdido para muchos entre las brumas del olvido, en tanto que para otros la crisis se esconde en el más oscuro vacío histórico. Por ello es importante ubicar lo entonces ocurrido en su contexto político, y explicar el desafío estratégico específico en que la temeraria acción soviética colocó a los decisores en Washington y en especial al presidente John F. Kennedy.
Confiamos que esta tarea permita aclarar las muy significativas diferencias entre lo acontecido en 1962 y cualquier escenario de enfrentamiento que pueda plantearse hoy en el Caribe, con respecto al tema de los tanqueros de Irán y su destino venezolano.
Es clave tener presente que la crisis de los misiles se produjo sólo dos años después de que Kennedy, candidato del partido Demócrata, resultase electo Presidente, a raíz de una ruda campaña en la que derrotó por estrecho margen a su rival Republicano, Richard Nixon. En el curso de la contienda electoral Kennedy utilizó como argumento de ataque político, entre otros, la denuncia según la cual el gobierno que finalizaba, presidido por Dwight Eisenhower y en el cual Nixon sirvió como Vicepresidente durante ocho años, había permitido que se generase una “brecha misilística” o ”missile gap” entre Estados Unidos y la URSS, una brecha que favorecía a la superpotencia comunista. Tal panorama, sostenía Kennedy, colocaba a su país es una peligrosa posición de inferioridad estratégica frente a su poderoso adversario, haciéndole vulnerable al chantaje nuclear.
Ahora bien, la verdad es que no existía tal “brecha”, aunque con ello no intento ahora afirmar que Kennedy mintió deliberadamente en su campaña. Probablemente no lo sabía a ciencia cierta. El asunto era espinoso, estaba rodeado de incertidumbre y las informaciones a que un político de oposición podía acceder eran como mínimo confusas. Desde la perspectiva estratégica, como procuraré explicar, el tema estaba además sujeto a un debate teórico plagado de especulaciones y suposiciones que todavía hoy suscitan controversias. Lo cierto es que las denuncias de Kennedy le llevaron, una vez instalado en la Casa Blanca, a acelerar todavía más el programa misilístico estadounidense, un programa que ya superaba en cantidad y calidad el de la Unión Soviética.
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El plan de Nikita Kruschev
De manera que lo paradójico de todo este asunto es que cuando ascendió Kennedy a la presidencia, Estados Unidos llevaba una relevante ventaja sobre la URSS en cuanto a capacidad nuclear se refiere. El principal dirigente de la Unión Soviética en ese tiempo era Nikita Kruschev, el hombre que se había atrevido a denunciar los crímenes de Stalin durante el famoso congreso del partido Comunista de 1956. Kruschev estaba intentando para entonces mejorar las paupérrimas condiciones de vida del pueblo soviético, que todavía soportaba sobre sus hombros las secuelas de la guerra contra Hitler y el nazismo. El punto clave del proyecto de Kruschev era concentrar los esfuerzos económicos de la URSS en bienes de consumo para la gente, desviándoles parcialmente de la perenne focalización en el desarrollo armamentista. Dicho en otros términos, el plan de Kruschev, lejos de basarse en el crecimiento de las fuerzas nucleares se dirigía más bien a aumentar el bienestar de la población.
En otra de sus ironías, el curso de la historia hizo por tanto que marchasen en paralelo, de un lado, el empuje misilístico estadounidense, y del otro la reducción temporal de los esfuerzos de la URSS en el terreno nuclear. Todo esto tuvo consecuencias que desembocaron directamente en la crisis de Cuba en 1962. Pero con el fin de comprender cabalmente qué estuvo en juego y por qué fue tan importante, debo ahora realizar algunas precisiones acerca de la estrategia nuclear de las superpotencias enfrascadas en la Guerra Fría.
Las potencias y la carrera del terror
Los Estados Unidos y la URSS nunca fueron a una guerra directa entre ellas. Sin embargo se amenazaron con una posible guerra de aniquilación mutua a lo largo de varias décadas, desde aproximadamente la mitad de la década de los años 50 y hasta la caída del Muro de Berlín y la posterior disolución oficial de la Unión Soviética, el 25 de diciembre de 1991. La amenaza de aniquilación se sustentaba sobre el llamado “balance nuclear”, el cual a su vez descansaba en la capacidad de sobrevivir a un ataque por sorpresa del enemigo, impidiéndole acabar con el sistema nuclear propio, aunque la sociedad como tal fuese devastada.
Se esperaba que en vista de que un primer ataque por sorpresa podía destruirte pero no desarmarte, el enemigo se enfrentaba a la seguridad de que sufriría un ataque igualmente demoledor como respuesta. El balance nuclear era, como se le llamó, un balance de terror: si tú me destruyes yo también te destruiré.
Sé que esto suena complicado y me apresuro a asegurar a los lectores que tales conceptos fueron producto de un arduo trabajo teórico, y no surgieron de manera súbita. Procuraré desglosarles, pues es la única forma de dar una respuesta válida a la pregunta sobre qué originó la crisis de 1962.
Lo que impidió que Estados Unidos y la URSS usasen armas nucleares entre sí durante la Guerra Fría fue la idea de “destrucción mutua asegurada” o “mutual assured destruction” (MAD). Esto quiere decir lo siguiente: Si Moscú decidía atacar por sorpresa a Estados Unidos, o viceversa, causando enorme devastación, el agredido podría responder y hacer al otro lo mismo, pues la capacidad de destruir al enemigo como sociedad organizada no incluía la capacidad de desarmarle. En otras palabras, una parte importante de las fuerzas nucleares podría sobrevivir a un primer ataque, pues se hallaban protegidas ante la sorpresa, colocadas en silos o escondites subterráneos reforzados, o en submarinos surcando los océanos. Por ello carecía de sentido, visto el problema racionalmente, que Moscú o Washington desatasen un primer ataque, ya que el agredido mantendría en pie fuerzas nucleares suficientes para dar una respuesta demoledora con su propio ataque. Sin duda todo esto es horrible, y no en balde tales nociones fueron sintetizadas con el acrónimo MAD o “locura”. Sin embargo, fue una locura que en gran medida inhibió a ambos bandos y les hizo reflexionar antes de arrojarse al foso.
Lo que pasó en 1962 fue, en apretada síntesis, que Kruschev y los altos mandos militares soviéticos llegaron a la conclusión de que Estados Unidos, con su acelerado programa armamentista en el campo nuclear, se había provisto de las capacidades para realizar contra la URSS un primer ataque por sorpresa con misiles intercontinentales de gran alcance, destruyendo igualmente, desde el propio territorio norteamericano, una parte sustancial de los misiles de igual categoría, pero en cantidad muy inferior, que para entonces poseía la URSS.
A ojos de los dirigentes soviéticos, Washington había adquirido o estaba cercano a hacerlo. La capacidad de un primer ataque, que no sólo acabaría con la URSS como sociedad organizada sino que la desarmaría, dejándole sin los medios para responder, lo cual equivalía a quedar vulnerable ante el chantaje nuclear. Ese primer ataque tal vez no se iba a producir, pero la capacidad de llevarle a cabo con credibilidad, dada la superioridad de las fuerzas propias, era suficiente para fracturar el balance psicológico, que era la médula espinal de MAD.
Aparecen Fidel Castro y Cuba
En este contexto de miedos, hipótesis y especulaciones, la novedosa alianza con Fidel Castro y su revolución le presentó a los soviéticos una alternativa tan inesperada como riesgosa. Si bien era un hecho que Estados Unidos había adelantado mucho su programa de misiles intercontinentales, colocando a la URSS, al menos en teoría, en un terreno de peligrosa desventaja, Moscú poseía sin embargo un significativo arsenal de misiles de alcance medio (MRBM, o medium range ballistic missiles), y de alcance intermediario (IRBM o intermediate range ballistic missiles). Tales misiles no tenían suficiente alcance para golpear a Estados Unidos desde territorio soviético, y habían sido desarrollados más bien para una nueva e hipotética guerra en Europa. No obstante, los MRBM e IRBM soviéticos, una vez trasladados por mar y desplegados operacionalmente en la isla de Cuba, se hallarían a tan sólo noventa millas de Florida, con la capacidad de amenazar buen número de ciudades norteamericanas y tal vez hasta de contemplar eventualmente un primer ataque, destinado a desarmar al temido adversario.
Debo insistir en que estas conjeturas, que sin duda parecen absurdas en vista de sus implicaciones, jugaban y quizás aún juegan un papel destacado en el diseño y despliegue operacional de las fuerzas nucleares de los países que las poseen. A mi modo de ver, de acuerdo con lo que he podido investigar, la motivación de Kruschev, presionado como estaba por la alarma de los militares soviéticos, fue restituir un equilibrio que parecía haberse roto y para lo cual el “portaviones estático” de la isla de Cuba ofrecía una solución, aparentemente muy cómoda.
No necesitaba Kruschev adelantar una carrera armamentista frente a Washington, que le haría desviarse de sus metas económicas; le bastaba con ubicar sus misiles de corto alcance en la isla caribeña, contando para ese propósito con la anuencia de un Fidel Castro que, según sugieren las crónicas de la época, no entendía a plenitud lo que significaba una guerra nuclear o no le importaba demasiado.
En resumen, a Kruschev le pareció que colocar sus misiles de corto alcance en Cuba le ahorraría miles de millas y muchos millones de rublos (la moneda soviética), apaciguando a sus inquietos jefes militares, tomando a Kennedy por sorpresa y confrontándole con un fait accompli o hecho cumplido.
Creyó Kruschev que Kennedy no tendría más opción que admitirlo resignadamente, pero las cosas no marcharon como lo ansiaba el dirigente soviético. Su movida era esencialmente defensiva, tramada con el propósito de restaurar un balance nuclear que desde la óptica soviética se había perdido.
Pero Kennedy no estaba al tanto de saber esto ni en condiciones de conceder a sus adversarios el beneficio de la duda. No podemos cuestionar a Kennedy por haber reaccionado como lo hizo, corriendo los grandes riesgos que corrió. Desde su punto de vista, la acción de Kruschev era de una inconcebible temeridad. La provocación de desplegar misiles con capacidad nuclear a 90 millas del estado de Florida, y de intentar hacerlo en secreto, no podía en modo alguno ser percibida por los decisores estadounidenses de manera distinta a como lo fue: como un desafío intolerable que a su vez representaba una amenaza existencial a la seguridad nacional de Estados Unidos. No podía Kennedy, ante la evidencia de los misiles soviéticos instalados en Cuba, ponerse a realizar cálculos matemáticos acerca del presunto desequilibrio en el balance nuclear y las posibilidades de un primer ataque exitoso contra la URSS, o viceversa. La situación no era académica sino dramática, en un sentido muy real y apremiante.
No voy a narrar aquí los eventos que tuvieron lugar, desde el momento en que aviones-espía norteamericanos descubrieron los misiles en Cuba y el momento en que los mismos fueron retirados por orden de Kruschev, enfrentando según se ha comentado las objeciones de Fidel Castro, quien deliraba en su deseo de un combate decisivo contra el odiado enemigo “imperial”. Considero sin embargo de interés rememorar que el acuerdo al que llegaron Kennedy y Kruschev incluyó la promesa estadounidense de no invadir la isla de Cuba, compromiso que Washington ha cumplido hasta el día de hoy. Kennedy también aceptó retirar los misiles tipo “Júpiter”, que para entonces Estados Unidos tenía instalados en Turquía, un país miembro de la OTAN. Tales misiles ya estaban obsoletos y el gesto tuvo un carácter fundamentalmente simbólico, pero le dio a Kruschev algo más, a cambio de su humillante retirada. No le sirvió de mucho pues sus antagonistas en los mandos comunistas soviéticos le destituyeron de su posición dominante y lo enviaron a su casa.
El relato que he hecho me conduce a las siguientes conclusiones:
En primer lugar, la crisis de los misiles de 1962, con su epicentro en la isla de Cuba, fue el punto más cercano al apocalipsis nuclear al que hasta el día de hoy ha llegado la humanidad.
En segundo lugar, la crisis fue el producto de una serie de decisiones muy complejas, basadas casi sin excepción en cálculos teóricos más bien inciertos, en percepciones erradas, prejuicios ideológicos y psicológicos, así como en acciones sustentadas sobre apuestas mal concebidas.
En tercer lugar, se trató de un conflicto visto por ambas superpotencias como algo que involucraba intereses vitales, por los que era necesario asumir riesgos extremos.
Nada que se asemeje a lo anterior está presente hoy, en lo que se refiere a los tanqueros iraníes y su carga de gasolina, destinada a alimentar por unas semanas las menguadas energías del régimen de Nicolás Maduro, un régimen que demuele y envilece todo lo que toca.
No están en juego en esto los intereses vitales de Washington, ni de Rusia o China. No está presente el riesgo de una guerra termonuclear. Todos los participantes en esta especie de charada, mediante la cual el régimen dictatorial de un país petrolero le envía gasolina a precio de oro a la dictadura de otro país petrolero, están conscientes de lo que se encuentra en juego, y del carácter transitorio y secundario de un episodio que engrosará la historia de dislates que ha acabado por sembrar inmensa desolación en la sufrida Venezuela.