Sergio Dahbar (ALN).- Un libro descubre de qué manera Sir Arthur Conan Doyle creó a Sherlock Holmes, detective de la deducción. Y un experto en su obra muere estrangulado tras la pista de sus archivos ocultos.
Nunca se sabe qué golpe del azar va a resucitar a un mito de la cultura popular. Puede ocurrir en cualquier momento. El ensayista Michael Sims publicó una gema inesperada, Arthur y Sherlock, editado en castellano por Alpha Decay. Es una historia de las influencias que ayudaron a forjar una criatura literaria inmortal: Sherlock Holmes. Quizás el personaje más cinematográfico, después de Cristo, Tarzán y Drácula.
Michael Sims rastreó los años en que Arthur Conan Doyle estudió medicina en la Universidad de Edimburgo. En ese tiempo era amigo de Robert Louis Stevenson, y ambos profesaban admiración por Joseph Bell, escocés y precursor de la medicina forense.
Bell poseía un enorme carisma. Diagnosticaba pacientes fijándose en detalles que escapaban a la rutina médica más obvia. Se detenía en la profesión, en el aspecto físico, en la manera de vestirse y de hablar y de moverse, en los hábitos alimenticios, de quienes asistían a consulta. Observar la rutina del enfermo le ofrecía conocimientos para entender qué le pasaba y cómo había que abordar su cura.
Stevenson se dio cuenta de que a la hora de dibujar a un héroe de ficción, Conan Doyle escogió a Joseph Bell para construir la personalidad y los tics de Sherlock Holmes
Stevenson fue el primero que se dio cuenta de que a la hora de dibujar a su héroe de ficción, Conan Doyle escogió a Joseph Bell para construir la personalidad y los tics de Sherlock Holmes. Michael Sims llegó a la misma conclusión. Su estudio arrojó una riqueza singular, bien anotada por Carlos Fresneda en estas líneas que siguen.
“Sims descubre trazas del detective más famoso de todos los tiempos en el profeta Daniel, en el filósofo Zadig de Voltaire, en el espadachín D’Artagnan de Alejandro Dumas, en el zoólogo Georges Cuvier, en el precursor de la novela negra Émile Gaboriau, en el señor Bucket de Charles Dickens en La casa desolada, en La piedra lunar de Wilkie Collins y hasta en el estrambótico Príncipe Florizel de Bohemia de Las nuevas mil y una noches de Stevenson (que pudo haberse inspirado también en el inefable profesor Joe Bell de Edimburgo)”. Una genealogía de cuidado.
Este médico escocés, Arthur Ignatius Conan Doyle, dio un paso en 1887 que cambió su vida. Había fundado una clínica sin suerte: en sus ratos de ocio escribió cuatro novelas y 56 relatos, reconocidos hoy como un planeta de la literatura universal, todo un canon holmesiano.
Nadie pudo prever la influencia ni el alcance de las andanzas de Sherlock Holmes. T. S. Eliot anotó que “quizás el más grande de los misterios es que cuando hablamos de Holmes invariablemente caemos en la fantasía de creer que es real”. Arthur Conan Doyle llegó a sentirse desconsolado, porque mientras más real parecía su detective, menos existía su autor.
Muchos han intentado descifrar su encanto. Quizás el vicepresidente de General Motors, Edgar W. Smith, haya dado con algo: “Lo vemos como la expresión más fina de nuestra urgencia de pisotear el mal. Él es Galahad y Sócrates, trae excitantes aventuras a nuestras aburridas existencias, así como calma y lógica judicial a nuestras mentes sesgadas. Él es el éxito de todos nuestros fracasos, la valiente fuga de nuestro cautiverio”.
No cabe duda de que se convirtió en un culto: 260 películas, 25 programas de televisión, un musical, un ballet, un burlesque y 600 emisiones radiales. Holmes inspiró la creación de películas, tiendas de souvenirs, estampillas, así como hoteles, giras y cruceros temáticos. Sus seguidores gustan reunirse en salones victorianos. Hay actores (Jeremy Brett) que se han vuelto locos: en el manicomio gritaba “Maldito seas, Holmes”.
La ‘maldición’ de Conan Doyle
De esa fauna hay un caso que resulta prodigioso. Richard Lancelyn Green, uno de los expertos en Sherlock Holmes que entregó su vida para concluir la biografía definitiva del padre del investigador del 221B de Baker Street. Estos archivos estaban valorados en cuatro millones de dólares y desaparecieron en 1930, poco después de la muerte de Arthur Conan Doyle.
Por años Green intentó echarle la mano a esos archivos. Acumuló tantos documentos diversos, que tomaron más de un mes su organización y traslado en 12 camiones. Su trayectoria vital es la saga de un hombre con una sola idea y que al fracasar toma una decisión desesperada.
La noche del 26 de marzo de 2004 cenó con un amigo -más tarde se supo que era su amante de siempre, Lawrence Keen; una relación que había mantenido oculta-. Estuvo nervioso. Mencionó que lo seguían. Que un americano quería hacerle daño. Llamó por teléfono a su hermana, Priscilla West, y le encomendó que guardara tres números telefónicos. Habló con un reportero del Times y le contó que algo podía pasarle en cualquier momento.
Green simuló un asesinato para desaparecer de la manera más literaria posible. Y empezó a sembrar su entorno de sospechas, de amenazas, de coincidencias dudosas
Al día siguiente encontraron a Green muerto en su cama, rodeado de libros, con un cordón de zapato en el cuello y una cuchara de madera como torniquete. Había muerto por estrangulamiento. En el contestador telefónico habían cambiado el mensaje de siempre y ahora aparecía una persona con acento estadounidense que decía: “Lo siento, no estoy disponible”.
“Maldición de Conan Doyle cae sobre experto en Holmes”, escribieron los tabloides sensacionalistas. Hubo fanáticos que buscaron en las tramas policiales de sus textos alguna clave que permitiera entender la súbita muerte de Green.
Su hermana siempre supo que todo era menos complejo de lo que aparentaba. Quizás porque había leído a Holmes: “No hay nada más engañoso que un hecho obvio”. Richard Lancelyn Green quería los archivos que la familia de Conan Doyle deseaba vender por millones de dólares. En ese intento un americano, abogado que defendía los derechos literarios en Estados Unidos y que además era un fanático de su obra, convenció a la familia de que olvidara las peticiones de Green. Era muy rígido. Y lo dejaron fuera.
Esta fue la estocada que lo enloqueció. Green simuló un asesinato para desaparecer de la manera más literaria posible. Y empezó a sembrar su entorno de sospechas, de amenazas, de coincidencias dudosas.
Quizás no es recomendable obsesionarse con un mito popular. Y menos con uno como Sherlock Holmes, experto en venenos, que toca el violín, boxea como un estibador y es filoso con la espada. Conoce las leyes de Inglaterra, pero no ha oído hablar de Thomas Carlyle. Un hombre obsesionado con la cocaína, que escribe sobre la vida de las abejas, la forma de la oreja, la diferencia entre las cenizas de distintos tabacos, o la influencia de los oficios en la forma de las manos.