Pedro Benítez (ALN).- Entre las diversas conclusiones que se pueden sacar de la cuestionada elección parlamentaria que se realizó en Venezuela el pasado 6 de diciembre, hay dos en particular a tomar en cuenta. En primer lugar, la evidente erosión del voto chavista, que a su vez es consecuencia del deterioro en la capacidad de control social por parte del Estado-Partido que el expresidente Hugo Chávez intentó instaurar en su día. En segundo término, el avance en el proyecto personal de Nicolás Maduro de perpetuarse en el poder sepultando, precisamente, al chavismo.
Aunque es muy difícil saber a ciencia cierta cuál fue la participación real en la cuestionada elección parlamentaria que se realizó en Venezuela el pasado 6 de diciembre, los resultados emitidos por el propio Consejo Nacional Electoral (CNE) no pueden ocultar la evidente erosión del voto chavista.
Desde la última reelección presidencial de Hugo Chávez en 2012 el voto de la base política que heredó Nicolás Maduro (según los datos del CNE) no ha dejado de caer elección tras elección.
Entre la elección presidencial de octubre de 2012 y la de abril de 2013 (Nicolás Maduro contra Henrique Capriles) la alianza chavista denominada Gran Polo Patriótico perdió 700.000 votos. En las parlamentarias de 2015 se le esfumaron otros dos millones. De esas parlamentarias a las del domingo pasado otros dos millones para llegar a un piso de 3,5 millones de votos, bastante lejos de los 8,1 millones de 2012 y todavía más de los 10 millones que el mismo Chávez se impuso como meta en algún momento.
Por su parte, el voto opositor venezolano ha sido más volátil. De un ascenso constante en las grandes elecciones nacionales desde 2010 en adelante (parlamentarias o presidenciales) a disminuir en las regionales y locales. O como ha ocurrido desde diciembre de 2017, a diluirse en la abstención.
Pero lo que los números ponen de manifiesto es la progresiva erosión de la capacidad de control social por parte del Estado-Partido instaurado por Hugo Chávez. La debacle económica, fundamentalmente de la industria petrolera, le ha pasado su factura al régimen aunque no lo haya desalojado del poder.
Lo que Chávez y sus asesores ideológicos comenzaron a idear a partir de 2003 fue el establecimiento de una hegemonía sociopolítica sobre la sociedad venezolana que pasaba por controlar casi todos los aspectos de su vida cotidiana, empezando por la alimentación. La obsesión por expropiar tierras, empresas comerciales e industriales vinculadas al agro, cadenas de distribución de alimentos, importaciones e insumos, respondía a ese propósito.
Por eso mismo se llevaron a cabo a partir de 2005 grandes nacionalizaciones de empresas de todo tipo, como las de electricidad o las vitales telecomunicaciones. La idea era poner a todo el país a depender del Estado-Partido chavista.
Alrededor del mismo se empezó a impulsar nuevas formas de organización social siempre dependientes del control estatal. Fundos zamoranos, comunas, ciudades socialistas y comunales. Se comenzó a experimentar con monedas alternativas o el trueque para empezar a quebrar la cultura consumista venezolana.
Los controles de cambio y de precios eran parte del mismo esquema. De hecho, Chávez llegó a reconocer que el control de cambio tenía un propósito político, no económico.
Siguiendo las recomendaciones de asesores como Marta Harnecker, Heinz Dieterich, Juan Carlos Monedero, u otros menos conocidos enviados por Fidel Castro, el chavismo empezó a imponer un lenguaje en la vida cotidiana de los venezolanos por medio de una intensa propaganda, ampliando la red de medios de comunicación oficiales (se gastó muchísimo en eso), sacando del aire a aquellos medios con una línea crítica, y haciendo continuas cadenas de radio y televisión. Los cambios de las efemérides, de la propia versión de la historia nacional y de símbolos como la bandera o el escudo, todo tenía el objetivo de implantar una hegemonía social y cultural eterna. Garantizar la fidelidad por la vía de la dependencia, sumisión o persuasión cultural de la abrumadora mayoría de la población. Por eso aquella consigna de conseguir 10 millones de votos.
El modelo de país a seguir era Cuba. Ese era el sueño de Chávez. El mar de la felicidad cubano.
En el papel la condición de petro-Estado de Venezuela era ideal para conseguirlo. Bastante avanzaron en ese propósito, hasta el punto que Maduro luego de siete años de desastres económicos, sociales y humanitarios sigue en el poder.
Un nuevo modelo de poder
Pero todo eso se ha ido deteriorando de la mano de la debacle nacional del 2013 a esta parte. La consecuencia es que desde 2019 el régimen comenzó a mutar hacia un nuevo modelo de poder que Maduro ha ido diseñando con el propósito de perpetuarse en el poder. Sin rivales, ni dentro ni fuera del chavismo.
Un modelo en el cual se entierra el proyecto del socialismo del siglo XXI (del cual no se ha hablado más en Venezuela) y se cambia por otro más pragmático, “más realista”. Uno en el cual el camino a seguir no es Cuba sino China, Rusia o Turquía. Un autócrata en la cúspide rodeado de una trama de intereses económicos privados, pero controlados. Aliados. Con una oposición sometida, cooptada o reducida a la irrelevancia. Con unas masas depauperadas a las que se ‘clienteliza’ con el único fin de que se movilicen en los procesos electorales rituales que legitimen internacionalmente el modelo. Este es el sueño de Maduro. Es su proyecto.
En ese sentido la cuestionada elección parlamentaria ha sido para Maduro un paso más en ese propósito, parte de los planes que lo llevarán a su nueva reelección presidencial. Todo se supedita a eso.
Sin embargo, no está de más recordar que en política los resultados tienden a estar lejos de los planes iniciales. Fue lo que a Chávez le pasó.