Nelson Rivera (ALN).- De la lectura del libro ‘La cocina y los alimentos’ se deriva que la comida ha viajado por el mundo desde tiempos inmemoriales. Pero no solo viajado. Muchos alimentos se han establecido e incorporado como propios, aunque hayan llegado de otras regiones del planeta. Promueven el encuentro entre los hombres de las más variadas culturas. En definitiva, fueron los primeros agentes de intercambios globales.
André Gide decía que la erudición era un método del espíritu: abordar lo viejo como si fuese nuevo. Quien fuese capaz de redescubrir lo conocido, fortalecería su capacidad de almacenar conocimientos, porque la erudición es indisociable de la cantidad: acumulación de muchos saberes, provenientes de muchas materias. Profesionales de los datos escriben enciclopedias sobre los armamentos usados en la Segunda Guerra Mundial o sobre las más de 25.000 islas que conforman el archipiélago malayo. Pero ésta, La cocina y los alimentos. Enciclopedia de la ciencia y la cultura de la comida (Penguin Random House Mondadori, España, 2016), ha sido concebida de modo tal, que resulta mucho más que una mera acumulación de datos: un extenso tratado del modo en que procesamos y consumimos los alimentos, y los dispersamos por el mundo.
Los saberes que nos prodigan estas páginas son incalculables y provienen de todas partes. Nos cuenta que en la familia de la lechuga -el sunchoke o alcachofa de Jerusalén, el salsifí, la escorzonera y la bardana- abundan los hidratos de carbono. Que el cilantro y el culantro pueden distinguirse. Que la técnica del confit, originada en la Antigüedad, consiste en preservar la carne cocida enterrándola bajo una gruesa capa de grasa sin aire. Que hay un modo altamente eficiente para eliminar el pellejo de los frutos secos.
Que son varios los métodos para licuar las salsas. Que la musculatura del pescado, de naturaleza translúcida, se torna opaca cuando le aplican tratamientos como la marinación en ácidos. Que hay un cereal de nombre triticale, fruto del cruce artificial del trigo y el centeno. Que hay todo un campo de conocimientos relativos a la elaboración de masas, que depende de cómo se usen las harinas provenientes de los cereales de distintas geografías.
Múltiples culturas
Cuando se revisa en el índice los títulos de los 15 capítulos que lo conforman, la primera sensación es la de estar en presencia de un compendio informativo convencional: un enorme listado descriptivo de más de 900 páginas. Pero esta presunción se despeja apenas se ingresa en el primer capítulo dedicado a la leche y los productos lácteos: la nata, la mantequilla, el yogurt, la margarina, el helado de nata y, por supuesto, esa maravilla de la civilización que es la inmensa familia de los quesos.
La erudición de Harold McGee -norteamericano nacido en 1951, autoridad mundial en la química de los alimentos- se hace patente en la diversidad de su abordaje: la historia y los usos culinarios, la materialidad de los alimentos y sus comportamientos fisicoquímicos, los procesos de cocción y las clasificaciones biológicas, recetas de otros tiempos (un ejemplo: una salsa que se utilizaba en Roma para acompañar a los mariscos llevaba pimienta, ligústico, perejil, menta, laurel, malabatro, mucho comino, miel, vinagre y pasta de pescado), las cuestiones nutricionales y sus efectos en la salud, las técnicas de preparación y la utilísima develación de algunos hechos que nos sorprenden, a los que apenas sabemos desempeñarnos en la cocina.
Sabores que cruzan mundo
Por encima de todo, La cocina y los alimentos contiene una insinuación del mundo. A través de la relación que los humanos hemos establecido con los alimentos, se han originado preparaciones, técnicas culinarias y una paleta de sabores, de vastedad simplemente incalculable. Este incomparable libro de McGee -se trata de una edición aumentada y actualizada en 2004, con respecto a la primera versión de 1984- asoma al lector a esa vastedad.
Los alimentos han viajado por el mundo desde tiempos inmemoriales
Invita a cruzar la superficie e ir más a fondo en la comprensión de lo que ingerimos. De su lectura se deriva esto: los alimentos han viajado por el mundo desde tiempos inmemoriales. No solo han viajado, sino que se han establecido y han sido incorporados como propios, aunque hayan llegado de otras regiones del planeta. Los alimentos no solo satisfacen una necesidad biológica, también promueven el encuentro entre los hombres de las más variadas culturas.
En un cuadro que resume las verduras, frutas y especies más comunes que se consumen en Occidente, sorprende la cantidad originarias en la región del Mediterráneo, que se ingerían antes de Cristo: cerezas, albaricoques, pepinos y tantas otras. Las de Asia son un poco menos numerosas.
La lista de las “nativas del Nuevo Mundo” es hoy determinante en nuestra alimentación: patatas, calabacines, pimientos, aguacates, guindillas, piña tropical, vainilla y tomates, tanto en España como en América Latina. A lo largo de los milenios los alimentos han sido cultivados fuera de sus regiones nativas, han sido incorporados a la cocina, se les ha combinado con otros dando origen a nuevas preparaciones y sabores. Mucho antes que las manufacturas, el dinero o el petróleo, los alimentos y las especias fueron los primeros agentes de los intercambios globales.