Pedro Benítez (ALN).- Corría el año 2010 cuando la legisladora regional Neidy Rosal denunció el hallazgo de 3.600 toneladas de alimentos descompuestos y en abandono importados por la empresa Productora y Distribuidora Venezolana de Alimentos (PDVAL), filial de la estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA).
Pese a que continuaron descubriéndose contenedores de comida importada en la misma condición nunca se llegó a condenar a nadie por esos hechos. Tres gerentes de la empresa fueron detenidos, para luego ser liberados. El juicio quedó en suspenso luego que 5 jueces se pelotearon el caso. Que podamos recordar, el oficialismo no se rasgó las vestiduras, ni pegó el grito en cielo por la manera irresponsable (y con claros vicios de corrupción) con que manipularon esas miles de toneladas de alimentos importados destinados a atender las necesidades de los venezolanos más pobres. Por el contrario, se desestimaron las denuncias de la oposición.
Pero el tema no paró allí. Vendrían más casos parecidos, todos originados en la desmedida codicia de ciertos funcionarios amparados desde el alto poder político. Por ejemplo, los fracasos y corrupción que caracterizaron el desempeño de la red estatal comercializadora de alimentos Abasto Bicentenario. El propio Nicolás Maduro llegaría admitir que ese proyecto “se pudrió”.
Un general activo, por entonces ministro de Alimentación, y de quien dependía la red de distribución, fue reemplazado de su cargo en enero de 2016, pero pasó a ser comandante de la Región Estratégica de Defensa Integral (REDI) del centro del país. De nada sirvieron las denuncias que contra él se profirieron, incluso por parte de un compañero de armas.
Lo más indignante es que el destape de esas ollas de corrupción ocurrieron justo antes, y durante, los años en los cuales el porcentaje de hogares pobres en Venezuela aumentaba dramáticamente de 48,4% a 87% (2014 y 2017); y los ubicados en situación de pobreza extrema (hambre) a 61,2%, según los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) elaborada por las universidades nacionales.
Nota adicional: entonces no había sanciones y Venezuela venía del mayor boom de precios del petróleo de toda la historia. En 1998 (cuando Hugo Chávez ganó sus primeras elecciones) el número de hogares en pobreza era de 45% y en pobreza extrema de 21%, según el Instituto Nacional de Estadística (INE).
Sin embargo, estas aterradoras cifras no impidieron la sucesión de un escándalo tras otro en la importación a sobreprecio de alimentos por parte del Gobierno, y mucho menos que sus responsables fueran enjuiciados y condenados. Se impuso la conocida impunidad que cubre a los allegados al poder.
Esa situación tuvo su origen en la (quizás la más) disparatada y criminal política que se le impuso a este país en nombre de la “soberanía alimentaria”, cuyo punto de quiebre ocurrió en octubre de 2010 cuando el expresidente Chávez ordenó la expropiación de Agroisleña bajo el argumento de que se había constituido en un oligopolio.
Fundada por cinco inmigrantes españoles, a principios de este siglo era la principal empresa proveedora de insumos y servicios de comercialización de los productores agrícolas venezolanos. Llegó a tener 8 silos, 60 sucursales en diversos puntos del territorio nacional y suministraba el 70% de la tecnología, los agroquímicos y las semillas que necesitaban. De paso, compraba parte de la producción a sus clientes y asistía financieramente a más de 18.000 productores.
En medio de una pequeña campaña de agitación política condenatoria de las actividades capitalistas de la empresa, el gobierno chavista ocupó sus instalaciones y le cambió el nombre por Agropatria. Sobra decir que sus propietarios nunca fueron resarcidos.
Esta medida fue parte de una política mucho más amplia y ambiciosa iniciada años antes en la que se expropiaron 4 millones de hectáreas de propietarios privados (según fuentes oficiales), 12 plantas procesadoras de harina precocida de maíz y las dos principales cadenas de auto mercados con el objetivo de “garantizar el abastecimiento de los alimentos a todo el país”.
Pese a que desde el principio Agropatria contó con privilegios a la hora de acceder a divisas para la importación, como en el caso de las otras expropiaciones su desempeño estuvo muy lejos de lo prometido.
Las consecuencias de estas políticas fueron catastróficas para la producción agrícola venezolana y para su sector agroindustrial. En particular la desaparición en la práctica de Agroisleña desarticuló las redes productivas del campo venezolano y ese fue el momento en el cual la producción agrícola del país llegó a su punto de inflexión. La falta de semillas adecuadas, de créditos y facilidades de comercialización que Agroisleña daba y que su sucesora fue incapaz de reemplazar, pese a todas las promesas.
Otra nota al margen: Aunque es muy común afirmar que Venezuela no ha producido otra cosa que petróleo, los cierto es que en 1998 el país se autoabastecía en más del 60% de sus necesidades alimentarias (en 2014 era 25%) e incluso era exportador de algunos rubros agrícolas como café, cacao, azúcar, arroz, maíz y algodón.
No obstante, proyectos como el “Plan Especial de Seguridad Agroalimentaria” de 2003, o la Misión AgroVenezuela que arrancó en enero de 2011 con el propósito manifiesto de incrementar sustancialmente la producción nacional y “convertir a Venezuela en una potencia agroalimentaria”, no lograron ninguno de sus objetivos. Tampoco el plan para incrementar en 34% la producción de maíz, arroz, leguminosas y hortalizas anunciado por el Ministerio del Poder Popular para la Agricultura y Tierras (MAT).
Otros de concepción más ideológica como los Fundos Zamoranos como pilares del socialismo agrario y el programa de agricultura urbana denominado “Agrociudad” también fracasaron.
Pero nada de esto parecía inquietar al gobierno chavista puesto que su objetivo apuntaba a dejar al sector privado como un actor irrelevante y eventualmente prescindible, y hacer que la sociedad dependiera enteramente de los canales estatales para garantizar su alimentación.
Así, en junio de 2013, Maduro aseguró ante la FAO que Venezuela tenía la red pública de alimentos subsidiados más grande del mundo con 22 mil puntos de distribución que daba cobertura al 61% de los hogares venezolanos. Casi un año antes, agosto de 2012, Carlos Osorio, por entonces ministro del Poder Popular para la Alimentación, precisaba que 16 millones y medio de venezolanos compraban sus alimentos en los 22 mil 300 establecimientos de esa red: Mercales, Pdvales, Bicentenarios, Casas de Alimentación, Panaderías, Areperas, Bodegas Móviles y Comedores Populares.
Como la mayoría de los productos que se expendían eran importados, cuando el alto ingreso petrolero no alcanzó la situación hizo crisis y (como en otros ejemplos de la historia económica mundial del último siglo) el Estado no pudo reemplazar al mercado.
El aspecto más dramático de la crisis venezolana en sus años más duros fue precisamente la carestía de alimentos. El origen de la misma fue la política expropiaciones de tierras en pleno rendimiento productivo o de empresas agro industriales; pero su punto de inflexión fue la expropiación de Agroisleña.
Según datos de la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi), 64,3% de los venezolanos perdieron 11,4 kilos en promedio de su peso involuntariamente en 2017 y aproximadamente 8,2 millones de venezolanos solo comían dos o menos veces al día.
Por primera vez en casi un siglo el hambre o el miedo a pasar hambre se convirtió en la preocupación principal de casi todos los venezolanos.
Las crecientes restricciones alimentarias de la población explicaron el pavoroso aumento de la mortalidad infantil (el grupo más vulnerable) por desnutrición que, a falta de datos oficiales, reportan organizaciones como Caritas.
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Si la situación no ha sido peor es gracias al sector privado de la economía que aún sobrevive (empresas que no fueron expropiadas como Polar), a las que la propaganda oficial no cesó de responsabilizar por “la guerra económica” y a esos humildes agricultores a los que se lo pone todo tipo de obstáculos en su labor, empezando por todas las alcabalas que a lo largo del país los extorsionan. Trabajadores a los hoy se les vitupera y amenaza, porque no han tenido la delicadeza de sacar, a pie o en carretilla, hacia los centros urbanos ubicados a cientos de kilómetros de distancia los frutos de sus largos meses de esfuerzo como consecuencia de la falta de gasolina, provocada por quienes llevan 23 años manejando el que fuera en su momento uno de los mayores y más modernos parques de refinación del mundo.
Nota de cierre: en 2018 la diputada Neidy Rosal fue inhabilitada por la Contraloría General de la República, luego de la respectiva campaña de acoso a la que fue sometida.