Rafael del Naranco (ALN).- Si algo tiene el encierro del coronavirus, es un tiempo largo para poder leer, ver televisión y aburrirse. Oír en una información que el 70% de los jóvenes españoles comienza a ver en internet pornografía a partir de los 13 años, nos lleva a la porfía que sigue sin cerrarse sobre Lolita, libro del ruso-americano Vladimir Nabókov, acusado sin sentido de plagio.
Las palabras de Humbert -personaje que cruzó la mediana edad -, en el primer capítulo de la novela son un peldaño al encuentro de la adolescente seductora y nínfula, ese ensueño hiriente y peligroso en cualquier hombre, no por lo que posea de efusión, sino de madeja o laberinto: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío”.
Escrita con una sutileza pocas veces conseguida en un relato tan escabroso sin serlo, Nabókov desnuda la pasión y la empuja a la cima axiomática, ese lugar envolvente en el cual ya no suele haber retorno.
Conocía la obra al haber penetrado en ella igualmente desde la versión cinematográfica de Stanley Kubrick, con James Mason y esa aniñada Sue Lyon.
A partir de ahí, el nombre de Lolita pasó a ser el de toda jovencita entrada en la adolescencia, provocadora y confinada en pocos malévolos años que logra seducir un hombre maduro.
Este deseo lúbrico llega a la memoria no por revivir el cronista un tiempo de fogosidad ya disipado, sino al saber -otra vez más– sobre la acusación de que Nabókov pudo haber plagiado la obra de un periodista berlinés llamado Heinz Von Lichberg. ¿Tal vez una coincidencia sobre un tema manoseado en diversas de novelas, y con más amplitud en las francesas?
Ahora es el coronavirus pero ¿cuántas pestes ha sufrido la humanidad?
En lo individual tengo duda del plagio, y lo refrendo tras haber leído una buen parte del trabajo literario de Nabókov, comenzando por sus cursos de literatura centrados en Rusia y Europa, dos tomos que están a nuestro lado desde hace años y en los cuales surge una aptitud biográfica fuera de los formularios académicos.
El relato de Lichberg -solamente 18 páginas- se sitúa en España en 1916. La del ruso surge en Estados Unidos en 1950 y llega a las 300 páginas. Existe alguna coincidencia, entre ellas el nombre de la protagonista. El cuento se titula “La Gioconda maldita” y el protagonista conoce a la joven Lolita –nombre netamente español– en un viaje a la ciudad de Almería.
En ese interludio cargado de transgresión y pedofilia, los 12 años de Lolita, seductora, pícara y sensual, enredan la madeja y sitúan a los críticos a dudar de la creación genial y sorprendente de Nabókov.
Insisto que creo absurda la idea a la que se ha llegado, sin duda una tontería del momento en que vivimos, cuando todo escritor sabe que la emulación es base de diversas literaturas existentes, exceptuando, claro está, la primera, que por otra parte nadie conoce ni sabe dónde se levanta erguida entre las sombras del pasado recóndito.
En lo individual tengo duda del plagio, y lo refrendo tras haber leído una buen parte del trabajo literario de Nabókov, comenzando por sus cursos de literatura centrados en Rusia y Europa
Es posible, al vivir el ruso y el alemán varios años en el mismo barrio de Berlín –Nabókov hablaba perfectamente la lengua teutona- que pudieran haberse conocido, tramaran amistad y saliera a relucir en sus tertulias el cuento de “La Gioconda maldita”.
Von Lichberg – se llamaba en realidad Heinz Von Schwege-, hizo en sus pocas 18 cuartillas un retrato suave y tierno de “Loti”, unas pinceladas firmes y seguras:
“Lolita, la hija de Severo, era muy joven, según nuestro concepto nórdico, y a sus sombreados ojos sureños acompañaba un extraño cabello con matices rojos y dorados. Su cuerpo era blando y flexible…”.
Siempre es posible -dadas las circunstancias del suceso- que esta “Lolita” sedujera a Nabókov; pero sin duda alguna, el escritor ruso levantó una obra nueva sorprendente, casi única, y su personaje de niña-mujer escandalosa en sus gestos e insinuaciones, arquetipo de la maligna naturaleza humana, quedó plasmado para seducir igualmente al perdurable tiempo literario.