Rogelio Nuñez (ALN).- Perú acumula ya un trienio (2016-2019) sumido en una larga crisis institucional y en un permanente choque de trenes entre el Congreso y la presidencia. Parálisis provocada por una fuerte polarización política centrada en el duelo entre un Legislativo con mayoría fujimorista y una jefatura del Estado que tanto en tiempos de Pedro Pablo Kuczynski (2016-18) como en la actualidad, con Martín Vizcarra, está encabezada por figuras de corte antifujimorista.
La polarización de Perú nace de una histórica rivalidad (entre partidarios y detractores del régimen de Alberto Fujimori -1990/2000-) y de un resentimiento surgido más recientemente: el fujimorismo no olvida y tiene clavada en el corazón la derrota en las presidenciales de 2016. Entonces, su candidata, Keiko Fujimori, fue la más votada en la primera vuelta y, dada la diferencia que alcanzó (39,8% vs 21%), se vio a sí misma en el Palacio de Pizarro antes de tiempo. Al final, su rival en el balotaje, Pedro Pablo Kuczynski, fue capaz de canalizar todo el amplio y heterogéneo voto antifujimorista y acabó ganado por tan sólo 40.000 votos. Entonces el fujimorismo optó por la venganza en forma de vendetta: se dedicó a obstruir la gestión de Kuczynski, que se vio abocado a renunciar en 2018 maniatado por el fujimorismo desde el Congreso y acosado también por escándalos de corrupción.
Claves de una crisis institucional
La gestión de Martín Vizcarra, que como vicepresidente sucedió a Kuczynski, ha revivido las peleas entre estas dos instituciones. Ha tratado de forzar a un fujimorismo dividido y debilitado por el encarcelamiento de su líder (Keiko Fujimori) a aceptar reformas políticas e institucionales convocando a finales de 2018 un referéndum que legitimó al mandatario para llevar a cabo cambios estructurales. Sin embargo, la labor obstruccionista del Legislativo ha conducido a un último giro dramático de los acontecimientos ya que las transformaciones lideradas por Vizcarra avanzaron lentamente y quedaron muy desvirtuadas tras su paso por la Cámara.
El 28 de julio, el presidente lanzó una sorprendente y audaz propuesta para superar el punto muerto al que se llegó después de la discusión sobre la reforma política: propuso una reforma constitucional para adelantar las elecciones tanto para la presidencia como para el Congreso. El analista Martín Tanaka señala que “probablemente el Ejecutivo evaluó que, dado que el presidente ponía el recorte de su propio mandato por delante, el importante apoyo de la opinión pública y la eventual movilización ciudadana, el Congreso podría haber respondido haciendo lo propio. No sería fácil, pero mediante una negociación política podría haberse logrado el adelanto y una agenda mínima de transición”.
Pero desde el 28 de julio hasta ahora el Congreso se mostró reacio a entrar a tratar la idea presidencial a la que dejó en un limbo mientras que la fujimorista Fuerza Popular recuperaba su hegemonía en la Mesa Directiva y lograba tejer alianzas hasta alcanzar los dos tercios del Congreso y controlar el nombramiento de integrantes del Tribunal Constitucional (TC), clave para conseguir la libertad de su líder Keiko Fujimori. Finalmente la reforma constitucional para el adelanto de elecciones terminó siendo archivada por la Comisión de Constitución sin llegar ni siquiera al pleno.
Un capítulo más de la crisis
Los últimos sucesos no son el final de la crisis sino un capítulo más de este choque de trenes. El presidente de Perú, Martín Vizcarra, anunció el 30 de septiembre la disolución “constitucional” del Congreso y llamó a elecciones para un nuevo Parlamento. El mandatario hizo pública su decisión al considerar que el Congreso rechazó la cuestión de confianza planteada días antes por el gobierno, con la cual pretendía realizar cambios en el proceso de selección de candidatos del Tribunal Constitucional. Tras conocerse su disolución, el Congreso aprobó suspender de sus funciones a Vizcarra durante 12 meses por “incapacidad temporal” y juramentó a la vicepresidenta Mercedes Aráoz como “presidenta en funciones” en un nuevo ejemplo de la grave crisis abierta entre el gobierno y el Congreso.
La decisión de Vizcarra se explica por el estrés al que ha estado sometido el sistema político peruano de forma permanente durante el último trienio pero no parece, de todas formas, que vaya a solucionar la polarización ni la actual parálisis política peruana ni a corto, ni a medio, ni a largo plazo.
A corto plazo, por las dudas que ha planteado la constitucionalidad de su decisión, lo que llevó al Congreso a nombrar presidenta a la hasta ahora vicepresidenta de Vizcarra, Mercedes Aráoz, quien renunció al cargo 24 horas después. La Constitución peruana establece que el presidente está facultado para disolver el Legislativo después de que la Cámara rechace dos mociones de confianza presentadas por el Ejecutivo durante un mismo mandato presidencial. En 2017 el Legislativo ya negó la confianza a un gabinete. Pero eso no ha ocurrido de la misma forma en 2019: el Congreso no ha retirado esa confianza al premier Salvador del Solar sino que no dio trámite inmediato a tal cuestión de confianza planteada. El propio Vizcarra así lo reconoció en su discurso cuando aseguró que basaba su decisión en una “denegación fáctica”.
El presidente interpretó que el Congreso retiró la confianza a Del Solar, aunque la votación nunca se llevó a cabo. El primer ministro compareció en la Cámara pero la mayoría opositora decidió postergar la votación y, en cambio, pasó a elegir un nuevo integrante del Tribunal Constitucional. Estas dudas constitucionales explican la resistencia del Congreso a aceptar una decisión presidencial que además ha motivado el pronunciamiento de la Defensoría del Pueblo, que considera que la interpretación del jefe del Estado “se aleja de la Constitución” y ha pedido “buscar una salida política que reconduzca al país por la vía constitucional”.
Semana Económica señala que “el presidente ha jugado al límite de la legalidad. Sin embargo, e incluso admitiendo esos reparos, los acontecimientos de los que hemos sido testigos este 30 de septiembre no son, ni por asomo, equivalentes al quiebre constitucional del 5 de abril de 1992, que esta revista condenó hace 27 años en defensa de los valores democráticos. El Poder Judicial, el Ministerio Público, el Tribunal Constitucional, la prensa y demás instituciones operan con normalidad y no han sido tomadas por las Fuerzas Armadas, como sí ocurrió hace 27 años. Las fuerzas opositoras no acatan el cierre del Congreso y llegaron a calificar la medida de ‘golpe de Estado’, en palabras del presidente del Congreso, Pedro Olaechea”.
Los últimos sucesos no son el final de la crisis sino un capítulo más de este choque de trenes. El presidente de Perú, Martín Vizcarra, anunció el 30 de septiembre la disolución “constitucional” del Congreso y llamó a elecciones para un nuevo Parlamento. El mandatario hizo pública su decisión al considerar que el Congreso rechazó la cuestión de confianza planteada días antes por el gobierno, con la cual pretendía realizar cambios en el proceso de selección de candidatos del Tribunal Constitucional. Tras conocerse su disolución, el Congreso aprobó suspender de sus funciones a Vizcarra durante 12 meses por “incapacidad temporal” y juramentó a la vicepresidenta Mercedes Aráoz como “presidenta en funciones” en un nuevo ejemplo de la grave crisis abierta entre el gobierno y el Congreso.
De todas formas, todo indica que en el corto plazo Vizcarra saldrá ganador. Ha conseguido el apoyo de las FFAA, su rival en pos de controlar el Ejecutivo (Mercedes Aráoz) ha dimitido, cuenta con amplio consenso social en su cruzada contra el Congreso y el propio Legislativo admite tácitamente su posición de debilidad: “Es iluso pensar -asegura Olaecha- que quien no tiene el apoyo de las Fuerzas Armadas puede gobernar, pero lo que nosotros pretendemos como Congreso de la República es regresar al equilibrio de poderes que nunca se debió romper”. Incluso, la Secretaría General de la OEA señaló que “es un paso constructivo que las elecciones han sido llamadas conforme a los plazos constitucionales y que la decisión definitiva recaiga sobre el pueblo peruano, en quien radica la soberanía de la nación”. En el documento, la OEA consideró “conveniente que la polarización política que sufre el país la resuelva el pueblo en las urnas”.
A medio plazo, la decisión de Vizcarra no ayuda a calmar el panorama de crispación y parálisis porque Perú entra en una etapa de elevada y prolongada incertidumbre política: con elecciones legislativas en 2020 que no necesariamente cambiarían de forma significativa el empate catastrófico entre gobierno y oposición parlamentaria que paraliza la gestión. Incluso podría darse el caso de que la pugna entre poderes siguiera presente (Vizcarra no tiene partido propio y el fujimorismo sigue siendo fuerte e incluso se ha recompuesto tras las divisiones de 2017-18). Como señalara Fernando Tuesta Soldevila cuando Vizcarra buscaba que el Congreso aprobara su adelanto electoral, “la mala noticia es que las elecciones adelantadas no garantizan necesariamente mejor representación en la medida en que la reforma política se frustró. Esto porque en el Perú, en política, no hay fondo. Siempre puede haber algo peor”.
Además, esa incertidumbre se va a prolongar ya que habrá comicios presidenciales en 2021 y la toma de posesión del nuevo mandatario que surja de las urnas no se produciría hasta julio de ese año. Vizcarra será un “pato cojo” desde mediados del 2020 y el nuevo mandatario sólo llegará en el tramo final del año 21. Así pues, parece que tan malo era el actual punto muerto como un futuro cargado de incertidumbre y escasas certezas. En La República Augusto Álvarez Rodrich adelanta que “las semanas siguientes serán turbulentas como reiteración del clásico entre disolución versus vacancia. Ojalá que la ley y el sentido común se impongan, y se elija a un nuevo Congreso con el fin de avanzar en lo que no se ha podido en estos años: reforma política y judicial, y avance económico. Eso no está garantizado en modo alguno pero sí era seguro que con este Parlamento sólo se iba al despeñadero”.
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La experiencia reciente muestra que, hasta ahora, el sistema político y de partidos no ha encauzado las demandas sociales, no ha dado certidumbre de gobernabilidad y continuidad para impulsar políticas públicas eficaces y eficientes. Un sistema partidista marcado por la falta de transparencia y la desconfianza ciudadana después de que todos los expresidentes desde 1990 están afectados por casos de violación de los derechos humanos (Alberto Fujimori) o corrupción, en especial por el caso Odebrecht: Alejandro Toledo (2001-2006) se encuentra detenido en Estados Unidos a la espera de la extradición; Alan García (2006-2011), líder de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) se quitó la vida en abril pasado después que la policía llegara a su casa con una orden de prisión preliminar; Ollanta Humala (2011-2016) afronta 20 años de cárcel tras el pedido del equipo especial Lava Jato a la Fiscalía, y Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018) permanece en prisión domiciliaria. Por su parte, la líder del partido Fuerza Popular, Keiko Fujimori, cumple arresto preventivo.
Finalmente, a largo plazo, nada asegura que un nuevo Congreso y un nuevo mandatario logren impulsar las reformas estructurales que necesita la nación andina dada la persistencia del ambiente de polarización que padece Perú y la falta de consensos mínimos y de una idea común para desarrollar una agenda país.
Perú, atrapado en una crisis institucional
Perú se encuentra atrapado en una crisis institucional y política de carácter sistémico. A corto plazo la disolución del Congreso y la convocatoria de elecciones legislativas en 2020 y presidenciales en 2021 puede dar la sensación de que el país está tratando de retomar el rumbo. Sin embargo, los retos son integrales al estar vinculados a un sistema político-constitucional y partidista que se ha convertido en disfuncional. El sistema político no ha sido capaz de dar herramientas a la clase política para eludir la crisis institucional prolongada que se ha vivido desde 2016 y que llevó a la renuncia de Kuczynski y ahora al cierre del Congreso.
Por su parte, el sistema de partidos se ha convertido en un “no sistema” al no articular adecuadamente las demandas sociales y se ha ganado la desconfianza de la ciudadanía por los casos de corrupción en los que se ha visto vinculado. Además, las fuerzas políticas con alcance nacional y visión de estado protagonistas en los años 80 (Acción Popular, Partido Popular Cristiano, APRA o Izquierda Unida) han sido sustituidas por partidos que son una mera plataforma para sostener las aspiraciones y ambiciones de determinados líderes políticos.
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Un sistema político ineficiente y un sistema partidista desarticulado se ven afectados por un ambiente político caracterizado por la fragmentación y la elevada polarización política (fujimorismo vs antifujimorismo), lo cual ha afectado al normal funcionamiento institucional e impedido la puesta en marcha de reformas estructurales para que la economía peruana sea más productiva y competitiva y no pierda el tren del cambio económico mundial.