Pedro Benítez (ALN).- Si Nicolás Maduro pudiera cancelar la tarjeta de la MUD, inhabilitar a Edmundo González Urrutia y sacar de las calles a María Corina Machado, ya lo hubiera hecho; si pudiera evitar la elección del 28 de julio, lo haría; si pudiera robarse esos comicios mediante un fraude masivo, también lo haría; y si pudiera permanecer en el poder, no lo dudaría. La cuestión es que no puede hacer nada eso.
El mayor costo para Maduro es salir del Gobierno, pero no depende de él evitarlo. Ese es su drama.
Va derecho a ser sepultado por millones votos sin que, por lo visto, pueda hacer nada para impedirlo. En (y fuera de) Venezuela se espera con incertidumbre el zarpazo de última hora, la genial estratagema de fuerza que impida lo que luce como inevitable.
Como ya se ha dicho, la historia nunca se repite; ningún acontecimiento humano es exactamente idéntico a otro; sin embargo, las comparaciones pueden ser útiles a fin de alumbrar un poco la senda a recorrer. De cara a las cuestionadas elecciones presidenciales efectuadas en Nicaragua en noviembre de 2021, el gobierno de ese país no le dio a la oposición ni siquiera chance de organizarse; en las primeras de cambio fueron arrestados e inhabilitados siete de los precandidatos que conversaban la posibilidad de participar en una elección primaria a fin de escoger un abanderado único, incluyendo a la amplia favorita de las encuestas, Cristiana Chamorro. Los que no cayeron presos fue porque tomaron el camino del exilio voluntario. La elección se efectuó con candidatos “opositores” que no constituían amenaza alguna a la continuidad del gobierno orteguista. La Unión Europea, Estados Unidos, la OEA y la Celac calificaron el proceso comicial de farsa, pero después de eso no pasó nada. El régimen Ortega/Murillo sigue incólume.
Sí Maduro pudiera seguir ese ejemplo no tengamos duda de que lo haría. Pero él no es Daniel Ortega, ni el PSUV el Frente Sandinista.
A fin de ilustrar este punto usemos un ejemplo ubicado en el otro extremo ideológico: Argentina hoy, luego de siete meses de gobierno del liberal-libertario de Javier Milei, mantiene un control cambiario. Paradójicamente, Venezuela, bajo el autodenominado presidente socialista, no tiene control de cambio desde hace cinco años.
Podemos dar por descontado que Milei no quisiera mantener esa restricción en la economía, pero no ha podido o conseguido levantarla; así como podemos afirmar que Maduro hubiera preferido nunca levantar ese control, pero no le quedó más remedio que hacerlo. La realidad es terca. Instaurado en el lejano 2003 aquella fue una medida que tuvo un sentido político, no económico; se le concibió como otro mecanismo (de varios más) de control sobre la sociedad. De hecho, célebre en su momento fue aquella frase del fallecido ex vicepresidente Aristóbulo Istúriz según la cual: “Si quitamos el control de cambio nos tumban”. Pues bien, hace rato que aquella restricción pasó al cesto de la basura, junto con los controles de precios, las fiscalizaciones del SUNDDE, el cierre rutinario de panaderías y la persecución a los “acaparadores”, así como la vigente pero inútil ley de precios justos.
El poder del chavismo es arbitrario, pero no absoluto
De modo que el poder del chavismo es arbitrario, pero no absoluto. Pese a todo, Venezuela no es Cuba o Corea del Norte; gracias a Dios, a las circunstancias históricas y a la propia ineptitud de los herederos del ex comandante/presidente. Los chavistas no han hecho una revolución, ese es su secreto mejor guardado. Se comportan como si la hubiesen hecho, en particular en esa tendencia refundacional que pasa por destruirlo todo, eso sí, sin construir nada a cambio. No obstante, este capítulo de la historia venezolana se parece muy poco a las grandes convulsiones revolucionarias del siglo XX (mexicana, rusa, china o cubana) donde un grupo armado tomó el poder violentamente y barrió todo el orden anterior.
Maduro es la deriva autoritaria que comenzó con el ex presidente Hugo Chávez, quien no llegó al poder mediante un golpe de Estado (como lo intentó), ni al frente de una columna guerrillera (como le hubiera gustado) sino por medio de una muy convencional elección democrática. Esa circunstancia lo amarró a él y a Maduro (todavía más) al rito electoral del cual, este, no se ha podido zafar.
En ese sentido, la Asamblea Nacional Constituyente instalada arbitrariamente en agosto 2017 (en un golpe de Estado en toda línea a la Asamblea electa en 2015) fue la oportunidad que tuvo el régimen de modificar la elección directa por voto popular tanto del Presidente, como del Parlamento, tal como se ha efectuado en Venezuela de manera ininterrumpida desde la Constitución de 1947. En el seno de esa Constituyente (2017-2020) se acarició la idea de copiar el modelo constitucional cubano en el cual el Poder Ejecutivo es elegido por Asamblea Nacional del Poder Popular conformada, a su vez, por diputados elegidos en una lista única, preseleccionados y con un solo partido político autorizado. Otra opción que se consideró fue la de elegir los representantes populares en los consejos comunales de todo el país. No obstante, Maduro no se atrevió a dar ese paso. La ANC pasó con pena y sin ninguna gloria al olvido.
Prefirió, en cambio, apostar en 2018 a que la división opositora y la abstención (junto con otra ración adicional de arbitrariedades) le dejaría el camino abierto en la elección presidencial de 2018. Eso le funcionó. Los comicios no fueron reconocidos por la comunidad democrática internacional, pero luego de seis años sigue en Miraflores.
El error
Su error fue pensar que la misma estrategia le serviría igual esta vez. La literatura especializada en el tema ha destacado que los dictadores cometen errores, después de todo son humanos.
Sin gestión que mostrar, habiendo hecho todo cuanto pudo a fin de ganarse la animadversión de la abrumadora mayoría de los electores, se presenta muy tranquilamente a que le den seis años más de mandato (para llegar a dieciocho). Pero en el interminable juego del gato y el ratón, su presa opositora se la ha escapado una y otra vez a lo largo de los últimos doce meses, haciendo todo lo contrario de lo que se esperaba que hiciera. Pensó, no sin razón, que luego del fin del interinato que encabezó Juan Guaidó la oposición venezolana no levantaría cabeza. Dejó que se efectuara la primaria del 22 de octubre 2023 seguro de que implosionaría a la Plataforma Unitaria. Eso no funcionó, todo lo contrario. Luego se la jugó con la inhabilitación de María Corina, pero el búmeran se le devolvió.
He aquí hoy se encuentra acorralado por el descontento que amenaza con transformarse en votos (en su contra) en la fecha elegida por él.
A estas horas todo su (des) gobierno se aferra a la esperanza de su mítica “maquinaria”. Sin embargo, ese sistema de dominación social no había terminado de ser edificado cuando empezó a desmoronarse entre octubre de 2012 y abril de 2013. Hacer de Venezuela una gigantesca misión vivienda donde todo el mundo dependiera de la mano dadivosa del Petro-Estado chavista, diseñado con asesoría de los hermanos cubanos, comenzó hacer agua rápidamente arrastrado por el colapso económico y la emigración masiva. Eso explica la cerrada elección de abril de 2013 y la inesperada victoria de la MUD en la parlamentaria de 2015.
De allá para acá Maduro ha sido incapaz de reinventar su régimen. No cuenta con suficiente control social interno y carece del respaldo económico de China; con Rusia e Irán muy lejos (con sus propios problemas), sigue en la órbita de Estados Unidos con quien está condenado a entenderse, ante el discreto silencio de Cuba y la mirada incómoda de sus amigos de Colombia y Brasil.
En un cuarto de siglo nunca ha habido una oportunidad de cambio político en Venezuela como esta. Es la alineación de los planetas.
Maduro compró todos los tickets de la rifa para que todo esto termine en una enorme crisis política (con la inevitable ruptura de la línea de mando militar y policial, como suele ocurrir en este tipo de situaciones. Recordemos a Evo Morales). Él verá si se los juega.