Pedro Benítez (ALN).- De un tiempo a esta parte la disputa por el poder político en América Latina ha entrado en un terreno peligroso. Como la memoria colectiva es frágil se va perdiendo el recuerdo de los costos que para la región implicaron las dictaduras militares del pasado, incluso, en países que, como Uruguay, Argentina y Chile hasta hace nada lo tenían muy presente.
Como parte de la repolarización política entre la izquierda y la derecha, característico de los tiempos que corren, ha tomado fuerza un estilo en la que cada bando ve al otro como el mal absoluto, mientras está dispuesto a aceptarles a los miembros de su grupo lo que jamás le consentiría al adversario. De modo, que una parte significativa de la izquierda latinoamericana (y española) no ve mal intentar desestabilizar, en nombre de la justicia social, a un gobierno (supuestamente) de “derecha” aunque elegido democráticamente, mientras que sus adversarios ven en cualquier líder o grupo izquierdista con posibilidades de llegar al gobierno, también por la vía de los sufragios, la amenaza de que sus respectivos países sigan el destino trágico de Nicaragua, Cuba y Venezuela. Después de todo a los paranoicos también los persiguen.
Un ejemplo dramático de esto, lo acabamos de presenciar el pasado fin de semana en Brasilia, cuando hordas de fanáticos bolsonaristas asaltaron, a plena luz del día y transmitiendo ellos mismos por la redes sociales, las sedes de los tres poderes públicos en lo que ha sido el más grave atentado contra la democracia de Brasil desde el derrocamiento del presidente João Goulart en abril de 1964. Tal como ocurrió con el asaltó al Capitolio de Washington hace dos años, estos fanáticos intentaron perpetrar un demencial golpe de estado.
Siguiendo el ejemplo de su maestro Donald Trump, el ex presidente Jair Bolsonaro desconoció, a su manera, los resultados electorales del pasado mes de octubre. No dijo que le habían robado la elección, pero nunca reconoció la derrota y como mal perdedor se negó a entregar la banda presidencial a Lula da Silva abandonando el país dos días antes del fin de su mandato constitucional. Mientras tanto, miles de los más radicales de sus seguidores acamparon durante dos meses frente a los cuarteles del Ejército de las principales ciudades de ese país pidiendo una intervención militar en contra del supuesto fraude electoral. Lo que parecía ser una acción sin ningún sentido ni destino se terminó tornando en algo muy peligroso.
La relación que Bolsonaro ha establecido con parte de sus seguidores más entusiastas (no digamos que son todos) recuerda aquel levantamiento místico-popular que se dio en el nordeste brasileño a fines del siglo XIX, donde masas de campesinos se fueron detrás un predicador, y que Mario Vargas Llosa recreó magistralmente en su novela de 1981 La guerra del fin del mundo. Aquel episodio terminó, en la historia real y en la versión novelada, de manera trágica. De otra manera no se explica que miles de personas, desde distintos puntos de Brasil, se hayan congregado voluntariamente en la capital de ese país con el propósito de asaltar los edificios públicos más importantes.
Durante esta semana en Brasil se ha estado investigando cómo fue posible que la guardia presidencial dejara ingresar en el Palacio de Planalto (sede de la Presidencia) a estos grupos de fanáticos, así como la aparente complicidad en los hechos del gobernador de la ciudad, Ibaneis Rocha (recién reelegido con el apoyo de Bolsonaro) entre otros funcionarios. El juez del Supremo Tribunal de Brasil, Alejandro de Moraes, ordenó la destitución temporal de Rocha así como el desmantelamiento de todos los campamentos bolsonaristas en todo el país.
Por supuesto, todas las miradas acusatorias apuntan a Bolsonaro, pues durante meses estuvo cuestionando irresponsablemente a las autoridades electorales brasileñas, poniendo en duda el voto electrónico (otra moda trumpista) y alimentando así a sus partidarios más radicales. Si no fue más lejos es porque sabía que las Fuerzas Armadas y sus aliados en el Congreso nunca lo acompañarían en alguna aventura. A lo largo de los pasados cuatro años, más de una vez se hicieron evidentes sus diferencias en temas y declaraciones con su vicepresidente Hamilton Mourão (hasta el 2016 jefe del Comando Militar del Sur).
El resultado de esta crisis ha sido el respaldo que Lula ha obtenido de todas las instituciones brasileñas, empezando por los presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados, dominados por la centro derecha, así como por todos los gobernadores destacando en primera filas los tres de los estados más importantes, Río, Minas Gerais y São Paulo, electos, por cierto, en alianza con el bolsonarismo. Incluso, el mismo partido que postuló a Bolsonaro sumó su apoyo institucional a Lula.
Como no podía ser de otra manera, el actual presidente brasileño ha recibido un amplio respaldo internacional y es aquí donde se pone en evidencia el doble rasero y las inconsistencias de la política latinoamericana. Porque al mismo tiempo, los jefes de Estado que manifiestan alarma (con toda razón) por lo ocurrido en Brasil, miran al otro lado, cuando no justifican, hechos como el acoso que Alberto Fernández y Cristina Kirchner, presidente y vicepresidente de Argentina respectivamente, han emprendido contra la Corte Suprema de ese país durante largos meses.
O como el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), que inmediatamente condenó los sucesos de Brasilia, pero no dijo nada del asalto al Capitolio en Washington hace dos años porque detrás estaba su amigo Donald Trump, mientras que dentro de casa no deja de exponer públicamente a periodistas críticos de sus gestión (en un país donde el año pasado fueron asesinados 15) y lleva adelante su propio intento de tomar el control del Instituto Federal Electoral.
Por cierto, que sobre este (y otros temas) la Administración Biden guarda silencio como parte de su pacto tácito con AMLO a cambio de que México siga siendo la policía migratoria de Estados Unidos.
Pero donde es más grotesco el uso de distintas varas de medir es con respeto a la crisis peruana. López Obrador y su colega colombiano Gustavo Petro no dudaron respaldar a Pedro Castillo luego de su intento de autogolpe de Estado del pasado 7 de diciembre. El primero, no conforme con eso, no ha dejado meterse en la delicada situación política y social que atraviesa el Perú en la cual hay un deliberado intento por derribar a la presidenta Dina Boluarte y cerrar el Congreso.
Como en Brasil, Perú país está viviendo la secuela del intento del autogolpe en el cual Castillo pretendió hacer lo que Bolsonaro no se atrevió. Eso sí, cada uno desde su respectiva acera ideológica (aunque en varios temas los dos son casi hermanos).
Ciertamente, los peruanos de las regiones andinas que han salido a manifestarse tienen muchas y muy legitimas razones para hacerlo. También es verdad que muchos de ellos sienten que desde Lima le han quitado a uno de los suyos de la silla presidencial. Es parte del viejo y nunca resuelto conflicto entre la Costa y la Sierra peruanas. Y no es menos cierto, que la respuesta del Estado peruano por medio de las fuerzas militares y policiales ha sido de una brutal e inaceptable represión que en un mes ha dejado 47 fallecidos durante las protestas y bloqueos de carreteras. Sólo el pasado día martes los enfrentamientos dejaron 17 civiles muertos, un policía quemado vivo y 47 heridos, en Juliaca, ciudad ubicada al sur del país, cuando los manifestantes intentaron tomar el aeropuerto.
Todo esto se da en un contexto en cual la clase política peruana, representada en el Congreso, es, probablemente, la más desprestigiada de la región, lo que es ya mucho decir.
Pero, ¿Cuál es la salida para el Perú? ¿Qué se vayan todos? ¿Y quién se queda al frente del Gobierno? ¿La anarquía? Lo que propone Vladimir Cerron, líder del partido Perú Libre, es reponer a Castillo en la Presidencia y convocar una Asamblea Nacional Constituyente (dominada por su grupo, por supuesto) algo que la derecha peruana no va a aceptar tranquilamente y que sumergirá a ese país en una guerra civil.
Dina Boluarte, ex aliada de Castillo y elegida en la misma plancha presidencial, está acosada por casi todos los frentes, abandonada por sus compañeros de izquierda que la califican de traidora y piden su cabeza. La atribulada mandataria ha acordado con la mayoría de la derecha en el Congreso convocar elecciones presidenciales y legislativas para marzo del 2024, el plazo más corto previsto por las autoridades electorales peruanas. Esa, parece ser, la solución más razonable, que los peruanos por medio de sus votos decidan. Eso es lo que el resto de los países de la región deberían respaldar.
No obstante, varios de los actuales mandatarios latinoamericanos que hoy son gobierno parecen olvidar, en un ataque de amnesia política, que hasta hace apenas dos años eran oposición y justificaron que desde la calle se intentara desestabilizar a presidentes que se habían ganado sus cargos con los votos de la mayoría y que a ellos también les podría pasar lo mismo.
Este es el peligroso juego que se viene dando en América Latina desde hace años, uno en el cual presidentes democráticamente electos se hacen los locos con la sexagenaria dictadura cubana cuando no justifican sibilinamente, como ha hecho Lula, la tiranía personal de Daniel Ortega en Nicaragua.
@Pedrobenitezf