Rafael Alba (ALN).- La industria de la música en directo y los festivales promueven un cambio generacional en los artistas y el público que ha encontrado el apoyo de los críticos cuarentones. La transición necesita de la participación de los hipsters, el grupo de alto poder adquisitivo que hizo posible el milagro original.
Hay aficionados a la música moderna de calidad que no dan crédito a lo que sucede últimamente con sus críticos favoritos y sus emisoras de radio de cabecera y parecen haber experimentado un shock traumático que les ha sumido en un estado de estupefacción total. Y expresan su descontento en los comentarios de los artículos y las redes sociales, alucinados ante la benevolencia que demuestran estos expertos prescriptores de la buena música con las nuevas estrellas del trap, el reggaetón y los mal llamados estilos urbanos. Son esos aficionados de mediana edad, orgullosos de sus amplios conocimientos, que amaban el pop elegante y el indie en la década de los 90 y ahora sufren cuando sus revistas especializadas favoritas, como Rockdelux, o los portales de internet de su máxima confianza, como Jenesaispop, rinden pleitesía en las portadas y conceden la máxima calificación disponible en los análisis a los productos facturados por tipos bajo sospecha, abonados al machismo en sus textos y a la pachanga en sus arreglos, como el colombiano J. Balvin o los españoles Yung Beef o C. Tangana. Si acaso entienden lo de Rosalía, por aquello de la buena nota que los críticos de Pichtfork le pusieron a su disco. Pero poco más. Aunque tal vez, les sería más fácil comprender el nuevo contexto si se concentraran en seguir la pista del dinero. Justo lo que siempre recomendaban algunos veteranos profesionales del periodismo económico con los que tuve la suerte de trabajar.
Esos aficionados de mediana edad, que amaban el pop elegante y el indie en la década de los 90, ahora sufren cuando sus revistas especializadas favoritas o los portales de internet de su máxima confianza conceden la máxima calificación a tipos bajo sospecha, como el colombiano J. Balvin o los españoles Yung Beef o C. Tangana
Así que empecemos por el principio si les parece, aunque no nos hará falta retroceder demasiado para encontrar los primeros indicios. Hagan memoria y recuerden una de las polémicas políticas más burbujeantes del pasado verano. Nos referimos a aquella aparición por sorpresa de Pedro Sánchez en el Festival Internacional de Benicàssim (FIB). Un viaje en el que se mezclaba el trabajo con el placer que el político socialdemócrata realizó en el ya famoso Falcón 900B, el avión oficial de la Presidencia del Gobierno español, con el que el líder del PSOE, y ya entonces máxima autoridad de la democracia hispana gracias a una inesperada moción de censura, permitió a sus rivales políticos abrir una de las líneas de oposición más fecundas de este agitado fin de legislatura. El inquilino del Palacio de la Moncloa sería, según estas versiones, un tipo que no tendría ningún escrúpulo a la hora de utilizar para el asueto y el ocio personal y familiar los instrumentos que el Estado pone a su servicio para que realice el trabajo que tiene encomendado. Y la coletilla ha dado para mucho porque en los ocho meses y medio que ha estado en el cargo, Sánchez, según dicen sus enemigos políticos, apenas se ha bajado un par de veces de su aeronave favorita.
Pero más allá de esta visión partidista sobre la manera en la que al todavía presidente español le gusta de entretenerse en su tiempo libre, la elección de aquel destino concreto en su primer viaje oficioso puso de manifiesto también otro hecho objetivo. Como todo cuarentón que fue veinteañero en el último tramo del siglo XX y en los primeros compases del siglo XXI, Sánchez es un verdadero fiber, lo mismo que la reina Letizia o que Andrea Levy, la pizpireta dirigente del PP. Un sobrenombre, lleno de resonancias generacionales, con el que se conoce a los alegres muchachos y muchachas que han pasado por esta localidad castellonense algún que otro mes de julio para disfrutar de la oferta de camping, playa y conciertos que el festival ofrece desde el ya lejano 1995. Son casi 25 años de historia, tiempo más que suficiente para consolidar la cita como una de las más importante de la industria de la música en directo del país. Un evento pionero y básico en la generación de un negocio más que floreciente que ha abierto un nuevo nicho para el turismo de verano en toda la península y genera unos ingresos promedio de cerca de 400 millones de euros anuales.
Los macrofestivales
En general, la música que han ofrecido estos festivales se basaba en el éxito de los grupos indies que empezaron a darse conocer en España en la década de los 90. Elegantes, exclusivos, enraizados en las vanguardias anglosajonas de la época, y propiciadores de una línea estética opuesta a las corrientes más mugrientas y combativas, representadas por los grupos de rock combativo, ska o fusión que triunfaron y triunfan todavía entre la juventud más rebelde e izquierdista. Un sonido cochambroso y festivo, demasiado fuerte para algunos estómagos, y que no casaba con el pijerío liberal de la época, aunque generara algún fenómeno transversal del estilo de Extremoduro, la banda de rock duro encabezada por Robe Iniesta, que gustaba y gusta a tirios y troyanos, y fue el grupo favorito de dos mujeres con tan pocas cosas en común como las líderes políticas Inés Arrimadas e Irene Montero.
Aquella tribu urbana, antaño en la cresta de la ola, está ya mucho más cerca de los 50 que de los 20. Muchos de ellos tienen un alto poder adquisitivo y pueden permitirse pagar el precio, cada vez más elevado, que tienen las entradas de los macrofestivales veraniegos
El indie encajaba mejor con aquellos Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados de la época, los japs a los que se refería un conocido anuncio televisivo del Renault Clio que se hizo muy popular en los 90. Unos chavales que iban y venían de Londres como quien coge el metro, gracias a las incipientes aerolíneas low cost, hablaban muy bien inglés, y hasta usaban este idioma para componer las letras de sus canciones, porque aspiraban a introducirse en los mercados internacionales. Ellos y ellas ávidos de cupcakes, y de bienes diferenciados para un consumo elitista a quienes la pujanza económica de aquellos tiempos felices previos al estallido de la crisis económica global permitió reconvertirse en hispters, según iban cumpliendo años y terminando masters. Unos momentos de gloria en los que cualquier habitante del barrio de Malasaña podía presumir de haberse encontrado con la reina Letizia, entonces aún princesa, en un concierto de Los Planetas, la banda de Granada que encabezada aquel movimiento.
Sí amigos. Pedro Sánchez, Letizia Ortiz y Andrea Levy son tres buenos ejemplos de éxito de aquella tribu urbana, antaño en la cresta de la ola, cuyos componentes, tanto los que siguen sacando partido del éxito sobre el escenario, como los que disfrutan de su música, están ya mucho más cerca de los 50 que de los 20. Muchos de ellos, a pesar de las turbulencias económicas por las que ha atravesado el mundo, tienen un alto poder adquisitivo, en general, y pueden permitirse pagar el precio, cada vez más elevado, que tienen las entradas de esos macrofestivales veraniegos a los que tanto les gusta ir, y que jamás hubieran llegado a ser lo que son sin el combustible que les proporcionó este colectivo de consumidores privilegiados. Lo malo es que el tiempo no pasa en balde y la renovación del público y de las bandas empieza a ser urgente. Al fin y al cabo, no podemos olvidar que se trata de una oferta de ocio dirigida especialmente al segmento juvenil de la población. Y ahora son los empobrecidos millennials a quienes les tocaría tomar el testigo.
Los millennials
Y el indie no es ya la música favorita de estos chicos. Tal vez porque no viven en el ambiente de euforia del que se beneficiaron sus antecesores. La dureza del presente ha mantenido en vigor las propuestas más combativas del rock de guitarras, el punk comprometido y el rap con componentes sociales y políticos. Pero esos sonidos guerreros siguen limitados a su nicho de siempre. La opción mayoritaria va por otro camino. Seguro que ya se han enterado de que ahora, como les comentábamos al principio de este artículo, el mundo baila reggaetón, a pesar del presunto machismo que incluyen las letras de sus canciones más celebradas, y de que el trap, también conocido como música urbana, es la onda más de moda entre la turba de los extrarradios. Quizá porque la temática de sus temas, basada en las drogas, el sexo, la supervivencia del más fuerte y la estética del poder económico que se consigue y exhibe por medio de la ostentación y las marcas de lujo, combina más que bien con la ética de un momento político, donde la superficialidad de las propuestas y las noticias falsas difundidas a través de las redes sociales marcan la tendencia.
Las nuevas estrellas de la juventud española son tipos como Maluma, La Zowi, Bad Gyal, Dellafuente, Tomasa del Real, Chanel o Somadamantina. Un grupo de artistas que ha madurado en los últimos años y que hace gala de incorrección política y escepticismo
Las nuevas estrellas de la juventud española son tipos como los ya mencionados Rosalía, J. Balvin, C. Tangana y Yung Beef, junto a contemporáneos suyos como Maluma, La Zowi, Bad Gyal, Dellafuente, Tomasa del Real, Chanel o Somadamantina. Un colectivo de artistas que ha madurado en los últimos años y que hace gala de incorrección política, descreimiento, insolidaridad y escepticismo. Casi un revival digitalizado de los postulados ideológicos del punk de finales de los 70 en cierto modo, porque si entonces no había futuro ahora, probablemente, tampoco. Aunque no existan apenas conexiones entre ambos estilos desde un punto de vista sonoro. Un material explosivo que hay que saber manejar para que se convierta en rentable, pero que está destinado a convertirse en la materia prima fundamental del negocio. Toca preparar el relevo y algunos de los promotores de los macrofestivales hispanos con olfato, como Gabi Ruiz, el controvertido responsable del Primavera Sound barcelonés, llevan ya algún tiempo en esta tarea. Aunque hay un primer problema que solucionar. Se trata de asegurar una transición ordenada que atenúe el impacto negativo que supone para la industria el bajísimo poder adquisitivo del nuevo público potencial.
Nada que la suma del maná que proporcionan las subvenciones públicas y los patrocinios privados no pueda solucionar. Aunque para conseguirlo hay que darles a estos chicos y chicas una manito de prestigio cultural que les haga más asequibles para los directores de comunicación de los organismos llamados a pagar las fantas de la fiesta. Dotarles de un pedigrí crítico del que carecen. Apoyar medios de comunicación nuevos, podcasts y programas televisivos a la carta, como El Bloque, que se difunde fundamentalmente por YouTube. Y mantener todo el tiempo posible el interés de los cuarentones adinerados que aún sustentan con sus hábitos de consumo todo el entramado. Aunque ahora prefieran pasar la noche en hoteles que trabajarse la tienda de campaña. Una empresa complicada, pero no imposible, en la que se han implicado todos los trabajadores cuyo sustento depende del mantenimiento de las constantes vitales económicas del sector. Y, entre ellos, por supuesto, se encuentran muchos de esos críticos, supuestamente irreductibles, a los que muchos de ustedes han leído por años. A veces, de la necesidad se puede hacer virtud, dicen. O a lo mejor, los que se equivocaban eran ustedes y el reggaetón no era tan malo como parecía. Mejor no descartar ninguna opción con la que está cayendo. ¿No les parece?