Nelson Rivera (ALN).- A Tim Harford, el autor de ‘Cincuenta innovaciones que han cambiado el mundo’, no sólo le interesan invenciones de carácter material, como el arado, sino también otras como la robótica, que han modificado nuestro vínculo con el mundo.
Nos recuerda el economista Tim Harford que el arado fue el punto de ignición de lo que conocemos como economía moderna. Aunque su adopción no fue simultánea en todas las regiones del planeta, su aparición cambió la condición humana para siempre. 12.000 años atrás nuestros parientes recorrían los territorios cazando y recolectando frutos. Cuando un trozo de madera fue incrustado en la tierra, y a continuación se le unció a mulas o bueyes, los agricultores lograron producir hasta 10 veces más alimentos que los mejores recolectores. Entonces se produjo “la revolución agrícola” de la que habla Yuval Noah Harari en Sapiens. De animales a dioses.
Aquel auge agrícola -vuelvo a Harford- tuvo los más diversos efectos: regularizó la alimentación, asentó a los grupos humanos en las proximidades de la tierra cultivada, estimuló la conformación de unidades semejantes a la familia. El cambio generó formas de propiedad y de poder. “La abundancia de la agricultura crea gobernantes y gobernados, amos y sirvientes: una desigualdad en la riqueza que era desconocida para las sociedades de cazadores-recolectores”.
Tras el desarrollo del arado aparecieron los primeros asentamientos, la tierra se convirtió en un activo, los hombres se vieron obligados a observar los ciclos del tiempo
Tras el desarrollo del arado aparecieron los primeros asentamientos, la tierra se convirtió en un activo, los hombres se vieron obligados a observar los ciclos del tiempo, pero también fue aliciente “para la aparición de la misoginia y la tiranía”. Y no sólo eso. Con respecto a los recolectores, los agricultores perdieron tamaño: casi 15 centímetros menos. Aparecieron enfermedades propias del consumo excesivo de unas pocas especies vegetales. El arado, al incrementar la cantidad de alimentos disponibles, planteó una nueva cuestión: cómo llevarlos de un lugar a otro. Aunque la invención de la rueda tardaría entre cinco y siete milenios en producirse, el primero de los usos fue justamente el de transporte de alimentos.
Tangibles e intangibles
A Tim Harford, el autor de Cincuenta innovaciones que han cambiado el mundo (traducido por Alfonso Barguñó Viana, Penguin Random House Editorial, España, 2018), no sólo le interesan invenciones de carácter material -el alambre de púas, el aire acondicionado, el reloj o la bombilla-, también aquellas que entrañan procesos -el estudio de mercado, los grandes almacenes, la cadena de frío o la figura del compilador- o las que han modificado nuestro vínculo con el mundo -el pasaporte, la sociedad limitada, los paraísos fiscales o el registro de propiedad-.
A cada una de las innovaciones dedica entre cuatro o seis páginas, en las que condensa información de carácter histórico, el estado de las cosas antes de la innovación, así como los impactos positivos y negativos que generó. Muchas de estas innovaciones están en el germen de grandes procesos que han cambiado la vida humana. El contenedor de mercancías, la cadena de frío y el código de barras se sumaron a otros factores que están en el núcleo de la globalización.
Por ejemplo, al norteamericano Harry Gordon Selfridge (1848-1947) le ocurrió que, durante una visita a Londres en 1888, se sintió atraído y visitó unos grandes almacenes. Cuando le preguntaron qué deseaba, y contestó que sólo mirar, lo invitaron a salir del lugar. Dos décadas después Selfridge creó un gran almacén en un terreno muy grande, donde predominaban grandes ventanales, amplios pasillos para caminar y donde se invitaba a los visitantes a mirar, sin obligación de comprar. Selfridge no se imaginó nunca que el gran almacén visual derivaría en los malls diseñados para potenciar el consumismo.
Tampoco Leo Baekeland (1863-1944), que ya había inventado un papel para imprimir fotografías que lo hizo rico, pudo prever que el invento que produjo en su laboratorio en Nueva York, en julio de 1907, el plástico conocido como bakelita, sería un componente de cientos de miles de productos, pero también uno de los mayores factores contaminantes del planeta.
Otro, el extraordinario invento de Alexander Cummings (1733-1814), matemático, jurista, mecánico y relojero famoso, pero, sobre todo, inventor del sifón en forma de S -el tubo doblado que impide que los malos olores provenientes de las aguas negras asciendan hacia nuestras casas o predominen en la atmósfera de las ciudades-, acabaría con el negocio de perfumadores mecánicos para oficinas y hogares que se usaban entonces.
Cuando Alessandro Volta inventó la batería en 1800, no imaginó que, bajo aquellos mismos principios, pero esta vez utilizados para acumular energía solar, la civilización, dos siglos más tarde, podría encaminarse a la solución de la contaminación atmosférica. Tampoco Marco Polo, cuando escribió el Libro de las maravillas del mundo, producto de sus viajes por China, previó que la información que daba cuenta del papel moneda, que llevaba firmas y un sello con tinta bermellón, sería algo adoptado en Europa y se convertiría en los billetes que todavía son fundamentales en los intercambios económicos del mundo.
Cambios sustantivos
El sifón en forma de S de Cummings fue un paso decisivo para reducir el olor nauseabundo que predominaba en Londres a mediados del siglo XIX. Esa innovación, como el arado, la leche de fórmula, el motor diésel, el camión refrigerado y el ascensor responden a la categoría de innovaciones que aparecieron para solucionar problemas que existían en las sociedades.
Cuando pensamos en el hormigón -cuya historia nos remonta hasta la Antigüedad-, nos aproximamos al poderío que pueden alcanzar las innovaciones: pueden cambiar el destino de las civilizaciones hasta el extremo que representa el Burj Khalida, en Dubái, edificio de 828 metros de alto, en cuya construcción se invirtieron más de 4.000 millones de dólares.
El caso de la robótica es más complejo: su fuerza es tan grande que, además de facilitar una nueva vida al ser humano, amenaza con dejar sin empleo a casi 50% de la sociedad en tres décadas
Hay innovaciones que cambiaron nuestra forma de vivir: la escritura cuneiforme, el pasaporte, la píldora anticonceptiva, el código de barras, el banco o los seguros establecieron nuevos modos de relacionarnos con personas e instituciones. Otras, como la consultoría o la propiedad intelectual, son, en el criterio del autor, “ideas sobre ideas”. La invención del dinero móvil ha permitido que en países pobres, con una red comercial muy pequeña, pocas instituciones bancarias y vías de comunicación muy precarias, como Kenia, resolvieran las limitaciones para realizar pagos y transacciones.
El caso de la robótica es más complejo: su fuerza es tan grande que, además de facilitar una nueva vida al ser humano, amenaza con dejar sin empleo a casi 50% de la sociedad en tres décadas.
Harford, como tantos autores que escriben sobre innovación, también se hace la pregunta de si es posible estimularla. Y dice: es fundamental mejorar la educación con la tecnología. Hay que apoyar la investigación básica, hay que propagar la comprensión del alto potencial de la innovación y, llamativo, hay que permitir que personas inteligentes se dejen llevar por su curiosidad, aunque no tengan una idea clara de hacia dónde van.