Sergio Dahbar (ALN).- En ‘El ciudadano Kane’ Orson Welles retrató a William Randolph Hearst, el hombre que era capaz de crear una guerra desde sus primeras planas. Un tipo de propietario de medios de comunicación que ya no existe.
Han pasado 75 años del estreno en Nueva York de El ciudadano Kane, la película con la que Orson Welles revolucionó el séptimo arte en 1941. Y ha transcurrido un siglo del nacimiento de este niño prodigio estadounidense que nunca logró adaptarse al corsé comercial y moral de Hollywood.
Cuando una persona contemporánea se sienta en la oscuridad a ver El ciudadano Kane, puede experimentar inicialmente la sorpresa que despiertan las anacronías. Un joven espectador puede aburrirse en los entresijos de la trama que se cuenta en la pantalla o en el tempo utilizado para narrar los hechos. Contrastada con la actualidad, esta ficción se refiere a un mundo que ha desaparecido y del que hoy sólo podemos tener noticias si entramos en un museo.
De todas maneras, Kane representa un golpe certero a las emociones del espectador, muy a pesar de que se conozca la historia de la película y del personaje que la hizo posible a los 25 años, sin contar con experiencia previa como realizador cinematográfico.
Welles sabía también que haría un comentario más universal sobre lo que el poder puede hacer con un ser humano que alguna vez tuvo buenas intenciones
Como ya lo saben hasta los Simpson, Kane es la reconstrucción de la vida de un magnate periodístico americano. Esa puesta en escena excepcional, con siete testimonios diferentes, que aparecen y desaparecen a lo largo del film, plantean cómo resolver el misterio de la última palabra que balbucea este potentado antes de morir: Rosebud. Para lograr este fin, Welles calcó las maneras de una investigación policial.
Pero hay un sustrato fundamental en la película: acentuar el vacío de sentimientos y afectos que se esconde detrás del éxito, la megalomanía, el narcisismo y la opulencia desmedida. Welles retrató a un millonario conocido por poseer medios de comunicación amarillistas, William Randolph Hearst, pero sabía también que haría un comentario más universal sobre lo que el poder puede hacer con un ser humano que alguna vez tuvo buenas intenciones.
Welles tenía poderosas razones para centrar su atención en Hearst. Él mismo había sido un joven heredero de Chicago, niño prodigio, como Yehudi Menuhin o Mozart, con habilidades naturales para la actuación, el dibujo, la narración oral y la prestidigitación. Hizo Citizen Kane cuando tenía 25 años. Evidentemente sentía una atracción personal por la biografía de Hearst, como si pudiera reflejarse en un espejo deformado.
En la adolescencia Hearst dejó de lado las minas y las propiedades de la familia y se interesó por The Examiner, periódico de medio pelo de San Francisco. En sus manos volvió a conocer el éxito económico y pronto formó parte de una cadena de medios en Estados Unidos.
A fines del siglo XIX, promovió la guerra de Estados Unidos y Cuba. Antes de El ciudadano Kane, ya el escritor John Dos Passos retrató a este magnate que pensaba que podía cambiar el curso de la historia a su antojo. En su libro The Big Money recogió el telegrama que le envió a un corresponsal de prensa en La Habana: “Aporte usted las fotos, que yo aportaré la guerra”.
Kane comienza como un idealista que puede perder un millón de dólares por año sólo por ser libre y sentirse cómodo entre amigos. Rápidamente triunfa, logra que el periódico imprima 684.134 ejemplares y se roba a los mejores reporteros del mercado.
Como bien anota uno de los entrevistados en la película, para Kane el dinero no es importante. Prefiere tener poder, ser alguien, gobernar el país. Así cambia y se transforma en ese ser que quiere poseer todo sin medida, quiere inventar una carrera para una mujer sin talento, quiere que le obedezcan y piensen como él. Así se vuelve despreciable y solitario. Rosebud representa la infancia perdida, el paraíso que nunca regresará, ese momento vital en que el ser humano espera la promesa de felicidad que se anuncia en la juventud.
El ciudadano Kane de Chile
Paradójicamente, El ciudadano Kane posee una vigencia incuestionable. Aún hoy tiende una sombra sobre potentados de los medios que sobreviven agónicos. Quizás el paradigma de todos ellos haya desaparecido el año pasado en Chile. Si había un magnate de los medios en el continente americano que exhibía las maneras megalomaníacas de Charles Foster Kane, era Agustín Edwards Eastman, propietario del centenario El Mercurio, el más influyente de Chile. El hombre que criaba faisanes y los bautizaba con nombres de la realeza británica.
Fue el pater familia que defendió la pureza de sangre de los caballos chilenos; el excéntrico que se jactaba de su Biblia Gutenberg original; el botánico que poseía 10 yates estacionados en diferentes puertos del mundo; el potentado que conspiró desde su biblioteca privada contra los argentinos en la guerra de las Malvinas; el señor que escuchaba música clásica todo el día; el quinto Agustín de su familia desde el siglo XIX. El Mercurio, según Peter Kornbluh, recibió más de cuatro millones de dólares para apoyar la caída de la Unidad Popular de Salvador Allende.
Si había un magnate de los medios en el continente americano que exhibía las maneras megalomaníacas de Charles Foster Kane, era Agustín Edwards Eastman
William Randolph Hearst sabía en 1940 que Orson Welles y el estudio RKO filmaban una película sobre un magnate de la prensa, y que ese magnate se le parecía. Por su manía de grandeza, por su inconmensurable poder, y por intentar convertir a su amante y protegida en una artista célebre.
Se ha documentado cómo la cadena de periódicos de Hearst silenció a Welles, al guionista Joseph Mankiewicz, a la empresa productora RKO. El Radio City Music Hall anunció el estreno para el 14 de febrero de 1941, y luego canceló el compromiso.
Los circuitos comerciales se negaron a exhibirla. Y el productor Louis B. Mayer intentó comprar los negativos por 842.000 dólares: el film había costado 686.033 dólares. La oferta fue rechazada por el protector de Welles, George Schaefer.
Curiosamente, William Randolph Hearst y Orson Welles compartieron el espacio de un ascensor del Fairmont Hotel de San Francisco, la misma noche en que El ciudadano Kane se estrenaba en esa ciudad. Hearst y el padre de Welles habían sido amigos, así que el director de cine se le presentó. Y lo invitó al estreno. El magnate no respondió. Entonces Welles dijo: “Charles Foster Kane habría aceptado…”.