Rafael del Naranco (ALN).- Hay otros contenidos en nuestra biblioteca casera, que son hoscos, ásperos, y cuyos renglones, púas o flechas de ballesta, desgarran, abren cicatrices y escarban en las abatidas remembranzas de la memoria.
Hemos retornado a releer las conversaciones que el fotógrafo Brassaï mantuvo con Pablo Picasso en una ciudad de París con desgarradas irisaciones de niebla arrancadas al Sena, en un destello de días mohínos sin rencores ni pesadumbre.
Las circunstancias actuales debemos asimilarlas igual que vienen, sin padecimiento, ya que si algo transcurre inexorablemente, es el tiempo, y al ser así, mejor es enfrentarlo lo más dócilmente posible bajo la sombra vejatoria del coronavirus.
Esas páginas del húngaro Brassaï, amigo igualmente de Matisse, Dalí o Giacometti, son las que mejor nos han ayudado a vislumbrar la savia reverdecida del genio nacido en las empalizadas del Perchel, arrabal extramuros de Málaga, barriada donde Pablo Picasso comenzó a saber que colorear la existencia era moldear los legatarios atributos de la naturaleza sobre troqueles humanos.
Acompañamos ese vagabundeo sobre los días que van trascurriendo a recuento de la pandemia, con “El desfile de la vida”, páginas del geólogo John Hodgdon, que nos ayudan a descifrar de dónde venimos, la razón de estar aquí, y la certeza que al alba de un tiempo inexorable seremos polvo estrujado.
Al disponer de tantas horas marcadas en las reglas de San Benito, hay tiempo a espuertas para cruzar otras páginas entre un descanso y otro, siendo así que efectuamos un recorrido sobre cuerpos calcinados convertidos en yeso debido a la erupción del Vesubio en los folios de una novela con nombre de “Pompeya”.
Esa narrativa, contada en un tiempo de 48 horas, representa el lapso trágico de ver morirse la ciudad romana de los césares conocida en su época como la perla de la bahía de Nápoles.
Hay otros contenidos en nuestra biblioteca casera, que son hoscos, ásperos, y cuyos renglones, púas o flechas de ballesta, desgarran, abren cicatrices y escarban en las abatidas remembranzas de la memoria.
De estos, nos adjudicamos la antología poética “No vendrá el diluvio tras nosotros”, versos del Premio Nobel Joseph Brodsky, sendero que comenzó en Leningrado (San Petersburgo) y concluyó, ya exiliado, en los Estados Unidos, cuando las fibras de su corazón comenzaban a deshacerse.
En esos poemas se presiente la mano de un profesor que rozaba la heredad de los abedules y que el poeta moldeaba con el apego del alma rusa.
Brodsky bebió (y fumó) la vida a grandes sorbos, y ella se lo llevó de un zarpazo hacia la “orilla de las mieles congeladas”, y así pudo estar cerca de la gran matrona que admiraba, cuyo cuerpo y espíritu, estuvo siempre en las desgracias de su madrecita tierra tan amada. Era la sublime Anna Ajmátova.
Todos alguna vez, al compás de salmodias, hemos abrazado agazapados a hojaranzos, arces y noches blancas, la elegía a John Donne.
Dormido el poeta del afecto metafísico con la alucinación sagaz y las divagaciones envueltas en un caftán, rapta a Brodsky. Así lo señala Jan Sjacel:
“Los poetas no inventan los poemas / El poema está en alguna parte ahí detrás / Desde hace mucho tiempo está ahí / El poeta no hace sino descubrirlo”.
En otra vertiente, existen escritores enseñando esquinas y bifurcaciones en las trochas del resuello. Ejemplo: Adolfo Bioy Casares. Su obra es célebre, apreciada y, aún así, no leída. Los libros, igual a la piel, se arrugan, pierden tersura y se vuelven cartón piedra.
Al argentino le sucede eso, aunque no se lo merecía. El personaje más suyo, Morel, aún sigue en busca de una isla en algún lugar del Río de la Plata. Hay señales de que indaga la figura en el arrecife de su admirado Edgar Allan Poe.
Lo manifiesto, lector: leo y releo de manera durable sus “Historias de Amor”. En uno de sus aforismos señala: “El amor entre personas honestas raramente es inocente”. La frase es cercana al murmullo de un aleteo de cisnes amancebados y quizás uno de ellos herido.
Con Casares –amigo perdurable de Jorge Luis Borges– hay algo siempre al encuentro de un vientecillo libertino en cualquier mañana de un mes porteño: “La vida, sin sus jardines ajenos, tendría otro aislamiento”, señalaba el ciego del barrio de Palermo.
Son pequeños fragmentos breves en una caja de resonancia bajo la envoltura de su fina ironía.
Iniciamos estos párrafos con Gyula Halász – Brassaï – , y finalizamos, hasta que nos llamó el sueño del cercano mar Mediterráneo, con los versos de Rafael Alberti y el amor sufrido de la Ajmátova, lectura admirable que el aliento dulcificado de todo lector o lectora agradecería poder acariciarla.
Su “Réquiem”, tiembla sobre los cuatro los puntos cardinales del planeta… “Yo estaba con mi pueblo, donde mi pueblo estaba siempre por desgracia.”