(EFE).- El alza de los precios de alimentos, las demoras para la implementación de una ley que las proteja y el desplome de donativos azotan a las cocinas colectivas que luchan para matar el hambre en las populosas barriadas de Lima. Hoy agonizan y sus lideresas hacen malabarismos para poder brindar, al menos, un plato de comida al día.
Son las 10 de la mañana y los fogones de la olla común «Jardines del Paraíso» ya tienen casi listo el menú para un centenar de vecinos de la parte alta de uno de los cerros del humilde distrito limeño de Villa María del Triunfo: Carapulcra con quince kilos de arroz y una gallina «solo para darle un poco de sabor».
Hace semanas que, entre esas cuatro paredes de madera contrachapada, suelo de tierra y techo de calamina, apenas se cocina una ración diaria. Ya no tres, como antes. Se redujeron las proteínas, aumentaron los carbohidratos y la aportación por plato trepó de 0,50 a 1,50 soles (0,4 dólares).
«Al principio, era desayuno, almuerzo y lonche, pero ya no se puede solventar para tanto y por el momento estamos dando solamente almuerzos», cuenta a Efe la coordinadora Carmen Norma Julca desde su puesto de mando al que no llega el agua, ni la electricidad, ni la ayuda del Estado.
«Ya no compramos pollo porque se ha elevado mucho. Preparamos quizá una sopa nada más o un arroz verde o amarillo con su huevito frito. No podemos comprar verduras, no cubre. Hasta la cebolla, la papa, todo se ha elevado», agrega la mujer, de 44 años, con su bebé recién nacido en brazos.
Necesidad, madre del ingenio
Como «Jardines del Paraíso», la mayoría de las ollas comunes afloraron de manera espontánea entre marzo y abril de 2020, cuando la llegada del coronavirus desnudó las carencias de millones de familias peruanas que sobrevivían, sin ahorros, de su trabajo diario.
«Se necesitaba llenar la barriga y dijimos ‘pues vamos a hacer algo’ y (…) con vecinas juntamos ollas, maderas que no nos servían y empezamos a cocinar. La necesidad y el hambre fue tan dura», recuerda a Efe Jessyca Laguna, lideresa de la olla común «Granja de Retamal», también en Villa María del Triunfo.
Se calcula que, solo en Lima, unas 250.000 personas se alimentaban en las más de 2.400 iniciativas vecinales de este tipo que surgieron en pandemia y que, con el paso del tiempo, sustituyeron la improvisación por la organización. Siempre en manos de mujeres.
El retorno paulatino a la normalidad redujo el número de comensales que atender, de raciones que servir y, probablemente, también de ollas.
Pero muchas otras resisten todavía hoy a la espera de que acudan en su auxilio las autoridades de un país que en 2020 retrocedió una década en su lucha por eliminar la pobreza, que hoy alcanza al 30 % de su población.
Todo por las nubes
Las ollas han subsistido dos años gracias a la autogestión y las donaciones, pero hoy la solidaridad escasea y, con la inflación más alta del último cuarto de siglo por la guerra entre Rusia y Ucrania, el dinero cada vez alcanza para menos.
«Algunas ollas han cerrado porque ya no se abastecen. La ayuda del Gobierno es insuficiente y hay otras ollas que se autogestionan, se autogeneran ingresos, otras que han bajado las raciones y otras que han aumentado el precio», puntualiza a Efe Carmen Zúñiga, secretaria de la asociación Red de Ollas de Lima Metropolitana.
«En estos tiempos nos hemos tenido que aguantar un poco el hambre», dice Laguna, de 66 años.
En el remoto y árido terreno donde vive la mujer, bautizado como Asociación Civil Alto Retamal, los vecinos, en su mayoría de avanzada edad y dedicados a la crianza de animales, se acercan a la olla alrededor del mediodía a cuentagotas y cargados con sus cantimploras y tápers que rellenan de limonada, tallarines verdes y huevo frito.
Hace días acordaron en asamblea subir el precio simbólico al que venden cada plato de 1,50 a 3 soles (unos 0,8 dólares). Pero son de las pocas cocinas colectivas que aún no pasaron a la leña para ahorrar en gas, pese a que el precio por balón subió de 43 (unos 11,3 dólares) a 53 soles (unos 13,85 dólares) y apenas les dura una semana
Medidas insuficientes
Ante este escenario, las autoridades se arremangaron, pero, al menos hasta ahora, las fichas que movieron poco o nada hicieron para subsanar las arcas de las ollas.
El presidente Pedro Castillo se comprometió a exonerar el impuesto sobre la venta de alimentos básicos mediante una iniciativa legislativa que este mes aprobó el Congreso.
Antes, el hemiciclo había dado luz verde a una ley que reconoce a las ollas comunes como organizaciones sociales de base y les garantiza un financiamiento, pero la norma fue papel mojado hasta este miércoles, cuando Castillo la promulgó.
Para sus promotoras, esta norma resulta «insuficiente» al no contemplar la asignación de un presupuesto directo para las ollas.
Sobre la mesa también hay una ordenanza para paliar la burocracia que impide la recuperación de alimentos en grandes mercados de abasto y hace que se desperdicien unas 90 toneladas diarias de productos que acaban arrojados a la basura.
Pero, por el momento, la resiliencia parece la única senda capaz de encauzar las demoras de los de arriba, para quienes, dice Laguna, los cerros son «invisibles».
«Nos consideramos mujeres valientes, que no nos damos por vencidas y no nos da vergüenza salir a seguir pidiendo y tocando puertas», asegura Julca.