Sergio Dahbar (ALN).- El cineasta colombiano Luis Ospina y el escritor uruguayo Héctor Concari inventaron personajes inexistentes para hacerlos pasar como portentos del arte comprometido y la obra total. Ahora hay especialistas que han comenzado a estudiar la obra de Pedro Manrique Figueroa y Mobutu Ngema. Nadie los va a convencer de que no existen.
La paternidad de la idea pareciera disputarse entre varios continentes, pero su contundencia está fuera de toda duda: una verdad la dice cualquiera. Para mentir hace falta imaginación e inteligencia. Sobre todo, si ese es el camino escogido para desmontar los tics de una izquierda intelectual que por años se creyó dueña de una manera única de registrar la realidad.
Dos ejemplos poseen la contundencia y el humor necesarios para echar el edificio de la verdad histórica por el suelo. Con creatividad y mucha ironía. Ambos tienen que ver con la naturaleza desacralizadora del cine. Uno es un documental, Un tigre de papel (2008), del colombiano Luis Ospina. El otro es el relato “Como en una película de Sam Peckinpah”, que forma parte del libro Yo fui chofer de Dillinger (Literatura Random House, 2008), del uruguayo Héctor Concari.
Un tigre de papel se propone como un documental de un artista plástico colombiano, Pedro Manrique Figueroa, intelectual como muchos de los años 60 y 70, perteneciente al Partido Comunista. Un hombre comprometido. Pedro Manrique Figueroa es un artista del collage y la obra que recupera su historia es una suerte de collage.
Ospina se burla de las aspiraciones de un cine que fue aluvional en los años 60: pretendía encontrar la verdad perdida en los pliegues salvajes del capitalismo
En el corazón del relato de Héctor Concari, “Como en una película de Sam Peckinpah”, hay una broma que comenzó en una cena caraqueña donde despedían al nuevo encargado de negocios de la Embajada de Venezuela en Gabón.
La ocasión estaba servida para un juego de salón. Y uno de los comensales, a medida que bebía y degustaba diferentes platos, creó un cineasta desconocido y genial de Gabón, un africano que deja pequeños a los grandes realizadores de Occidente, Mobutu Ngema.
Nada menos que la revista fracesa Cahiers du Cinema calificaba a todo el cine occidental de “nota al pie de página de la obra de Ngema”. Otra publicación especializada, Positif, profetizaba que “Eisenstein, Renoir o Rosellini, por citar algunos, podrían y deberían ser considerados apenas unos precursores de una obra como la de Ngema, que logra traer al cine la conciencia de sí mismo de la que el cine occidental tanto carece”.
Al día siguiente, ya libre del efecto de una cena memorable, el comensal escribió un cuento que luego integró a un libro de relatos. Mobutu Ngema se convirtió en carne y hueso cuando pasó de la construcción verbal -cargada de alcohol- a la letra impresa. Una verdad de esas que los amantes de obras oscuras y difíciles comenzaron a comentar. “¿Quién ha visto una película de Mobutu Ngema?”.
El arte de trasmutar una mentira en verdad para reírse del mundo y mostrar una caricatura de poses culturales y excentricidades de muchos colores, no es nuevo. Pero sin duda tiene en Ospina y Concari dos relevos de lujo.
La paradoja perfecta
Ospina se burla de las aspiraciones de un cine que fue aluvional en los años 60: pretendía encontrar la verdad perdida en los pliegues salvajes del capitalismo. Darle la voz a los que nunca habían podido hablar. Corporizar ideológicamente un silencio y convertirlo en piedra de toque.
De eso se burla afanosamente Ospina en Un tigre de papel, que ganó el premio al mejor documental en un festival organizado por Telesur, el canal que creó Hugo Chávez para trasmitir lo que otros callan. Buena broma. Ospina utilizó materiales de archivo y entrevistas, las mismas herramientas que muchos cineastas han utilizado para remarcar una verdad. En este caso era todo lo contrario, porque Pedro Manrique Figueroa nunca existió.
Una de las curiosidades de Un tigre de papel es un entrevistado ruso que comenta la historia del artista plástico. Lo hace en ruso. En ese momento aparecen subtítulos con la traducción al español. Lo interesante es que esos subtítulos no se corresponden con lo que el ruso habla. Un juego imposible de descubrir porque los rusos que ven la película no se fijan en los subtítulos y los que no saben ruso tampoco están pendientes de unas palabras que dicen cualquier cosa.
Uno de los comensales, a medida que bebía y degustaba diferentes platos, creó un cineasta desconocido y genial de Gabón, un africano que deja pequeños a los grandes realizadores de Occidente
Ospina trastoca todo el tiempo la realidad, al colocar gente que conoció al artista que es mentira, al utilizar tomas de regiones del mundo donde nunca estuvo, al jugar con una apariencia de cine documental objetivo, para entregar una gran farsa que deja al desnudo un cine que por muchos años intentó convencer al mundo de que era una verdad absoluta.
Ospina hasta se da el lujo de jugar con la frase de Joseph Goebbels, que si uno repite una mentira muchas veces se transforma en verdad, como es el caso de Pedro Manrique Figueroa, convertido en leyenda a punta de repetir falsedades.
O como sucede con Héctor Concari y su frankenstein Mobutu Ngema, ese director de una ópera prima llamada El tranvía de las 3 y 10 pasó frente a mi casa el día lluvioso en que Maud me dejó por otra mujer (1965), “título con el que Ngema recrea la vida en Libreville en momentos cruciales para el país que abandona su etapa colonial”.
La paradoja perfecta de estos dos iconoclastas latinoamericanos es que han echado a rodar los dados de un azar peligroso: hay especialistas en diversas partes del mundo que han comenzado a estudiar la obra de Pedro Manrique Figueroa y Mobutu Ngema, dos portentos del arte comprometido y la obra total. Nadie los va a convencer de que no existen. Sus obras hablan por sí solas. De hecho, hay cinematecas que quieren programar una retrospectiva de la obra de Ngema.