Pedro Benítez (ALN).- En México, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) está empeñado en otra batalla crucial en su propósito por instaurar una hegemonía política aplicando el conocido truco de, una vez alcanzado el poder por medios democráticos, cambiar las reglas de la democracia para continuar en el poder. Un Hugo Chávez, pero a la mexicana.
Desde su llegada a la Presidencia de ese país en diciembre de 2018, navegando en su propia popularidad personal, y en las disputas y desprestigio de los partidos políticos opositores (que lo antecedieron en el ejercicio del Ejecutivo), su partido Morena ha ido ganando la mayoría de los gobiernos estatales, reemplazando así el anterior predominio del viejo Partido Revolucionario Institucional (PRI) y conservando, además, el control político en la Ciudad de México, bastión de la izquierda mexicana desde 1997.
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La alta aceptación en el aprecio de la mayoría de sus conciudadanos por parte de López Obrador no es algo extraño. De hecho, es similar a lo que tenían al cuarto año de sus respectivos mandatos presidenciales Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón. Sin embargo, en este caso esa circunstancia le ha dado una enorme fuerza política para sus planes.
A lo largo de estos cuatro años no ha cesado en su empeño, nada disimulado, por restablecer la Presidencia imperial mexicana que como partido único protagonizó el PRI entre 1929 y 1994. Un Presidente fuerte, centralizando todos los poderes del Estado en su persona. De eso se ha tratado el proceso político que él mismo ha bautizado como la Cuarta Transformación.
Las dos estrategias de López Obrador
En ese sentido AMLO ha adelantado dos estrategias que han resultado muy polémicas. Por un lado, le ha dado cada vez mayor presencia a los militares activos en distintas áreas de la administración pública federal haciéndolos, en la práctica, aliados de su proyecto. Desde la construcción del Aeropuerto Felipe Ángeles y del Tren Maya, hasta el reparto de vacunas contra la covid-19, hoy el Ejército mexicano tiene un protagonismo que no conocía desde 1946, cuando el último general/presidente, Manuel Ávila Camacho, entregó la Presidencia a un civil.
Esto ha resultado tremendamente controversial porque, entre otras cosas, está fresco en la memoria las desastrosas consecuencias de haber involucrado directamente al Ejército en la llamada guerra contra el narcotráfico durante el sexenio del ex presidente Felipe Calderón (2006-2012). La izquierda mexicana, empezando por López Obrador, fue muy crítica de aquella decisión. Pero, como suele ocurrir, las cosas se ven muy distintas una vez que uno se ha sentado en el Palacio Presidencial.
No obstante, el pasado mes de agosto AMLO, ignorando al Congreso, decretó la militarización de la seguridad pública al trasladar el mando de los 114.000 efectivos de la Guardia Nacional de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (civil) a la Secretaria de Defensa (de mando militar). Pese a la polémica desatada, esa no ha sido una decisión impopular, en particular en aquellas regiones muy afectadas por la violencia del narco.
Cambiar ciertas reglas
La otra estrategia ha apuntado a ponerle la mano al Instituto Nacional Electoral (INE) y cambiar ciertas reglas del proceso comicial por medio de una reforma constitucional. Es lo que ha intentado hacer desde que presentó esa propuesta al Congreso en abril de este año.
Los aspectos más llamativos de la misma son la reducción en el número de diputados y senadores, la disminución del financiamiento a partidos políticos, el recorte de los minutos diarios que estos disponen por ley para promocionarse en la televisión nacional y una clave: que los consejeros del INE (un ente autónomo), así como los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial, sean propuestos por los tres poderes públicos y elegidos por medio de voto popular en elecciones abiertas. Con lo cual, el partido mayoritario, es decir, el de López Obrador (Morena), quedaría con el control de estas instancias por medios, en apariencia, democráticos. Esos son cargos que, hasta ahora, han sido designados por acuerdo entre los partidos políticos, en base a ciertas reglas previamente acordadas con el fin de que ninguno los domine, así disponga de la mayoría popular, bajo la premisa, según la cual, en una democracia siempre se debe garantizar que los que hoy son minoría mañana puedan ser mayoría. Tal como ocurrió en el largo camino al poder del actual mandatario mexicano.
Lo que desea López Obrador
Pero, esas son las reglas que López Obrador desea modificar a fin de que su grupo, Morena, conserve el poder, tal como hizo el PRI durante sus siete largas décadas de hegemonía. La coartada es muy sencilla: impedir que la “derecha”, los “conservadores”, vuelvan al poder nacional.
Sin embargo, un aspecto que hasta ahora AMLO no se ha atrevido a tocar es la disposición constitucional de la no reelección presidencial absoluta que, en México, es un tema casi sagrado desde el fin de la Revolución mexicana (1910-1920). Pero lo que sí luce evidente es que intenta controlar la sucesión presidencial del 2024. Aquí, nuevamente, viene al recuerdo el viejo sistema priista, en el cual, el Presidente no se podía reelegir pero sí imponía a su sucesor en el cargo por las buenas y por las malas. El casi olvidado “dedazo”.
Esto es, básicamente, lo que está intentando reeditar López Obrador. Retrotraer a México a la etapa previa de la transición democrática del año 2000, cuando por primera vez en la historia de ese país un presidente entregó el mando pacíficamente a un opositor.
Tema sensible
Probablemente sea esa historia, no tan lejana, lo que haya despertado un resorte democrático en una parte importante de la sociedad mexicana que ha decidido intentar detener a AMLO en este punto. A diferencia de lo ocurrido con la militarización de la seguridad, que quedó como un tema a resolver entre políticos, en esta ocasión el intento por controlar el INE ha sido respondido con la más importante movilización de calle contra alguna iniciativa presidencial desde que López Obrador llegó al Palacio Nacional. El pasado domingo centenares de miles de personas se manifestaron en diversas ciudades de México, y de su capital, en defensa del INE y a fin de presionar al Congreso para que no apruebe la reforma propuesta.
Aunque es prematuro afirmar que este sea un punto de quiebre del, hasta ahora, imparable avance del lopezobradorismo, sí luce alentador constatar que la del pasado domingo ha sido la primera manifestación en México no realizada para protestar en contra de un presidente o favor de una parcialidad, sino para defender una institución. La autonomía del INE ha sido un tema muy sensible en México y se puede afirmar que la historia de su democratización es la historia de la lucha contra el fraude electoral sistémico. Una lucha de la cual la izquierda mexicana y el propio López Obrador fueron protagonistas. Las reformas electorales de 1994 y 1997 sirvieron de llave para abrir el cerrado régimen anterior hacia la apertura democrática y posteriormente introducidas como normas con rango constitucional.
Modificar la Constitución
De modo que modificarlas, implica modificar la Constitución, para lo que Morena necesita mayorías especiales en el Congreso. Para ello requiere los votos del disminuido PRI, que luego de varias semanas en vilo con respecto a su posición, y ante la presión ciudadana, ha oficializado su postura en contra de la propuesta presidencial. La reforma planteada requiere de las dos terceras partes de la Cámara baja que Morena, por sí sola, no tiene. Además, dentro de sus propias filas se han dado señales de disidencia.
Sin embargo, no por eso AMLO ha dado su brazo a torcer. Por el contrario, ya anunció su plan B que consiste en pasar la reforma del sistema electoral mediante leyes secundarias, acompañado, como ya ha ido acostumbrado a su público, con los respectivos insultos y descalificaciones en contra de los “fifi”, la clase media y los conservadores. Y, por supuesto, no ha podido faltar la convocatoria de su contramarcha para el próximo 27 de este mes.
La ventaja de AMLO es una oposición partidista que sigue dividida y marcada por el desprestigio de los gobiernos anteriores. Su desventaja podría ser la determinación de una parte de los mexicanos para que uno de sus lemas nacionales siga vigente: “sufragio efectivo, no reelección”.