Pedro Benítez (ALN).- Si se quiere saber la razón por la cual millones de latinoamericanos siguen sumidos en la pobreza, y la región no termina de desarrollar todo su potencial, basta con escuchar las predicas matutinas del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), o hacerle seguimiento a sus políticas.
El pasado viernes 19 de mayo ordenó la ocupación por parte de personal armado de la Marina de 120 kilómetros de vías férreas, ubicadas en Veracruz, que venían siendo operadas desde 1998 en forma de concesión por la empresa Ferrosur S.A., en la que el Grupo México, un conglomerado empresarial que incluye la minera más grande de ese país y la quinta mayor productora de cobre a nivel mundial, detenta el 70 % de la participación accionaria. La decisión presidencial incluyó la toma de sus instalaciones, que no son parte de la concesión otorgada por el Estado mexicano, valuadas en alrededor de 500 millones de dólares para trasladarlas a una empresa manejada por los militares.
El argumento expuesto por AMLO es que para su gobierno es “imperativo tener el control y administración de todas las líneas ferroviarias que comprenden el proyecto del Corredor Interoceánico”, que considera es una de las obras clave de su administración. En una de sus ruedas de prensa el mandatario aclaró que se trata de un “rescate de la concesión” y no de una “expropiación”.
Sin embargo, la decisión presidencial, en particular la puesta en escena, que tomó por sorpresa a analistas, inversionistas y, por supuesto, a los afectados, ha sido tomada como otra mala señal (de varias desde que fue elegido) que AMLO envía al sector privado mexicano. No ha faltado quien recuerde la fatídica expropiación de la banca por parte del ex presidente José López Portillo al final de su mandato en 1982 que profundizó la crisis económica que ese país atravesaba por esa época.
Por supuesto, las críticas más ácidas contra el decreto presidencial han venido desde las filas opositoras. La senadora del Partido Acción Nacional (PAN) Lilly Téllez, desde su cuenta de Twitter, hizo la analogía ineludible: “AMLO expropia usando a los militares (…) Expropiar es robar y así empezó Venezuela”. Por su parte, el presidente de esa organización fue más moderado, pero ha señalado que la misma: “es una pésima señal para el mundo, un duro golpe a la certidumbre, contra la inversión y el crecimiento económico”.
Ahora bien, la historia pequeña detrás de la historia principal es la mala relación personal que ha habido, desde la campaña electoral de 2018, entre López Obrador y Germán Larrea Mota Velasco, segundo hombre más rico de ese país y director ejecutivo del Grupo México. Larrea es heredero de un conjunto de empresas cuyos buenos negocios han sido alimentados, en no poca medida, por los contactos con los gobiernos de turno en el contexto del típico “capitalismo de amigos” que ha caracterizado a Latinoamérica, donde, en demasiadas ocasiones, el éxito en los negocios no es consecuencia del talento, el trabajo o la suerte, sino del favor de quien ocupa el Palacio Presidencial, que así como puede dar, también puede quitar. Una cuestión de poder.
Todo indica que esta es la lógica con la cual AMLO ha procedido en este caso. Él tiene el poder y cada vez que puede lo hace recordar. Además, Larrea no ha hecho ningún esfuerzo por mantener una buena relación con el mandatario, a diferencia de otros grandes empresarios mexicanos como su socio Carlos Slim (éste regularmente lo visita y almuerzan juntos).
Como se podrá apreciar, López Obrador no está intentando “corregir” o reformar el capitalismo mexicano en el que todavía, por lo visto, sigue predominando la arbitrariedad del poder político por encima de las reglas claras que sean aplicadas para todos por igual, donde se promueva la inversión productiva y la libre competencia. Porque, además, esto ocurre en un contexto en el cual el mandatario mantiene una lucha abierta contra la Suprema Corte de Justicia, a la que señala por hacer lo que se supone se encuentra entre sus atribuciones (según la constitución mexicana): limitar el poder presidencial.
López Obrador no es enemigo per se de los empresarios, ni le molesta demasiado que hagan negocios, siempre y cuando sean amigos de él. Así es como, consciente del terreno que pisa, el astuto Carlos Slim (el más rico de México) no ha dejado de cultivar su buena relación con el Presidente en la cual los dos comparten afición por el béisbol y ha apoyado públicamente sin chistar todas sus iniciativas (sus empresas participan en la fabricación de equipos para la refinería de Dos Bocas, de tres plataformas para Petróleos Mexicanos (Pemex), y del tramo II del Tren Maya). Por su parte, López Obrador no se ha ahorrado elogios para su amigo al que ha descrito como: “el empresario más austero y más institucional de México, que es también nuestro orgullo”.
De modo que con AMLO no hay que confundirse, se trata de un populista de izquierda pero al mismo tiempo conservador. Contrario a lo que puede esperarse, el suyo no ha sido un gobierno derrochador de grandes déficits fiscales tipo kirchnerismo o chavismo. Eso puede explicar la estabilidad en el valor del peso mexicano y de la inflación. Pero tampoco es un gobierno de corte socialdemócrata a la europea donde a ningún gobernante sueco o noruego se le ocurría proceder contra una empresa privada con ese tipo arbitrariedad.
Su Cuarta Transformación, como ha denominado a su proyecto político, ha consistido en el intento por restaurar la presidencia imperial mexicana que caracterizó la etapa 1929-2000, pretendiendo someter a la Corte y al Instituto Federal Electoral a su control, asegurándose que el próximo presidente sea seleccionado por él y, de paso, amarrando a su sucesor a sus políticas actuales. Es el viejo PRI, ese es su sueño.
Pero al mismo tiempo, ese intento por volver al pasado ha implicado una sucesión de oportunidades perdidas para México desde que juró su cargo en diciembre de 2018. Desde haber cancelado la construcción en pleno desarrollo de un nuevo aeropuerto para la Ciudad de México, en los terrenos del lago de Texcoco, donde había muchos proyectos privados en marcha, para sustituirlo por otro construido a toda prisa y gestionado por militares; hasta su obstinada oposición a la reforma energética de 2013 que ponía fin al monopolio de Pemex y abría el sector petrolero mexicano a la iniciativa privada y extranjera, a cambio de mantener su plan de autosuficiencia energética que es pagado con los impuestos del contribuyente mexicano. Mientras que desde el otro lado de la frontera norte, en un marco legal muy distinto, su vecino sigue desarrollando todo su potencial energético.
No hay que buscar muchas vueltas ni explicaciones, las masas desheredadas latinoamericanas siguen migrando en caravanas hacia el “sueño americano” por gobiernos como los de López Obrador.
@PedroBenitezf