Pedro Benítez (ALN).- Todo indica que la nueva ola a la izquierda que en América Latina empezó con la elección en México de Andrés Manuel López Obrador en julio de 2018 se consolidará. Si los sondeos de opinión cumplen sus pronósticos, o no hay sorpresas de último momento, Colombia y Brasil se sumarán al grupo este año.
Con el senador y candidato del Pacto Histórico, Gustavo Petro, Colombia se estrenaría con un presidente perteneciente a este sector político por primera vez en su historia, siendo el único país de Sudamérica que nunca fue parte de la primera ola que en su día inició el ex presidente venezolano Hugo Chávez en 1998, y a la que luego se agregaron Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador, con Luis Ignacio Lula Da Silva, Néstor Kirchner, Evo Morales y Rafael Correa respectivamente.
El previsible retorno del ex presidente Lula Da Silva, luego de las elecciones previstas para octubre de este año, dejaría a Brasil, el gigante del vecindario, completando el cuadro e inclinando la balanza una vez más.
Breve paréntesis
Con la excepción de Venezuela, desde el 2015 en adelante, y por medio de distintas circunstancias, cada uno ellos o sus respectivos movimientos fueron saliendo del poder, aunque, como se podrá apreciar, ha sido un breve paréntesis.
Exceptuando el caso chileno, estos presidentes en el ejercicio de sus cargos, o los aspirantes a serlo en esa oportunidad, han tenido y tienen dos cosas en común: Son líderes típicamente populistas, con tendencias personales más o menos autoritarias y mesiánicas que cuestionan, en mayor o menor medida, las instituciones democráticas de sus respectivos países.
Por otro lado, han tenido (o tienen) una actitud benigna, cuando no de simpatía poco disimulada, por regímenes “fuertes”, no democráticos o abiertamente dictatoriales, desde la Cuba de Díaz-Canel hasta la Rusia de Vladimir Putin. Veamos, por ejemplo, el reproche de López Obrador por la exclusión de los gobiernos de Nicaragua, Cuba y Venezuela de la próxima Cumbre de las Américas o el ambiguo comentario de Lula Da Silva equiparando responsabilidades por la invasión rusa a Ucrania.
Un libreto que se repite
De modo que se puede decir que esas combinaciones son poco recomendables. Y efectivamente, ha sido un común denominador que, una vez en el poder, usen la coartada de combatir a la corrupta élite política y empresarial por la cual las mayorías les eligieron, para a continuación pelearse y acosar a los medios de comunicación críticos, intentar doblegar a los tribunales de Justicia e instaurar un nuevo grupo de poder con acólitos que terminan siendo tan o más corruptos que los desplazados.
En cada caso, con sus características, matices y circunstancias nacionales, el libreto se parece. Desde México con López Obrador llamando traidores a la patria a los diputados que no apoyan su reforma eléctrica, a la Argentina con Cristina Kirchner siendo el auténtico poder que opaca al presidente (postulado por ella) Alberto Fernández.
Si en Europa el populismo viene por lo general desde la derecha más conservadora o reaccionaria, en América Latina ha venido tradicionalmente por la izquierda. Por supuesto, tenemos las notables excepciones (que, por cierto, amenazan con hacerse más frecuentes): el atrabiliario Jair Bolsonaro en Brasil, el impredecible Nayib Bukele en El Salvador y habría que recordar el precedente del exmandatario colombiano Álvaro Uribe, en las antípodas ideológicas del populismo de izquierda latinoamericano pero con un estilo personal bastante parecido.
El miedo a la “venezolanización”
Si bien, de acuerdo a la presunción de inocencia no se puede juzgar, por ejemplo, las acciones que tomará el Gustavo Petro de ganar la Presidencia de su país, ni el resultado final del proyecto de Constitución que discute la Convención Constituyente chilena, abrumadoramente dominada por la izquierda radical, lo cierto es que por sus inclinaciones y antecedes las consecuencias no lucen muy auspiciosas para los ciudadanos de esos países.
El malestar que lleva a los pueblos a desear un cambio radical es real. No obstante, la experiencia enseña que el remedio puede ser peor que la enfermedad.
Esto ha hecho que muchos de los adversarios de esta corriente que se pasea por América Latina teman legítimamente que sus países se transformen en la próxima Venezuela.
El miedo a la “venezolanización” ha sido usado, manoseado y abusado al punto que, por lo visto, ha perdido efectividad electoral. Sin embargo, no deja de tener validez. Es decir, que por medio de la democracia se elija a un gobernante que una vez en el poder no actúe democráticamente.
Por lo tanto, no está demás intentar aprender algo del proceso político venezolano de las últimas dos décadas. ¿Cómo evitar seguir el camino de la que fue la principal democracia de la región? ¿Qué lección pueden sacar los salvadoreños, colombianos, peruanos, mexicanos o chilenos de esa experiencia?
De cómo la oposición venezolana entregó el terreno al adversario
Más allá de afirmar, como lo ha hecho el académico estadounidense Steven Levitsky, que la democracia en Venezuela está muerta, estas son preguntas que muchos analistas latinoamericanos se formulan seriamente, con la esperanza que las democracias en sus respectivos países no se mueran.
Y, quizás, la principal lección que se pueda obtener de la larguísima lucha que una parte muy importante de la sociedad venezolana ha dado contra el proyecto autoritario chavista sea de un error: Entregar el terreno de la legitimidad democrática al adversario.
No se trata ahora de cargarle la mano a la sociedad venezolana que durante dos décadas ha exhibido una constancia, valentía y determinación que en muchas ocasiones ha sido épica.
Pero para comprender, hay que salirse un instante del cuadro donde hay un victimario (que lo hay y es el régimen) y hay una víctima (la sociedad venezolana en su conjunto). Porque más allá de la diatriba, la guerra de dimes y diretes, de la polarización y del propósito de un grupo de quedarse con el poder para toda la vida, en Venezuela se suele pasar por alto aquellas acciones que involuntariamente facilitaron el proyecto hegemónico.
En ese sentido, la principal, sino la única lección es esa. Cada vez que por alguna circunstancia el campo democrático venezolano fue descarrilado del difícil terreno de la lucha cívica y electoral sobrevino un desastre todavía mayor.
La oposición venezolana cae en la trampa
Ciertamente los gobiernos chavistas hicieron todo lo que estuvo en sus manos para que eso ocurriera, pero fueron los dirigentes, a los que en diversos momentos les tocó llevar la conducción de la oposición venezolana, quienes cayeron en la trampa que se les tendió. Y no una, sino varias veces.
La primera y más catastrófica de todas fue el intento (la chapuza) por desplazar del poder a Chávez por medio de un golpe de mano el 12 de abril del 2002. La siguiente, que se ha repetido una y otra vez es la de abandonar el terreno electoral (2005 y 2017) o cantar fraude de manera irresponsable y sin tener las pruebas en la mano (2004 y 2013). Esos caminos siempre se tomaron empujados por la desesperación, el miedo, la histeria, y no pocas veces por la superficialidad. Y sus consecuencias han sido la división, los enfrentamientos y la desconfianza que hoy dominan en la oposición venezolana.
Hay que decir que en la historia contemporánea latinoamericana, usar atajos no democráticos para desplazar del poder a un gobernante que, aunque elegido democráticamente, no se comportaba como tal, no ha sido un hecho exclusivo de Venezuela. En Argentina se pensó que la enfermedad se remediaría mediante uno o varios golpes de Estado. La consecuencia en ese caso fue la victimización del peronismo. En Venezuela el resultado ha sido la consolidación del chavismo.
Advertencias a tener presente
Se suele olvidar, como mucha facilidad, que la habilidad del anterior Jefe del Estado venezolano consistió en instaurar su régimen autoritario usando la democracia, y el amplio apoyo popular con que contó por años, para destruir la propia democracia. Modificar la Constitución, introducir la reelección presidencial indefinida, suprimir controles sobre su gestión, concentrar poder en su persona y perseguir a medios críticos y políticos opositores fue parte del manual de procedimientos que tanto Evo Morales como Rafael Correa copiaron con mayor o menor fortuna. Él fue el Juan Bautista del populismo iliberal que hoy atemoriza a Occidente.
Este es un aspecto que no puede ignorarse al considerar la deriva que ha tomado Venezuela. En una América Latina donde esos métodos fueron, están y tal vez sean usados una vez más (veamos lo que está ocurriendo en El Salvador), son advertencias que siempre hay que tener presentes.
Por tanto, si algo se puede aprender de la tragedia venezolana que sirva de guía para todos aquellos dirigentes o movimientos latinoamericanos que se opongan a las ola populista en desarrollo, es que deben aferrarse, casi que con desesperación, a los instrumentos de la propia democracia. Por más cinismo y engaños con que se quieran presentar como una causa justa lo que en realidad es una aspiración autoritaria. El engaño es inteligente. Solo le puede vencer con mayor inteligencia.