Pedro Benítez (ALN).- En su libro testimonial de 2021, La Venezuela que viví, la ex ministra de Relaciones Exteriores y ex embajadora de Colombia en Venezuela, María Ángela Holguín, rememora las dudas que un grupo de representantes diplomáticos latinoamericanos, que compartieron su etapa de trabajo en Caracas, tenían ante a la convocatoria del hoy olvidado paro petrolero de diciembre/enero de 2001/2002.
«Todos expresamos una honda preocupación por la manera como se deterioraba la democracia dentro de la supuesta ‘legalidad’ y cómo la oposición no tenía un plan B distinto al paro, las marchas y las guarimbas (…) Mientras avanzaba la organización del movimiento huelguístico, varias veces (…) les dijimos a sus dirigentes que parar la economía del país de manera indefinida era una locura porque no se veía claridad en lo que se pretendía, y además creíamos improbable que Chávez se fuera con un paro”.
Sin embargo, Holguín agrega que: “(Se) decía que si la industria (petrolera) paraba, Chávez no tenía cómo mantenerse en el poder”. Páginas 72-73.
Lo demás es historia. Pero como todo indica, una historia olvidada, porque uno de los aspectos más frustrantes del debate público en Venezuela es la aparente baja capacidad de aprendizaje colectivo. Una y otra vez la sociedad venezolana tiende a cometer errores parecidos sin detenerse a ver su pasado inmediato, ya no digamos el lejano. Esto ha venido a ser parte de la conducta opositora al chavismo que ante sus sucesivos fracasos no se detiene a reflexionar sobre las razones de los mismos y sus consecuencias, sino que se limita a enfocarse exclusivamente en la maldad de su adversario.
Así fue, y ha sido, con el Carmonazo, el citado paro petrolero, la abstención de 2005, repetida luego con los mismos resultados en 2018 y 2020. Esos eventos deberían evaluarse por sus resultados y no por sus motivaciones.
Que un grupo de pistoleros chavistas les cayeran a tiros a una marcha opositora en el centro de Caracas y que el ex presidente Hugo Chávez pretendiera activar el Plan Ávila, no justificaba el golpe de Estado que al día siguiente perpetraron Pedro Carmona Estanga y un grupo de aventureros. O que el intento de sujetar PDVSA a su proyecto de poder político personal por parte del entonces primer mandatario nacional, no puede hacer pasar por alto que el intento de detener la industria petrolera nacional fue un grave error.
Tampoco la larga lista de violaciones a la ley y los abusos que tanto el Consejo Nacional Electoral (CNE), como el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), han realizado o permitido a lo largo de dos décadas son explicación exclusiva para que los partidos de oposición abandonaran su principal arma de resistencia: el voto.
Detrás de cada uno de esos acontecimientos hubo decisiones tomadas al calor de un profundo estado emocional de indignación que en su día dominaba a la oposición. Y en cada uno de ellos las consecuencias fueron totalmente contraproducentes.
Chávez purgó a la Fuerza Armada Nacional de oficiales que no le eran afectos, tomó el control total de PDVSA (con las consecuencias que ya conocemos) y el chavismo se aprovechó de la línea abstencionista de sus adversarios para avanzar en su control institucional sin que eso mellara su propio poder.
¿Es Maduro más débil?
Si la política se mide por sus resultados, lo sensato y razonable sería evaluar esas decisiones por sus resultados y no por lo que motivó a tomarlas.
Es lo que ocurre en la actualidad con la polémica desatada con las sanciones comerciales estadounidenses a la economía venezolana que entraron en vigencia en marzo de 2019.
La cuestión planteada hoy no es la razón por la cual se tomaron (aspecto, no obstante, ineludible), ni sobre la legitimidad, representatividad o los conflictos de intereses reales o supuestos de quienes hoy cuestionan su efectividad, y ni siquiera si deben ser levantadas unilateralmente y sin condiciones por parte del inquilino de Casa Blanca (el único que lo puede hacer), algo que, por cierto, nadie criticó al chavismo está formulando.
El asunto, más allá del anecdotario, por encima de la controversia y de toda distracción, es si las citadas sanciones han conseguido o no su propósito. O al menos, si lo están consiguiendo.
O para formular la inquietud de otra manera: ¿Nicolás Maduro está políticamente más débil hoy que en 2017 o 2019? ¿Se puede afirmar con absoluta seriedad que en estos momentos sólo puede negociar el menú que comerá en el avión que lo llevara al inaplazable exilio?
El «golpe decisivo»
Volvamos un momento en el tiempo. Las sanciones comerciales aplicadas a partir de marzo de 2019 por el gobierno de los Estados Unidos contra lo que quedaba de la industria petrolera venezolana se concibieron bajo la premisa de que serían el golpe decisivo para derribar a Maduro. En un sonado discurso en la Universidad Internacional de Florida, el entonces presidente Donald Trump dio como un hecho inminente la derrota de las “tiranías” de Venezuela, Cuba y Nicaragua.
“Debemos aprovechar este momento. El momento es ahora. Venezuela será un país libre y amigo de la región”, aseguró en aquella ocasión.
Lo cierto es que por esos días en distintas cancillería del hemisferio se daba como seguro la caída en pocas semanas de Maduro. La situación se veía como insostenible dentro del país y la inquietud en los cuarteles inocultable.
Luego de muchas dudas dentro de la administración Trump sobre su efectividad, y con la oposición (paradójicamente) del lobby petrolero norteamericano amigo de los republicanos, las temidas sanciones comerciales entraron en vigencia.
En la Casa Blanca se pensó que sancionar los intercambios comerciales de PDVSA con el resto del mundo contribuiría a acelerar el colapso final del régimen autocrático en Venezuela. Por entonces la producción petrolera venezolana había caído de los 3.5 millones de barriles día en los primeros años del siglo, a 2.5 en 2013, y de ahí a 1.1 millones en a finales de 2018 según cifras de la OPEP.
“Algo hay que hacer”
Luego de ser por varias décadas exportador de gasolina y productos refinados, el país se había transformado (ya durante los años de Chávez) en un crónico importador, y no por falta de petróleo. De modo que todo eso indicaba que la columna vertebral de la economía venezolana, y del régimen chavista se estaba desmoronando. Solo le hacía falta un empujón.
Persuadido por sus asesores, y con esos datos en la mano, Trump tomó la decisión que se suponía sería la bomba atómica económica definitiva. Después de todo, en el caso de Venezuela, “algo hay que hacer” razonaron sus asesores.
No obstante, de allá para acá, y tal como muchos temían, se ha demostrado que esas sanciones pueden ser burladas por muy diversas maneras, alimentando, de paso, una enorme economía negra. Hay tres gobiernos expertos en evadirlas y que no por casualidad han sido aliados de Maduro: Cuba, Rusia e Irán.
En un hecho paradójico, las medidas solo contribuyeron a acelerar el giro pragmático que el Gobierno le dio en la economía durante 2019, y que permitió superar casi como por arte de magia la escasez de alimentos así como de la mayoría de las medicinas, que el país venía padeciendo de manera creciente desde 2013. Desde entonces todo eso se consigue en las principales ciudades venezolanas, aunque más del 90% de la población no tiene ingresos suficientes para adquirir lo que necesita.
La astucia de Maduro
Maduro se dio el lujo en diciembre de 2019 de aparentar una burbuja de consumo en Caracas, aunque la misma reventó al mes siguiente porque quemó las pocas reservas de divisas que le quedaban al país.
Hoy algunos presentan como un mérito de las sanciones esa relativa apertura económica. No entremos a discutir si esa afirmación es cierta o es falsa; si el “cambio” económico se debe a las sanciones o han sido consecuencia de una larguísima depresión y la hiperinflación, es decir, del desastre que el mismo chavismo gesto. En cualquier caso, lo que eso demuestra es la astucia de Maduro para adaptarse y sobrevivir.
Veamos otro ejemplo, la escasez de gasolina que no es algo reciente en Venezuela. La crisis de abastecimiento de combustible tiene años en estados como Táchira, Apure, Amazonas, Barinas o el Zulia, secuela del masivo contrabando estimulado por el anteriormente ridículo precio de la gasolina y el desplome en el sistema de refinación de la industria petrolera nacional. Pero cuando las sanciones comerciales entraron en vigor, esa crisis golpeó con toda fuerza a Caracas, la vitrina del país.
En medio de eso Maduro se las arregló para enviar toneladas de oro a Irán a cambio de tanqueros con gasolina que le permitieron paliar la situación. Pese a la devastación que ha padecido, Venezuela es un país de enormes recursos naturales que el régimen explota sin misericordia alguna. Es importante nunca olvidar este detalle.
¿Funcionan las sanciones?
De modo que lo que hasta ahora hemos visto es la enorme capacidad de resistencia de la población venezolana por un lado, y por otro, las maneras casi infinitas de Maduro para evadir el acoso de las sanciones estadounidenses. Un juego del gato y el ratón que puede seguir por años y años.
Es claro que la crisis de Venezuela no se debe a las sanciones comerciales. Ellas no tienen nada que ver con que el país haya sido el único exportador importante de petróleo en el mundo en caer en hiperinflación, o del colapso del servicio eléctrico nacional a pesar de tener varias de las centrales hidroeléctricas más grandes del continente. La ineptitud del chavismo para gobernar no tiene límites. Pero ha sido inversamente proporcional a su capacidad para aferrarse al poder.
La economía venezolana ha sido sancionada como consecuencia de las acciones políticas de Nicolás Maduro en contra de las reglas de democracia. Sin embargo, la experiencia ha demostrado que las sanciones de este tipo nunca son eficaces para remover a una dictadura. Les causa todo tipo de problemas que preferirían ahorrarse, pero siempre consiguen evadirlas.
Por el contrario, cohesionan al régimen, debilitan a la sociedad civil y dividen a la oposición. Es lo que ha pasado con Cuba. Fue lo que pasó con la España de Franco (1945-1950) y con el Irak de Hussein (1991-2003). Es exactamente lo que está pasando con Venezuela.
Un pozo de odios
Luego de tres años es perfectamente lícito preguntarse cuán efectivas han resultado ser y qué utilidad pueden tener hoy. Y lo que todavía es más importante: ¿Qué hacer para sacar al país de este marasmo?
Las sanciones no son un fin en sí mismo. Ni siquiera son una política. Solo sirven si tienen una utilidad concreta.
Sin embargo, dar este tipo de debates es difícil porque el país ha caído en un pozo de odios donde cualquiera que cuestione lo defendido por el propio grupo se hace sospechoso de traición. Esa es el arma secreta de este tipo de regímenes. Una parte del país odia a la otra y el que manda alimenta ese odio que es la fuente de su propio poder. Solo basta con ver lo que Fidel Castro le hizo a Cuba.
Pero además, el odio siempre lleva a tomar malas decisiones, como las que en el pasado tomó la dirigencia opositora.
Las sanciones no son la causa de la tragedia venezolana, pero tampoco son su solución. Venezuela puede pasar décadas atrapada en esta perversa trampa si los que toman decisiones se niegan a ver las evidencias.