Sergio Dahbar (ALN).- “No hay nada como el poder de la mujer salvaje”, dice la psicóloga Clarisa Pinkola Estés en su célebre libro ‘Las mujeres que corren con los lobos’. Estudiosa de los cuentos de hadas, reconoce la fuerza que permite que las mujeres cambien el mundo. Nada como la cólera para matar la amargura.
No puedo quitarme a las mujeres de la cabeza. Quizás porque el sábado pasado una marcha de mujeres desafió a una dictadura represora en Venezuela. Quizás porque el domingo el triunfo de Emmanuel Macron en las elecciones a la Presidencia en Francia ha colocado la telenovela de su vida privada -con una mujer 24 años mayor que él- en el foco de los medios globales. Podría concluirse que las mujeres hacen milagros.
Recuerdo de manera sincrónica un libro que compré en un aeropuerto hace años, Las mujeres que corren con los lobos, de Clarisa Pinkola Estés. Me llamó la atención la transversalidad de los estudios de la autora: psicología y etnología. Psicoanalista jungiana. Heredera de ancestros húngaros que contaban historias mágicas alrededor del fuego. Me sedujo una frase: “Dondequiera que estemos, la sombra que trota detrás de nosotros tiene sin duda cuatro patas”.
Cuando una mujer advierte ese poder, rompe con todo lo que la ata a una rutina desesperada
Esta demiurga se adentra en la cueva de la “mujer salvaje”. Allí se esconde una fuerza poderosa. Cuando una mujer advierte ese poder, no hay manera de frenarla. Rompe con su pasado, con su presente, con sus lazos afectivos, con todo lo que la ata a una rutina desesperada.
Es lo que Clarisa Pinkola Estés llama “la loba”, que pelea con ferocidad por lo que merece vivir, y que suelta aquello que la retiene y la conduce a la muerte. Es un libro para revisar muchas veces, para leerlo saltando capítulos, para aproximarse de forma creativa ante un conocimiento desconocido y fascinante.
A través del estudio de cuentos de hadas, populares, repasa una variada tipología de seres: la mujer interior, la mujer esqueleto, la función de la cólera, los pasos del perdón, el alma salvaje, el patito feo, el poder del nombre…
Cuando habla de la cólera, esta psicóloga se acerca al fuego fatuo que brilla en la distancia. “Hay un momento en nuestra vida, por regla general al llegar a la mediana edad, en que una mujer tiene que tomar una decisión, posiblemente la decisión psíquica más importante de su vida futura, y es la de sentirse o no una amargada”.
Isabel Arundell y el aventurero Sir Richard Francis Burton
En este punto no puedo eludir a una mujer que siempre vuelve a mi pensamiento: la hubiera querido conocer, porque para mí representa un enigma. Se trata de Isabel Arundell, la esposa del aventurero Sir Richard Francis Burton (1861-1890).
Se casó con un hombre que representaba la curiosidad de Occidente. Hablaba 30 lenguas y dejó más de 50 libros donde reflexionó como antropólogo, cabalista, teósofo y lingüista. Viajero impenitente, descubrió las fuentes del Nilo. Fue el primer hombre blanco en pisar las aguas del lago Tanganica y el primer occidental en ingresar en La Meca.
Sir Richard Francis Burton fue geógrafo en Pakistán y buscador de tesoros en Brasil. Y un hombre intrigado por entender cómo eran las personas de otras latitudes y culturas.
También un hombre inquieto por conocer todo lo que estuviera a su alcance sobre la sexualidad en diferentes parajes. Se dedicó a medir penes y vaginas, y a practicar lo que veía en sus numerosos y largos viajes por las geografías del planeta. Tradujo Las mil y una noches y El jardín perfumado, uno de los textos eróticos más sorprendentes del mundo árabe.
Dueño de un registro pormenorizado de su vida privada, anotó todo lo que llegó a experimentar en la cama con diferentes mujeres. Una de ellas le explicó todo sobre el arte de demorar el placer. Y el peligro que entrañaban las mujeres cobra. Sus soberanos las utilizaban para asesinar enemigos. Insensibles al veneno que habían consumido en pequeñas dosis hasta volverse inmunes, eran letales cuando hacían el amor. Apenas una gota de sudor podía matar al enamorado.
Una mujer le explicó a Burton todo sobre el arte de demorar el placer y el peligro que entrañaban las mujeres cobra
Arundell pertenecía a la aristocracia, que no vio con buenos ojos su matrimonio secreto con Burton. Devota de su marido, temía lo que podría ocurrir si se conocían las anotaciones de sus diarios íntimos. Por eso los quemó, junto con el manuscrito de El jardín perfumado.
Hubo cólera en esa decisión. Pero no sé si finalmente el fuego la ayudó a quitarse la amargura que le produjo una vida alejada del placer de su esposo, que escogió los viajes y los hallazgos en parajes distantes. No se puede tener todo en la vida.