Rafael Alba (ALN).- La pelea global por la nueva regulación de los derechos de autor dirime un litigio vital para unos negocios que se juegan la viabilidad de las cuentas de resultados a medio plazo. Los bandos enfrentados no son homogéneos y en países como España las diferencias de criterio sobre el reparto de los derechos de autor amenazan a los delicados equilibrios sectoriales.
Llamemos a las cosas por su nombre. La lucha sin cuartel que tiene lugar en el Parlamento Europeo entre el lobby de las grandes tecnológicas y aquellos que presuntamente representan los intereses de los creadores (la industria musical, la editorial…) no está directamente relacionada, de momento, con ninguna de esas grandes cuestiones que afectan al futuro de la humanidad. Ni con la difusión de la cultura, ni con la libre expansión de los conocimientos compartidos que contribuirán a la formación de un mundo más sabio y más libre. Para nada. Este lío va de otra cosa.
Es un pulso que se desarrolla en el más inminente corto plazo y en el que sólo hay una cosa en juego. Una gran cantidad de dinero que unos quieren cobrar y otros no quieren pagar. Como siempre. Y, por cierto, aunque a casi cualquier interesado le resulte fácil tomar partido desde un punto de vista teórico (o se está con el gratis total supuestamente colateral a internet o se está con esa vieja y obsoleta idea que defiende que la gente debe cobrar por su trabajo), la cosa se complica un poco cuando uno se acerca a conocer las interioridades de los dos grupos más visibles que juegan este importante partido.
Si YouTube pagara a las discográficas una cantidad similar a la que les paga Spotify, sus ingresos anuales aumentarían 25.755 millones de dólares
Ya ven. Al final es como estar entre la espada y la pared, que decía un viejo refrán español. Porque, como explicaremos más abajo, estos supuestos bandos homogéneos están fuertemente divididos en su interior y no parece, precisamente, que sea la preocupación por una remuneración justa para los creadores la gasolina ideológica que mueve el tren. Esto va de cuentas de resultados, ingresos, beneficios y reparto de dividendos. Como todo. O casi.
Empecemos por intentar fijar la auténtica dimensión económica del desacuerdo. Y lo cierto es que estos números son de sobra conocidos, gracias a los esfuerzos realizados año tras año por la Federación Internacional de Industria Fonográfica (Ifpi, por sus siglas en inglés). Una gran patronal global de las discográficas cuya sede central está en Londres, que representa a más de 1.300 compañías presentes en todos los grandes mercados mundiales y cuyo presidente de honor es, desde hace siete años, el tenor español Plácido Domingo.
En su último informe, presentado hace unos meses, la Ifpi proporcionó unos números objetivos que facilitan el cálculo de la brecha del valor (Value Gap, según la muy extendida denominación anglosajona). Que no es otra cosa que el dinero que dejan de ganar las discográficas (y por extensión las editoriales, los autores y los intérpretes) como consecuencia de lo poquito que pagan las plataformas de streaming de vídeo (esencialmente YouTube, la compañía filial del gran gigante Google), por el uso y la difusión de música grabada cuyos derechos pertenecen a un tercero.
5.569 millones de dólares frente a 856 millones
Los últimos números de la Ifpi son los siguientes: En 2017, mientras las plataformas de audio (Spotify y sus rivales), que acumulaban entonces 272 millones de usuarios en todo el mundo, abonaron a las discográficas un total de 5.569 millones de dólares (4.765,62 millones de euros), las de vídeo, con 1.300 millones de usuarios en el mismo periodo, pagaron sólo 856 millones de dólares (723,514 millones de euros). Basta hacer una simple división para empezar a descubrir las cifras menores y mayores de esta diferencia de criterios. De las sumas anteriormente citadas se desprende que mientras unas compañías, las primeras, pagaron el año pasado un promedio de 20,47 dólares (17,51 euros) por usuario y las segundas sólo 0,66 dólares (0,56 euros). No obstante, en algunos documentos públicos la Ifpi ha sido generosa y ha consentido elevar esta cantidad hasta un dólar (0,85 euros), a pesar de que la cifra beneficia al enemigo.
En España las diferencias de criterio sobre el reparto de los derechos de autor amenazan a los delicados equilibrios sectoriales
Por resumir y concretar, lo que de verdad quieren decir las discográficas es que si YouTube les pagara anualmente una cantidad similar a la que les paga Spotify, sus ingresos anuales aumentarían inmediatamente en un total de 25.755 millones de dólares (22.039 millones de euros).
Nada menos que cuatro veces más que lo que ingresan ahora por la suma de los streaming de audio más los de vídeo. Un pastón se mire por donde se mire. Imagínense. Con eso habría, por ejemplo, para pagar el coste de revalorizar las pensiones españolas en función del IPC en la próxima década. Así que claro que la cifra es negociable. Y probablemente, por ahora, las socias de la Ifpi se conformarían con la mitad o algo menos. Entre 7.000 y 10.000 millones de dólares anuales (entre 5.590 y 8.557 millones de euros), por ejemplo. Pero es que no es sólo eso lo que está en juego aquí. Para nada.
Las discográficas creen que el efecto letal del streaming de vídeo, que permite a los oyentes de música no pagar por las canciones que consumen, va mucho más lejos. Impide, entre otras cosas, que aumente a mayor ritmo el número de usuarios de los servicios premium o de pago, de las plataformas de audio. Y esa circunstancia también les resta ingresos.
Además, los milenials, esos temidos y temibles jovencitos y jovencitas en cuyas manos está el futuro, prefieren los vídeos, quizá por esa gratuidad de la que hablábamos. Y, por otra parte, ni Google ni Amazon ni Facebook, ni Apple ni ninguna de estas tecnológicas son ONG diseñadas para hacer el mundo más sabio. Son simples empresas privadas que buscan el máximo beneficio para sus accionistas. Algo legítimo, desde luego.
Aunque tal vez no lo sea tanto si se considera que, en este caso en concreto, según deja claro la literatura del enemigo, se lucran gracias a la publicidad de la difusión de unos productos, creados, producidos y financiados por otros. Sin contar con que se amparan en su condición de contenedores de contenidos subidos a la red por los usuarios de su servicio para no responsabilizarse en absoluto de ellos. Ni de los posibles delitos de piratería que puedan cometerse al difundir sin permiso obras amparadas por la legislación internacional de derechos de autor.
Los europarlamentarios españoles
Así que eso es más o menos lo que hay, tras la gran batalla que se desarrolla en el Parlamento Europeo de la que hablábamos al principio. Las discográficas y sus aliados buscan normas legales, europeas y mundiales, más estrictas que obliguen a las tecnológicas a pagar más y a impedir la difusión indiscriminada de contenidos.
Por ahora, parecen ganar las tecnológicas, porque en la última votación sobre el asunto los partidarios de endurecer la ley sumaron menos votos que sus rivales. Pero nada está decidido. Los números estaban muy a la par. Los vencedores sumaron 318 votos y los perdedores 278, que hubieran sido 290 sin la ausencia de los 12 europarlamentarios del PP que no participaron en la sesión al ausentarse para estar presentes en las primarias de su partido que se desarrollaban ese mismo día. Y, además, hubo 31 abstenciones.
En total, 43 votos que no son de nadie y que pueden decidir el resultado final de esta guerra en curso, cuando las hostilidades se desarrollen en septiembre. Y si las discográficas y sus aliados consiguen la victoria, puede que este sector, en plena fase de euforia sostenida, viva un tiempo de calma. Aunque no duraría mucho.
Las discográficas buscan normas más estrictas que obliguen a las tecnológicas a pagar más
De hecho, en España ese resultado no acabaría con las tormentas en curso y los enfrentamientos cruzados que se desarrollan ahora mismo en el seno de la Sociedad General de Autores y Editores, la famosa SGAE, donde las bofetadas se reparten entre varios grupos de intereses que, sin embargo, son aliados en la guerra del Parlamento Europeo. Y aquí tampoco hablamos de nada distinto. De nuevo hay un problema relacionado con el dinero. O más concretamente con cómo se reparte el dinero que se recauda y con cuánto debe cobrarse a los usuarios del repertorio gestionado.
Y muchos son jueces y parte, aunque sea a través de entidades interpuestas y cruces accionariales. Hay compañías, como el Grupo Prisa, que tienen intereses como pagadores, al ser propietarias, por ejemplo, de cadenas de radio o portales de internet, y como receptores del dinero, porque tienen o han tenido editoriales y negocios de management. Una situación que se convierte en crítica y dramática en la doble condición que ostentan los grupos audiovisuales, Atresmedia y Mediaset, calificados como duopolio por algunas lenguas viperinas que lanzan su veneno en la Villa y Corte sin preocuparse de demostrar con pruebas sus aventuradas afirmaciones.
Estas compañías, lo mismo que las televisiones públicas, son a la vez editoras y consumidoras de la música que emiten en sus emisoras de televisión y radio. Y parecen estar cómodas con ese peculiar sistema de reparto de la recaudación de los pagos de derechos, que no discrimina entre franjas horarias y que habría propiciado una trama de enriquecimiento ilegal conocida como La Rueda. Ya saben un sistema que presuntamente ha servido para que algunos socios listos de la SGAE se forren gracias a la emisión de música en programas de madrugada que no ve nadie.
A las discográficas no les gusta nada, claro. Y los responsables de sus editoriales argumentan que la fórmula de reparto les hace perder mucho dinero. Su última amenaza ha sido anunciar que a partir del 1 de enero del próximo año buscarán una sociedad de gestión alternativa a la SGAE para que explote los derechos de su repertorio internacional.
Pero quizá no tengan tanta fuerza como creen, porque no es fácil que ningún político español, sea de izquierdas o de derechas, se anime justo ahora a enfrentarse con los dueños de las televisiones por un puñado de millones. Por el contrario, hay quien asegura que en caso de que algún partido se atreva al final a dar la cara en este proceloso asunto de la eterna bronca entre autores, editores y otros animalitos del bosque, será para propiciar que la subida de tarifas del repertorio musical que la SGAE quiere aplicarles a las radios y a las televisiones no llegue a ser tan elevada como se pretendía. Y lo mismo estos escépticos recalcitrantes y descreídos terminan por llevar razón. O no. Nosotros seguiremos informando, por supuesto.