Rafael Alba (ALN).- En 2006, las tres majors pactaron multas con la Fiscalía de Nueva York por presuntos sobornos a periodistas por una suma conjunta de unos 30 millones de dólares. Y Warner ha anunciado la compra de Uproxx, un grupo de medios de comunicación californiano que suma más de 40 millones de seguidores en las redes sociales.
“Yo no creo en las meigas, pero haberlas hailas”. Eso suele decirse sobre las brujas en Galicia. Pero la frase hecha sirve para casi cualquier cosa de cuya existencia no se tenga una certeza documental probatoria y a la vez se dé por hecha en los rumores que se extienden a velocidad de vértigo sobre cualquier asunto espinoso, de esos que acontecen en las zonas de sombra de la normalidad cotidiana. Como la presunta relación de connivencia y conveniencia entre la gran industria discográfica y los profesionales de los medios de comunicación, por ejemplo. Un clásico donde los haya, desde el principio de los tiempos. Y que no ha perdido vigencia en este siglo XXI en que la industria ha mutado, internet es el principal terreno de juego y la promoción y difusión de los productos musicales se desarrollan con otras reglas y otros paradigmas. Y a pesar de eso… Hay algunos usos y costumbres que, según aseguran los conocedores, se mantienen desde las épocas más ancestrales del negocio.
“Yo no creo en las payolas, pero haberlas hailas”, era lo que decía, poco más o menos, hace unas semanas un antiguo ejecutivo discográfico español ante un grupo de ilustres excolegas, todos ya fuera del sector, con los que se había reunido en un bar madrileño tras la presentación de un libro. Las payolas, para quien no sepa lo que significa esta palabra técnica, son esos pequeños (o grandes) incentivos que las disqueras suelen -o solían- proporcionar a los disc-jockeys de la radio, los presentadores de la tele o los críticos de la prensa escrita para que sean benevolentes con sus productos musicales, los traten bien y los radien o los programen.
Estos sobornos, más o menos tolerados y siempre al borde de la legalidad, se han demostrado alguna que otra vez, como en el caso de Alan Fred, aquel mítico locutor de radio que contribuyó más que nadie a la difusión del rock and roll en la década de los 50 del pasado siglo. O más recientemente, entre 2005 y 2006, cuando Sony, Universal y Warner llegaron a distintos acuerdos individuales por un valor conjunto de unos 30 millones de dólares (25,81 millones de euros) con el fiscal general del estado de Nueva York, entonces Eliot Spitzer, para pagar una multa por haber usado y abusado durante años de los sobornos a profesionales de los medios como fórmula infalible de promoción. Por cierto que Spitzer, un fiscal duro que también quiso ser el azote de la industria financiera e iba para presidente, también cayó en desgracia. Por culpa de su afición a otro tipo de supuestos sobornos, en este caso relacionado con las compañías femeninas. Y su desgraciada historia, tuneada convenientemente, fue el origen de The Good Wife, una mítica serie de televisión protagonizada por Julianna Margulies.
Rumores sobre pagos de las discográficas
Así que, al menos en ese par de casos, la existencia de las payolas ha quedado más o menos acreditada en los tribunales estadounidenses, porque cuando se firman estos acuerdos extrajudiciales se paga la multa sin necesidad de admitir los delitos. El que paga nunca admite haber incurrido en ninguna ilegalidad, por supuesto. Pero hay otras historias míticas que se narran a media voz y sobre cuya veracidad no podríamos poner nunca la mano en el fuego sin riesgo de quemaduras. Y muchas de ellas habrían sucedido en España. Como los arbolitos de Navidad decorados con billetes de 1.000 pesetas (hasta contabilizar un millón) que se prepararon -presuntamente- en estas fechas tan señaladas de hace casi 40 años en las oficinas de una compañía de discos ya desaparecida que tenía su sede en la Plaza de Ramales de Madrid. Eran, o decían que eran en caso de que llegaran a existir de verdad, un inocente regalito de cortesía para felicitar las fiestas a varios periodistas y locutores que se enviaba por mensajero puntualmente a sus domicilios cada año. No está mal. Unos 6.000 euros por persona, lo que no es poco.
Se extienden los rumores sobre la presunta relación de connivencia y conveniencia entre la gran industria discográfica y los profesionales de los medios de comunicación
Y más si se tiene en cuenta que, según la paridad de poder de compra correspondiente a la aplicación de una inflación media del 2% anual, un cálculo moderado, con aquel dinero, entonces, uno tenía como mínimo un 80% más de poder adquisitivo. Y, probablemente, nos quedemos cortos. Un pastizal. Entonces y ahora. El tipo de impuesto revolucionario que, a veces, parece necesario abonar en algunos sectores para que la vida continúe y la cordialidad fluya. Aunque esa servidumbre, quizá inevitable, no ha dejado de ser nunca una piedra en el zapato de la industria. Hay caminos mejores, sin duda, como convertirse en una suerte de megamonopolio de la comunicación capaz de abarcarlo todo. Tener en un mismo holding la discográfica, la editorial, el management, las radiofórmulas, la tele y las plataformas de streaming. En definitiva, convertirse en monopolio, duopolio o triopolio, todo lo más. Un trío de enemigos amistosos que se reparta el pastel, más o menos equitativamente. Porque esa es la gran aspiración que debe tener siempre una empresa privada, según algunos estrategas corporativos, contra la que deberían luchar las huestes de inspección de la competencia gubernamentales.
¿Les parece imposible? No deberían estar tan seguros de ello. En España ya hemos vivido algo así. Hubo un tiempo en que Prisa, la gran corporación progresista que dirigía entonces el muy célebre Jesús de Polanco, tuvo todo eso sin que nadie lo pusiera en cuestión. Su argumento era que en los entornos globales hacían falta grandes grupos para competir, con capacidad para defender los contenidos culturales hispanos. Lo de culturales quizá no estaba tan claro, pero por lo demás, la cosa coló durante un tiempo. Y aún hoy, la matriz de la empresa editora del diario El País tiene en su poder, además del prestigioso periódico, las mayores radiofórmulas españolas por audiencia (Cadena 40 y Cadena Dial) y una potente empresa de management, RLM, que en los últimos años ha perdido a estrellas como Miguel Bosé, Melendi, Alejandro Sanz y Malú, pero que todavía conserva a Raphael y a Rozalén.
Murallas chinas para las prácticas monopólicas
Y aquí hay otros peligrosos vasos comunicantes entre medios e industria musical de los que ya hemos hablado alguna vez, como la simbiosis entre Universal y RTVE, la sufrida televisión pública, en ese inmenso negocio privado llamado Operación Triunfo, donde aún esperamos que alguien nos explique qué es lo que ha sacado en limpio exactamente el contribuyente español de todo esto. Sí sabemos ya, desde luego, lo que se ha llevado por delante, y aún se llevará, la compañía discográfica filial del conglomerado francés Vivendi, con sus alfreds, amaias, aitanas, cepedas y demás. Sin embargo, incluso en esos casos, queda algún que otro cabo suelto. Ese experto, más o menos conocido, con lengua viperina que no cae fascinado ante la omnipotencia de los éxitos de público e insiste, de vez en cuando, con la matraca de la calidad.
No se le puede silenciar porque afectaría la credibilidad del conjunto y, además, importa poco. Ya se sabe qué a estas alturas la influencia que pueda tener un crítico en la carrera comercial de cualquier cosa es poco menos que nula. Pero la mordacidad puede molestar a la estrella de turno y queda un poco feo aquello de negar la entrada de un periodista a un concierto, como ha hecho recientemente algún artista multivendedor hispano. Y esta la ‘payolita’ nuestra de cada día, que es una pesadez se mire por donde se mire. Los viajecitos, las comiditas en restaurantes bien, las conferencias en seminarios y festivales, los hotelitos, las entradas. Y todo ese arsenal necesario, siempre dentro de la más escrupulosa legalidad, para que los periodistas estén contentos y se muestren solícitos y amigables. Así que quizá no esté tan mal pasar a la acción y tener directamente a los comunicadores en nómina. Amparándose siempre en esas maravillosas murallas chinas que deben blindar unos negocios de otros en una misma compañía, las mismas que demostraron ser muy poco efectivas cuando se desplomó la gran industria financiera estadounidense en la última gran crisis económica mundial.
Pero esas consideraciones no han debido pesar demasiado en las deliberaciones que, sin duda, habrán tenido los responsables de Warner antes de anunciar su última decisión corporativa. Esta major, de momento la tercera en discordia por tamaño, lleva algún tiempo jugando fuerte para subir en el escalafón. No hace mucho ayudó a unos antiguos empleados suyos a lanzar un intermediario digital afín denominado Level Music, para captar de modo amistoso y casi gratuito el repertorio y las canciones con potencial ganador de los artistas sin contrato de todo el mundo. Y ahora acaba de anunciar la adquisición de Uproxx, un influyente conglomerado de medios de comunicación californiano, de gran éxito entre la generación millennial, rival declarado de la muy poderosa Vice Media, y que acumula más de 40 millones de clientes potenciales en las redes, gracias a los seguidores que sus cabeceras poseen en Facebook, Twitter, Snapchat, Instagram y YouTube. Por cierto, que una vez completada la operación, cuyas cifras no han sido desveladas por las partes implicadas, la nueva filial de la major mantendrá su actual cúpula directiva formada por el consejero delegado y jefe creativo Benjamin Blank y el cofundador y editor Jarret Myer. Y ambos ejercerán sin problemas con total independencia de criterio, por supuesto. O eso dicen ellos. Hay quien no está demasiado seguro de que vaya a ser así. Pero, probablemente, se equivoca. ¿O ustedes creen que no? Permitan que me abstenga de dar una opinión en este caso. Cómo decía mi mamá: con la boca cerrada estoy más guapo.