Rogelio Núñez (ALN).- Guatemala acude a las urnas este domingo 16 de junio en unos comicios presidenciales que lejos de ser una herramienta para canalizar tensiones y encontrar soluciones van a acentuar los males que padece el país. Difícilmente los resultados van a ayudar a construir una democracia más consolidada o unas instituciones más sólidas ni servirán para conformar una clase política capaz de acometer los grandes retos socioeconómicos que tiene por delante esta nación centroamericana.
Tras la cita electoral de este próximo domingo 16 de junio, y la previsible segunda vuelta del 11 de agosto, Guatemala quedará más polarizada y fragmentada, con elevadas posibilidades de que este deterioro se profundice pues serán mayores las posibilidades de divorcio entre la Guatemala oficial y la real, integrada esta última por una ciudadanía cada vez más desafecta y descontenta con sus representantes.
1-. Una bomba de tiempo: desafección y descontento
El primer mal que estas elecciones van a acentuar, en vez de canalizar o disminuir, es la desafección ciudadana hacia la clase política y el sistema de partidos.
La campaña ha sido la más atípica de la historia: de los 24 candidatos a presidente iniciales, cuatro no pudieron continuar la campaña por irregularidades de tipo administrativo/constitucional y uno fue detenido en Miami acusado de negociar apoyo con un cartel del narcotráfico.
Lo más grave fue que dos de las tres candidatas favoritas para ganar las elecciones (Zury Ríos y Thelma Aldana) quedaron en mayo, a menos de un mes para los comicios, fuera de la contienda electoral y dejaron huérfano a un cuarto del electorado: Ríos, hija del dictador Efraín Ríos Montt (1982-1983), tenía en torno a un 15% de intención de voto y Aldana se acercaba al 10%.
La caída de la candidatura de Aldana fue la que tuvo efectos más demoledores sobre el electorado urbano y de clase media modernizante que veía en ella -fiscal general de la República entre 2014 y 2018- la figura ideal para retomar la inconclusa agenda reformista y anticorrupción de 2015. Esa ciudadanía hace cuatro años se movilizó masivamente contra el gobierno de Otto Pérez Molina (2012-2015) por su implicación en el caso de corrupción de “La Línea”, lo que provocó su caída en plena campaña electoral.
Guatemala votó entonces por el actual presidente Jimmy Morales para que liderara el combate a la corrupción pero su gestión acabó decepcionando a los que creyeron que en su presidencia tendrían lugar cambios profundos. A las puertas de la actual campaña ese electorado empezó a inclinarse hacia la exfiscal, que junto a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) lideró una cruzada contra la corrupción que le enfrentó a los poderes fácticos y al propio mandatario. Ella parecía encarnar las expectativas de cambio y transparencia surgidas y congeladas desde 2015. Dejar fuera a Thelma Aldana usando los recovecos legalistas propios de la legislación guatemalteca fue el gran éxito final de esos grupos de interés, el status quo conocido como “pacto de corruptos”.
Las decisiones del Tribunal Supremo Electoral y de la Corte de Constitucionalidad anulando sendas candidaturas mermaron la credibilidad de estas instituciones. El caso más llamativo es el de Zury Ríos: una discutible norma constitucional inserta en la Constitución de 1985 impide que líderes de golpes de Estado o familiares sean candidatos presidenciales. Zury, por ser hija de Ríos Montt, quedó fuera de las elecciones de 2019 pese a que ella misma corrió como candidata presidencial en 2015 y su padre lo hizo en 2003.
Todo ello ha provocado una creciente sensación de inseguridad jurídica puesto que como señala el analista político Edgar Gutiérrez en El Periódico, “el TSE también ha generado incertidumbre al aplicar el Artículo 113 de la Constitución, referente a la idoneidad de los candidatos, al inscribir a unos y a otros no, siendo su condición igual o similar. En ese contexto, no sólo las condiciones externas del proceso electoral restringen los alcances del cambio de autoridades en la solución de la crisis, sino que la administración del propio proceso de elecciones está generando demasiadas dudas, sea por la discrecionalidad en la interpretación de las normas y de la propia LEPP reformada en 2016, sea por el Reglamento que elaboró el TSE, sea por la aplicación de algunas de sus disposiciones centrales (pauta de medios, formato de los debates, etcétera) y la ponderación del voto nulo en el escrutinio global”.
La primera encuesta de CID-Gallup tras la salida de Ríos y Aldana (del 30 de mayo) situaba a Sandra Torres (Unión Nacional de la Esperanza -UNE-, “socialdemócrata”) como líder de la muestra pero estancada en un 21%. Emergían como sus potenciales rivales en una segunda vuelta tres figuras situadas en la derecha y vinculadas a la vieja política: Alejandro Giammattei que subía del 8% al 12%, Roberto Arzú que pasaba del 7% al 9% y Edmond Mulet que ascendía del 4% al 7%.
De producirse este resultado en las elecciones de este domingo, el electorado urbano y de clase media -decisivo para el resultado final- tendrá que votar en el balotaje por el mal menor. Una segunda vuelta que se presentaría como un duelo entre quien ha encabezado las encuestas desde comienzos de año (Sandra Torres) y quien sea finalmente su rival (seguramente Roberto Arzú o Alejandro Giammattei).
Ese electorado resignado, descontento y desafecto votará más contra Sandra Torres que a favor del que sea su rival. Esos sectores urbanos de clase media rechazan a Torres porque la perciben como una figura autoritaria y mesiánica que en el gobierno de su exmarido –Álvaro Colom (2008-2012)- desplegó una política clientelista para ganarse y mantener el voto rural donde obtiene, aún hoy, su mayor caudal electoral. Cuenta a su favor con el único partido con verdadera estructura nacional (UNE), que además ha logrado obtener influencia institucional en el Congreso y capacidad de influir en el nombramiento de jueces y magistrados.
Su principal hándicap sigue estando en que no logra penetrar en el votante de la Ciudad de Guatemala, que no olvida su papel decisivo en el gobierno de la UNE. El antivoto hacia Sandra Torres no le perdona, entre otras cosas, su jugada política de 2011 cuando se divorció del entonces presidente Colom, sólo para eludir la prohibición constitucional que impide ser candidato presidencial a un familiar del mandatario en ejercicio. Torres incrementó así su imagen de líder sin escrúpulos que trataba de burlar la ley y a la que sólo le guiaba una ambición personal. Ese antivoto que la vincula con políticas personalistas y clientelares se encuentra detrás de su derrota ante Jimmy Morales en 2015, quien la aventajo en la segunda vuelta por más de 30 puntos.
Esta desafección y descontento que siente la ciudadanía tras ver frustrados sus deseos de cambio en 2015, no se van a aplacar ni con una victoria de Sandra ni de cualquiera de sus rivales y se van a transformar en una de las bombas de tiempo que dejarán estos comicios. No hay que olvidar que las encuestas muestran que la opción de no votar por ningún candidato (24%) supera a la de cualquier candidato y el rechazo a Torres es muy alto (ha oscilado entre el 33% y el 39%). En ese sentido estas elecciones vuelven a evidenciar el reiterado fracaso de la dividida izquierda: URNG, Winaq y Movimiento por la Liberación de los Pueblos (MLP), centroizquierda: Encuentro por Guatemala, y centro: (CREO), históricamente incapaces de encauzar el voto del desencanto siendo los más proclives a que se introduzcan reformas estructurales.
2-. La polarización, la grieta que separa a las dos Guatemalas
La presidencia de Jimmy Morales (2016-2020) ha profundizado la grieta que separa y enfrenta a Guatemala. Un país que se ha dividido entre partidarios de la labor desplegada por la CICIG en su lucha contra la corrupción y aquellos que consideraban que este organismo de la ONU no sólo ha invadido la soberanía del país sino que se ha excedido en sus funciones.
La corrupción, centro del debate electoral desde la crisis de 2015, ha llevado a los candidatos a situarse a un lado u otro de esa grieta política nacional centrada en la dicotomía CICIG-SÍ/CICIG-NO: la izquierda y la centroizquierda (Aldana y Manfredo Marroquín) y algunos de centro (Julio Héctor Rivera) son los defensores de la labor de esta institución, y la derecha (Ríos, Arzú, Giammattei y Luis Velázquez) se han convertido en críticos y partidarios de poner punto y final a esta experiencia. En verdad la CICIG tiene fecha de caducidad -septiembre de 2019- desde que Morales anunció que había entregado oficialmente al secretario general de la ONU, António Guterres, la notificación de la suspensión inmediata y definitiva del convenio en el que se sostenía la actuación de la CICIG.
Sea quien sea el futuro presidente, se va a encontrar con que una parte de la población se pone enfrente y desconfía o bien de sus políticas clientelares y de cooptación de las instituciones (Sandra Torres) o bien de figuras cuyo currículum contiene más sombras que luces (Alejandro Giammattei y Roberto Arzú).
La grieta, en vez de cerrarse, se va a mantener e incluso agrandar a partir del 10 de enero de 2020, fecha de la toma de posesión de nuevo mandatario.
Un triunfo de Sandra Torres despertaría los viejos recelos y el fuerte rechazo que provoca entre los sectores medios urbanos que ya en 2008-2012 la calificaban como “la señora” de forma despectiva. Hasta el momento Torres nunca ha mostrado capacidad para alcanzar acuerdos y tender puentes sino todo lo contario, lo cual hace prever una futura presidencia marcada por las fuertes pugnas entre sus partidarios y sus detractores a los que va a tener en contra desde el minuto uno.
Una victoria de Roberto Arzú (PAN-Podemos) o de Alejandro Giammattei (Vamos) tampoco augura nada positivo para alcanzar una convivencia y una estable gobernabilidad. Los dos tienden al autoritarismo y a polarizar con sus adversarios. Sobre Arzú pende además su inexperiencia: sólo le avala su apellido y cercanía con su padre, el expresidente Álvaro Arzú (1996-2000), eterno alcalde de la Ciudad de Guatemala hasta 2018. Asimismo, está rodeado de políticos y caciques que estuvieron vinculados a partidos que protagonizaron los peores escándalos de corrupción: el Partido Patriota de Pérez Molina o Líder de Manuel Baldizón.
En el caso de Giammattei, a la sombra de sus actuaciones pasadas (la matanza del penal de Pavón -cuando era director general de seguridad en 2006-, su posterior encarcelamiento -la acusación fue sobreseída- o sus cuatro candidaturas presidenciales fracasadas siempre en diferentes partidos) se une un discurso polarizador y autoritario con rasgos de demagogia “trumpistas”.
3-. Una fragmentación que no ayuda a la gobernabilidad
El cóctel de esta crisis nacional (desafección y polarización) lo completa la fragmentación política que padece el país y que se transforma en un obstáculo para alcanzar acuerdos e impulsar políticas públicas. Estas elecciones van a incrementar este mal: Guatemala llegó a tener en esta campaña el mayor número de candidatos presidenciales de su historia (24) antes de que varios de ellos fueran cayendo por los motivos antes explicados. Y ninguno de los candidatos presidenciales supera el 25% de intención de voto.
Lo más probable, además, es que el futuro presidente conviva con un Congreso muy dividido donde el mandatario no tendrá una sólida mayoría que, de todas maneras, tratará de conformar por medio de pactos no siempre transparentes (una constante histórica en este país). Surgirá un Legislativo fragmentado por el elevado número de fuerzas que concurren y porque algunas de ellas corresponden a las figuras que se han caído de la carrera hacia el Palacio Nacional: aspiran a tener presencia en el legislativo Semilla, el partido que apoyaba a Thelma Aldana, y Valor de Zury Ríos. Asimismo, algunas formaciones deben su fuerza y su presencia en el Congreso a las alianzas que establecen con caudillos locales, alcaldes que ejercen como auténticos caciques y que así hacen valer su poder local en ámbitos nacionales.
4-. La sombra de una profundización del deterioro
Así pues, el futuro presidente gobernará hasta 2024 un país donde la ciudadanía siente un creciente e histórico desencanto hacia los políticos y descree de las instituciones. Donde la fragmentación y la polarización impiden desarrollar políticas públicas efectivas para atajar los graves problemas de seguridad y socioeconómicos que lastran el desarrollo del país.
Pese a la caída de los índices de inseguridad, el número de asaltos, robos, extorsiones y asesinatos convierten a Guatemala en uno de los países más inseguros de la región, con una creciente penetración de los cárteles del narcotráfico que han logrado cierto control territorial en zonas como el Petén (norte del país) y capacidad de cooptar poderes locales y nacionales.
De lo que menos se ha discutido en la campaña es de las reformas estructurales necesarias para modernizar la economía -un 69% trabaja en la informalidad- y de cómo encarar los retos sociales: Guatemala arrastra altos niveles de pobreza (59,3%), un millón de niños menores de cinco años sufre desnutrición crónica o retraso en el crecimiento y es uno de los países con mayores niveles de desigualdad. La economía sufre graves déficits en infraestructuras (con menos del 1% del PIB, la inversión pública en capital físico es de las más bajas de América Latina) y el Estado se caracteriza por su ineficiencia para ofrecer seguridad y servicios públicos de excelencia: carece de suficiente financiación (la carga tributaria ronda el 13% del PIB) y se ve lastrado por la corrupción, el clientelismo y un cuerpo de funcionarios mal pagados y con baja formación.
Esta situación social y económica y la falta de soluciones desde el ámbito de la política explican por qué Guatemala es una de las protagonistas de la crisis migratoria que vive Centroamérica. Una crisis que tiene dos caras: la tragedia humana de quien emigra pero también los intereses y dependencia de quien recibe las remesas de los emigrantes, las cuales a su vez ayudan a compensar el déficit financiero del país. El envío de remesas familiares de los inmigrantes guatemaltecos desde Estados Unidos creció un 9,21% en el primer trimestre de 2019 con relación al mismo periodo del año pasado. De acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), las remesas representan el 10% del Producto Interno Bruto (PIB) de Guatemala. De esta forma la migración es a la vez evidencia de los males que sufre el país (pobreza, desigualdad, falta de oportunidades, baja calidad de vida y ausencia del Estado) y solución a algunos de ellos gracias al arribo de tales remesas.
Todo indica, pues, que el viejo tópico, que tan poco agrada a los guatemaltecos, se va a volver a cumplir y el país va a pasar de Guatemala con Jimmy Morales a “Guatepeor” con quien se convierte en su sucesor o sucesora. Y ello en un marco regional centroamericano crecientemente preocupante por la penetración del crimen organizado y la debilidad de los Estados que lo deben confrontar. Una zona con dos países que padecen serios problemas político-institucionales ante la emergencia de gobiernos con marcados rasgos autoritarios (Nicaragua y Honduras) y otros que entran en un periodo de creciente volatilidad e incertidumbre. La propia Guatemala y El Salvador de Nayib Bukele que parece precipitarse a una constante pugna entre el presidente (muy dado a acciones marquetineras, simbólicas y polarizadoras) y un Congreso conformado por los rivales.
Guatemala en particular y Centroamérica en general son más que nunca el enfermo de América Latina, condición que comparten con la colapsada Venezuela y que plantea un reto para la estabilidad, seguridad y gobernabilidad de la región.