Rafael Alba (ALN).- Los grandes grupos de comunicación globales todavía resultan indispensables para la fabricación de éxitos musicales en la era de internet. Los magazines televisivos emitidos en prime time siguen siendo indispensables para la consolidación de las nuevas estrellas.
¡Amad el cambio! Y la vida os sonreirá. Ya saben lo que dicen los libros de autoayuda. En este maravilloso siglo XXI, en el que la ciencia aplicada a la vida cotidiana nos ha hecho libres y las apps de contactos de los teléfonos inteligentes han resulto nuestros problemas de soledad endémica, el éxito está reservado a las personas que están dispuestas a mantenerse en constante movimiento, porque en esta época de mutaciones vertiginosas lo único que permanece de verdad es la incertidumbre. Y las empresas o los sectores que no se anticipan al siguiente movimiento disruptivo de la tecnología están destinadas a desaparecer. Como los dinosaurios. O los CD. O, supuestamente, las viejas campañas de promoción discográfica basadas en el impacto de la radiofórmula y de los magazines televisivos que se emiten en prime time. Como El Hormiguero, por ejemplo. Residuos de un pasado glorioso, tal vez en trance de extinción, al que los viejos ejecutivos aún quieren aferrarse, por lo visto. Quizá porque ese mismo esquema, con alguna concesión a las redes sociales más en boga en cada momento, aún funciona a las mil maravillas para las grandes estrellas. Y eso es lo único que cuenta.
Beyoncé, Ed Sheeran, Maluma y demás artistas multivendedores del momento son los únicos que, de verdad, tiran del carro de la industria. Los que proporcionan ingresos en todas las líneas de negocio. Ellos son ese 1% de los artistas que acapara el 99% de las escuchas, o lo que es lo mismo, de los ingresos que obtiene la industria musical en la era del streaming.
Tampoco pasa nada, al fin y al cabo. Beyoncé, Ed Sheeran, Maluma y demás artistas multivendedores del momento son los únicos que, de verdad, tiran del carro de la industria. Los que proporcionan ingresos en todas las líneas de negocio. Ellos son ese 1% de los artistas que acapara el 99% de las escuchas, o lo que es lo mismo, de los ingresos que obtiene la industria musical en la era del streaming. E incluso aquellos que han crecido fuera del ecosistema creado por las majors, al final, por medio de acuerdos de colaboración o contratos de muchos ceros acaban por integrarse en los equipos ganadores. O en esas compañías alternativas como Kobalt, en el mundo, o Alfatonte, en España, que empezaron proporcionando servicios de edición, distribución y hasta marketing digital a los managers de los artistas independientes de éxito a cambio de una tarifa, o una comisión, y cada vez se parecen más a las viejas corporaciones cuyos vicios criticaron y cuyas presuntas carencias pretendían superar con nuevos modelos de negocio y estrategias innovadoras y colaborativas.
Así que quizá sea cierto que en los tiempos que corren, cuando teóricamente se han establecido ya sólidas relaciones directas entre los artistas y las comunidades de fans, y los viejos medios de comunicación son zombis que se mantienen en pie de milagro, se puede gastar el dinero necesario para las campañas de marketing de un modo más eficiente. O quizá no. Pero, conviene tener siempre en cuenta algunas realidades objetivas, marcadas por las cifras, que parecen estar en contra de esas afirmaciones tan rimbombantes. Porque resulta que justo en el momento en que las discográficas cada vez son menos capaces, al menos en teoría, de fabricar una estrella siguiendo los métodos del libro de instrucciones tradicional, debería haberse reducido sustancialmente la cantidad conjunta anual que estas compañías dedica al marketing. Tanto analógico como digital. Pero no ha sido así. Para nada. O eso aseguran algunos expertos, que explican, además, que la escasa efectividad real conseguida por estas enormes partidas de gasto no es una circunstancia nueva.
Agregadores digitales
Bajemos al detalle de los fríos números antes de iniciar cualquier intento de análisis. He aquí la triste realidad. Según las cifras recopiladas por Zach Fuller, analista de la consultora especializada Midia Research, en 2017, el último periodo íntegro computado, la industria discográfica global gastó 1.600 millones de dólares (1.429,46 millones de euros) para promocionar a sus artistas. Y 1.200 millones de dólares (1.072,09 millones de euros), el 73% de ese total, fueron desembolsados por las tres grandes majors, ya saben, Universal, Warner y Sony. Con un éxito bastante desigual, por cierto. Al final, a pesar de la tecnología y de las aparentes circunstancias diferenciadoras que traería aparejado el mundo moderno, las discográficas actúan igual que antes. Es decir, asignan una cantidad determinada a la promoción de cualquier artista y cuando el dinero se agota, si no hay resultados se condena al ostracismo a ese caballo perdedor. Con algún que otro matiz, porque ahora interesa más que nunca tener un amplio catálogo de derechos para obtener todos los ingresos posibles de las plataformas de streaming.
En 2017, el último periodo íntegro computado, la industria discográfica global gastó 1.600 millones de dólares (1.429,46 millones de euros) para promocionar a sus artistas. Y 1.200 millones de dólares (1.072,09 millones de euros), el 73% de ese total, fueron desembolsados por las tres grandes majors, ya saben, Universal, Warner y Sony. Con un éxito bastante desigual, por cierto.
Aquí sí que va a ser cierto aquello de que la unión hace la fuerza. La suma de esa multitud global de artistas desconocidos que habita en todo el planeta también aporta rentabilidad porque genera millones y millones de clicks, de los que jamás llegarán a cobrar ni sus autores ni sus intérpretes, pero sí las agregadoras digitales tenedoras de los derechos de difusión digital. Una concesión inevitable para todos, porque es necesario estar presente en las plataformas digitales sí o sí. Hablamos de empresas relativamente poco conocidas como CD Baby o Tunecore, o de otras que se mueven en la periferia de las majors, como ocurre con The Orchard, una filial digital de Sony que, en teoría, actúa con total independencia. Puede que los artistas que usan sus servicios no lleguen a ver jamás un euro a cuenta de las escuchas que sus canciones consiguen. O, en el mejor de los casos, las cantidades sean completamente irrelevantes. Y, sin embargo, estas hábiles empresas auxiliares llevan varios ejercicios presentando cuentas de resultados crecientes. Cualquiera de ellas. Valgan, como ejemplo, las últimas cifras conocidas de Tunecore que, según una información publicada en el portal especializado Music Business Worldwide, ingresa aproximadamente un millón de dólares diario (893. 410 euros) por su actividad digital, a pesar de no contar con ninguna superestrella en sus filas. Ni de lejos.
De alguna manera, las cúpulas directivas de la industria siempre se las apañan para sobrevivir, mantener sus privilegios y cuadrar presupuestos imposibles en los que se incluyen en primer lugar sus sueldos y porcentajes, y posteriormente el dinero que de verdad va a utilizarse en pagar los costes reales del servicio que se contrata. Algunos artistas españoles que alcanzaron cierta relevancia a finales del siglo pasado recuerdan que las discográficas solían gastarse por sistema alrededor de 60.000 euros en promocionar a sus nuevas adquisiciones. Pero el modo en que ese dinero se utilizaba no siempre era fácil de comprender para los cantantes o las bandas teóricamente beneficiadas por el esfuerzo inversor de las compañías. Muchas veces, casi todas, sumaban más las minutas de gastos, comidas, alojamientos en hoteles de lujo de los miembros de los equipos de promoción y los regalos y detalles que se tenían con los representantes de los medios, que el dinero empleado de verdad en la difusión adecuada de los productos sonoros que teóricamente se intentaban colocar en el mercado.
Promoción y rentabilidad
Pero los ejemplos de este tipo de conducta, que supuestamente deberían ser agua pasada, aún persisten. En la industria discográfica y también en otras, como la cinematográfica, por ejemplo, a las que la tecnología tendría que haber cambiado la cara. Hay excepciones notables, pero no son la regla. Cuando se habla de éxitos como el conseguido por el actor y director Paco León con su película Carmina o Revienta, realizada con sólo 50.000 euros de presupuesto, y que logró recaudar más de 660.000 euros, gracias a su condición de film pionero en el uso de nuevas fórmulas de promoción y distribución que combinaban la exhibición en salas con el streaming, se obvian algunos detalles. Por ejemplo el hecho de que la popularidad del artista, que en ese momento protagonizaba una serie de televisión de éxito, pudo suponer un ahorro de más de 300.000 euros gracias a la publicidad gratuita que supo conseguir con la explotación de su personaje. Un dinero que, sin embargo, tendría que haber gastado si hubiera realizado un estreno normal con unas 100 copias en circulación para la exhibición en salas, según se asegura en un trabajo sobre el filme publicado por el portal especializado Audiovisual 451. Es decir, que el gasto en promoción tendría que haber multiplicado por seis lo invertido en la producción. Una partida que quizá hubiera hecho imposible que el filme fuera rentable, pero que mantendría bien engrasados los mecanismos de colaboración entre las corporaciones implicadas en el negocio.
La suma de esa multitud global de artistas desconocidos también aporta rentabilidad porque genera millones y millones de clicks, de los que jamás llegarán a cobrar ni sus autores ni sus intérpretes, pero sí las agregadoras digitales tenedoras de los derechos de difusión digital. Hablamos de empresas relativamente poco conocidas como CD Baby o Tunecore
Un objetivo quizá loable, pero que, tal vez, no sea especialmente beneficioso ni para los productores independientes, ni para los actores, técnicos y demás especialistas implicados en la creación de los contenidos, cuyos sueldos se mueven a la baja o se sustituyen posteriormente por un pequeño adelanto al que deberían sumarse luego las cantidades correspondientes a un eventual reparto de los beneficios que nunca se llegará a efectuar, porque en la mayor parte de los casos el lanzamiento se cerrará con pérdidas. Excepto, como decíamos antes, en ese mínimo porcentaje correspondiente a los artistas más populares del momento. Aunque algunos de ellos, en virtud de esos famosos contratos conocidos como 360, que permiten a las discográficas llevarse un porcentaje de todos los ingresos conseguidos por sus patrocinados en cualquier sector (los discos, las actuaciones en directo, los contratos publicitarios, etc…), tardarán algunos años en cobrar las cantidades que realmente les corresponderían. Y, en muchas ocasiones, se verán obligados a compartir sus derechos de autor con las compañías editoriales de sus discográficas o de los medios que difundan sus temas.
Nada nuevo, por otra parte. Justo lo que ya pasaba antes de que, en teoría, la tecnología nos hiciera libres e internet facilitara el milagro de que cualquiera, en cualquier parte del mundo, sea capaz de conseguir un hit, tras haber grabado un vídeo en su habitación con su teléfono móvil y haberlo colgado en YouTube. Y quizá ese prodigio sea posible. O quizá no. Pero algunos expertos aseguran que, al menos desde el punto de vista de los artistas emergentes que dan sus primeros pasos en la industria, las cosas están ahora peor que antes. En el siglo XX, algunas superestrellas actuales como Bruce Springsteen o Bob Dylan, o ilustres figurantes del pabellón de los caídos por la causa como Prince o David Bowie, consiguieron llegar a la cima tras cosechar sonoros fracasos en su primer intento. Lo mismo que pasó, por ejemplo, con Joaquín Sabina, que aún se avergüenza de Inventario, el primer disco que grabó y del que apenas quedan copias. Eso no pasaría ahora, dicen los que saben. Sólo hay un tiro disponible y debe dar en el blanco. Y acertar es cada vez más difícil, sobre todo si la fiesta de la promoción y la cuota correspondiente al mantenimiento de las superestructuras corporativas también están incluidas en la minuta de gastos. O eso dice el coro de plañideras de siempre. Con razón o sin ella.