Redacción (ALN).- Durante siglos, el alcohol fue el protagonista indiscutible de la vida social. Se brindaba con vino en las cenas, se celebraba con cerveza en los bares y se ahogaban las penas con whisky en vasos cortos.
Beber no solo era costumbre, era casi una obligación. Pero algo cambió.
Una generación entera está abandonando el alcohol sin hacer mucho ruido ni manifiestos. Simplemente ya no lo consideran necesario.
Mientras las ventas mundiales de alcohol cayeron un 1% el año pasado, las bebidas sin alcohol experimentaron un aumento descomunal del 29% en EE.UU. y hasta un 15% a nivel global.
Revolución contra las bebidas alcohólicas
La Gen Z lidera esta revolución sobria con una cuarta parte de jóvenes británicos identificándose como abstemios.
En Irlanda, el porcentaje de jóvenes no toman alcohol aumentó del 17% al 28% en sólo 15 años.
Lo que antes era un ritual de iniciación social ahora es percibido como una opción prescindible. Es la disrupción silenciosa de un paradigma: la liberación de una presión social que nadie pidió pero todos solíamos obedecer.
La ironía es brutal: en la era de la ansiedad y la hiperconexión digital, la desconexión que prometía el alcohol ha perdido su atractivo.
Control
Las nuevas generaciones buscan autenticidad y control, no evasión. Y la industria que ha dominado el ocio nocturno durante siglos busca reinventarse a marchas forzadas.
No es moralismo ni prohibicionismo, sino pragmatismo generacional.
El alcohol, ese gigante cultural aparentemente invencible, está siendo derribado sin necesidad de campañas de concienciación, guerras ni prohibiciones. Simplemente está siendo ignorado.
La revolución más efectiva no es la que se grita en las calles. Es la que ocurre cuando una generación entera decide, colectivamente, que una tradición milenaria ya no tiene sentido en su vida.
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