Sergio Dahbar (ALN).- El fenómeno de mujeres que todos los días revelan agresiones sexuales pone de relieve una vieja costumbre en América Latina que viene desde el Descubrimiento y la Colonia.
Impresiona una realidad global donde todos los días mujeres confiesan que fueron violadas, o que sufrieron diferentes agresiones y abusos por hombres en situaciones de poder que se aprovecharon para dar rienda suelta a instintos brutales y enloquecidos.
Es un clima social de revancha que en algunos casos obvia las posibilidades ciertas de investigaciones y juicios necesarios. Ante la denuncia, que puede ser real o inventada, se desatan cacerías de brujas y aniquilaciones de credibilidades. Por ahí penan los acusados, sin haber participado de una investigación que corrobore los crímenes señalados.
Pero hay algo cierto y comprobado. El cuerpo de la mujer ha sido arrasado por la violencia machista desde tiempos inmemoriales. Y hoy quiero recordar quizás uno de los textos fundamentales de la crónica en Hispanoamérica: El Carnero, del bogotano Juan Rodríguez Freyle.
Rodríguez Freyle se convierte en notario de la cotidianidad de la Nueva Granada. Con un elemento que le otorga real significación a su proeza: un edicto de Carlos V prohíbe que en las Indias occidentales se practique la ficción
El subtítulo, tan largo como muchos de la época, refiere el alcance de la escritura: Conquista y Descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales y Fundación de la ciudad de Bogotá…
Juan Rodríguez Freyle (1566-1642), descendiente de una familia de Alcalá de Henares, pero nacido en Bogotá, cuenta “el descubrimiento; algunas guerras civiles que había entre sus naturales; sus costumbres y su gente; y de qué procedió este nombre tan celebrado del Dorado…”.
He allí su mayor riqueza como testimonio de una época. Rodríguez Freyle se convierte en notario de la cotidianidad de las gentes comunes de la Nueva Granada. Con un elemento que le otorga real significación a su proeza: un edicto dictado por Carlos V prohíbe que en las Indias occidentales se practique la ficción, porque la “mentira” distrae el proceso necesario de evangelización de los naturales de estas tierras.
Este edicto, según historiadores del Descubrimiento de América y de la Colonia, hizo posible el potente desarrollo de la crónica, a la hora de narrar lo que veían quienes vinieron a colonizar las Indias occidentales. Pero la crónica, como se puede ver cuando uno lee El Carnero, se fundió con la imaginación que no podía aparecer en novelas y fábulas por orden divina del Rey.
De ese matrimonio, de la crónica de los hechos que se vivieron en cuerpo presente, y de la imaginación que no tenía licencia para ser ejecutada, surge uno de los géneros más interesantes de la literatura colonial, y de lo que esa literatura colonial le legó a los escritores de las generaciones posteriores, hasta el día de hoy. Basta con leer, por citar un caso deslumbrante, a Gabriel García Márquez, que tensa el hilo que lo une a la imaginación de El Carnero.
Juan Rodríguez Freyle era un narrador nato y moralista con un sentido del humor contemporáneo. Como en muchos otros casos de la época, transfigura la crónica en condena de las conductas amorosas con las que se tropieza y que en su escritura alcanzan el aroma del registro notarial, pero también del comentario malicioso.
Las mujeres y el pecado
Uno de los casos que me sorprenden por lo que es capaz de decir de todo lo que nutre a América Latina como cultura, identidad y prejuicio, es el de una mujer que busca a una bruja para que le confirme si su marido, que se encuentra de viaje, tardará en regresar a casa.
La razón de este requerimiento extraño es que ella, en el trance de encontrarse sola, ha quedado embarazada. Otro hombre la ha enamorado y ha sembrado de ese amor un retoño en su barriga. Esta mujer quiere saber si tiene tiempo para resolver las cosas antes que su marido regrese.
La bruja, una negra con dones especiales para la hechicería y tratos con la oscuridad, mete la mano en una bola de cristal y saca la manga de una camisa que pertenece a su marido. Y le dice que observe: él está con otra mujer en una isla del Caribe. Hacen el amor. La pasan bien.
Las mujeres eran sabandijas; personas que ciegan, ceban y engañan; casta de víboras; armas del diablo; lazo disimulado; seres en los cuales no hay maldad que no se cometa ni crueldad que no pueda ejecutarse
La mujer se tranquiliza. Sabe que cuenta con tiempo para resolver sus apuros. Cuando el marido regresa varias semanas después, todo está en orden, pero descubre la manga de la camisa que se le desapareció en el Caribe. No entiende. La obliga a confesar y la mujer es condenada a morir en la horca. Así como la bruja al ignominioso exilio, el peor de los castigos.
Aunque la mujer tenía tanto derecho como el esposo a ser infiel, Rodríguez Freyle habla del sexo femenino en términos terribles: sabandijas; personas que ciegan, ceban y engañan; casta de víboras; armas del diablo; lazo disimulado; seres en los cuales no hay maldad que no se cometa ni crueldad que no pueda ejecutarse. La mujer en El Carnero es “cabeza de pecado y destrucción del paraíso”.
Era, como bien anota William Ramírez Tobón, sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia, un tiempo en el que prevalecían las ideas de una “España tradicionalista y fuertemente arraigada en los valores ético-religiosos de la Edad Media”.
A lo largo de toda la obra sobran ejemplos de frases que condenan la actuación de las mujeres como seres débiles que son usados por “el Tentador para lanzar a todo el género humano en el pecado”. Para Rodríguez Freyle “la hermosura y la locura andan siempre juntas”.
Prodigio de la crónica hispanoamericana, que hizo posible el desarrollo de una mirada auténtica e innovadora sobre la realidad del continente, El Carnero también es un ejercicio de la misoginia y de una moralidad ultraconservadora.
Demuestra cómo se configuró en estas tierras un machismo que siempre sintió el cuerpo de la mujer como un territorio frágil para arrasar. Casi 400 años más tarde, las mujeres han decidido acusar una agresión infinita.