Rafael Alba (ALN).- Desde el Ministerio de Economía se trabaja para difundir la idea de que la nueva vicepresidenta será la auténtica número dos del gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos. El partido de Iglesias parece dispuesto a asumir un programa económico moderado y ortodoxo en los próximos cuatro años.
Lo contaban en el diario El País, Claudi Pérez e Inés Santa Eulalia, el pasado martes 12 de noviembre, en el mismo momento en que el presidente del gobierno en funciones y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, y su nuevo mejor amigo Pablo Iglesias, el jefe supremo de esa formación política de izquierdas, de corte leninista, conocida con el nombre de Unidas Podemos, se abrazaban ante los periodistas para presentar el acuerdo con el que hacían público el propósito de formar un Ejecutivo de coalición, la incansable Nadia Calviño, la ministra de Economía que quiso presidir el Fondo Monetario Internacional y no pudo, mantiene una reunión con un grupo selecto de empresarios. No es la primera vez que lo hace, desde que se conocieron los decepcionantes resultados electorales del 10 de noviembre. Ni tampoco va a ser este su último encuentro con personalidades financieras, miembros destacados del exclusivo círculo del poder económico español u analistas, nacionales e internacionales.
Ahora la tarea de Calviño y su equipo es esa. Hablar con todo el mundo. Convencer a los temerosos tiburones de las finanzas internacionales y al acongojado empresariado español que está a punto de ver cómo se materializa ante sus ojos la peor de sus pesadillas, un gobierno dominado por los populistas de extrema izquierda y a merced de los votos de los separatistas catalanes, que las cosas no van a ser en el futuro como ahora parecen y que, en realidad, ese Ejecutivo al que tanto temen, va a apostar por la moderación, va a actuar a la portuguesa y va a respetar escrupulosamente todos los compromisos que España tiene con la Unión Europea y Bruselas. No se disparará el déficit. No se abandonará la ortodoxia y por mucho que haya un leve aumento del gasto social y una cierta reversión de los recortes todo se mantendrá bajo control. Y puede asegurarlo porque lo sabe. Porque la verdadera número dos de ese gobierno que está a las puertas será ella. Ni Pablo Iglesias ni Carmen Calvo, ni ningún otro ministro o ministra de perfil político que quiera acumular poder.
En los asuntos del dinero va a mandar Calviño. La nueva vicepresidenta económica que Sánchez nombró en directo en el último debate electoral, a pesar de las reticencias de Pablo Iglesias sobre su figura y las críticas constantes que la formación morada ha lanzado sobre ella. El jefe de Unidas Podemos lo sabe y por eso escribió en sus redes sociales aquella sentida carta en que explicaba a sus inscritos que les tocaba hacer concesiones. Muchas. Y donde más les duele. Porque ni siquiera va a poder mantener intacto el acuerdo presupuestario que las dos formaciones habían cerrado a principios de año antes de que la espantada del independentismo catalán precipitará el nuevo ciclo electoral en el que aún estamos inmersos. Calviño es el ‘orfidal’ de Sánchez. La ‘benzodiazepina’ que le va a permitir dormir de un tirón, a pesar de tener a Iglesias sentado en el gobierno. A ese político del que se fiaba tan poco antes del verano y que ahora vuelve a ser el amigo del alma que le sirvió en bandeja los números de la moción de censura que derribó a Mariano Rajoy.
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O eso es lo que cuentan la ministra y los suyos estos días a todos los periodistas que tienen a tiro, en las tradicionales tertulias off the record que se celebran en la Villa y Corte. O en las comidas que mantienen en los más selectos restaurantes de la capital, donde el repunte de la actividad y el número de comensales son ahora máximos. Así que no hay nada que temer. ¿O sí? Muchos empresarios españoles y un buen número de directivos de las empresas del antaño todopoderoso Ibex 35, en el que se agrupan las principales cotizadas hispanas en función de su capitalización bursátil, aún tienen sentimientos encontrados ante la posibilidad, cada vez más plausible, de que en los próximos meses Pedro Sánchez lidere un Ejecutivo de coalición en el que figure como número dos Pablo Iglesias, a quien se supone, entre otras cosas, heredero directo de los grandes popes de aquel socialismo del siglo XXI, de triste recuerdo, que inventó un tal Hugo Chávez y que ha llevado a Venezuela a la ruina. No acaban de creerse que el tigre vaya a quedarse sin garras de repente, sólo por el hecho de haberse hecho con una cartera ministerial.
Peor aún. En ese mismo gobierno, también se sentará una tal Irene Montero, pareja de Iglesias y mujer bien preparada. Demasiado bien, incluso, para encargarse de según qué tareas delicadas. Eso de que haya un matrimonio de izquierdistas rondando por las alturas, en lugares en los que se toman decisiones que afectan a las cosas del comer, todavía gusta menos, si cabe. Quizá porque despierta en los círculos del poder económico el recuerdo de otras parejas políticas más bien poco edificantes como la que formaron Cristina y Néstor Kirchner, mientras él estuvo vivo, tan presuntamente progresista como presuntamente corrupta, o aún peor la alianza entre Rosario Murillo y Daniel Ortega que aún ostenta y ejerce el mando en una Nicaragua casi en estado de sitio permanente, donde las figuras del antiguo sandinismo se han pasado a la oposición y las protestas ciudadanas son reprimidas con violencia, mientras la sociedad se desploma y se hunde en la pobreza. Y, aunque es verdad que al hablar con este periodista algún destacado directivo de una multinacional hispana admite que los Montero-Iglesias, aburguesados ya y con su chalé en Galapagar, nunca llegarían a tanto, sí manifiestan otros temores.
Un apocalipsis que podría caer sobre las cabezas de los dirigentes del tejido empresarial español y que se puede concentrar en tres grandes contenedores básicos: las posibles subidas de impuestos, la derogación total de la última reforma laboral que aprobó el gobierno de Rajoy y la aplicación de controles regulatorios insoportables que puedan afectar a la fluctuación libre de los precios. Hay todavía un par de asuntos más que preocupan, aunque menos, porque, a pesar de todo, los líderes empresariales ven menos probable, al menos de momento, que el posible gobierno que arme Sánchez se atreva a entrar en esos terrenos pantanosos: la renacionalización de determinados servicios ya privatizados o la solución de grandes conflictos larvados como la sostenibilidad del sistema de pensiones sin un consenso político suficientemente sólido para que lo aprobado no fuera flor de un día. Pero nadie se atreve a descartar por completo esa posibilidad. Al fin y al cabo, Sánchez va a ser un presidente débil y hay serias dudas sobre su capacidad de evitar en el juego corto la versatilidad de un Iglesias que parece decidido a jugárselo todo en este envite.
No se derogará la reforma laboral de Rajoy
Así que en el Ministerio de Economía, desde principios de diciembre parecen haber puesto en marcha una segunda línea de actuación. La filtración parcial a distintos medios de comunicación afines de algunos aspectos del programa de gobierno ya pactados. Los lectores atentos han podido saber en estos días, por ejemplo, que no habrá impuestos específicos para la banca, ni controles de precios en los alquileres, ni una revolución en la factura de la electricidad. Tampoco se abandonarán los planes de devolver Bankia al sector privado en cuanto sea posible. Y que la reforma laboral de Rajoy se retocará en algunos aspectos, los más lesivos e impopulares, pero ni se derogará ni se cambiarán aquellos puntos esenciales, como el coste del despido, que tanto han preocupado siempre a los empresarios. Sí habrá subidas de impuestos, pero leves, en el capítulo de Sociedades y puede que también se apruebe la tasa sobre las transacciones financieras. Pero no habrá cambios sustanciales en el IRPF, ni aumentos en las cuotas para los asalariados más ricos. O eso cuentan ahora.
La parte sustancial de la recaudación adicional que Calviño espera conseguir vendrá de la llamada tasa Google, el impuesto a las tecnológicas estadounidenses, que, según los cálculos del equipo de la ministra puede llegar a aportar más de 2.000 millones de euros al año. Y, en cierto modo, a algunas multinacionales españolas del sector no les parece mal que esta competencia internacional pierda en parte su actual patente de corso y su aparente impunidad fiscal. En el pasado, ya hubo alguna voz, como la de César Alierta cuando presidía Telefónica, que se quejaba de la desventaja competitiva en la que se encontraban las operadoras europeas con respecto a sus rivales del otro lado del Atlántico. Así que esa subida de impuestos en concreto no dolerá mucho. Y hay quien reconoce en privado que la música suena bien y que algunos ajustes y correcciones de la política económica para conseguir una rebaja de las tensiones sociales latentes puede ser necesaria. Pero hay que usar un pincel muy fino para pintar este cuadro, porque de momento no parece haber síntomas de salidas de capitales y la bolsa, tras un par de días a la baja, acabó cerrando noviembre al alza y sigue subiendo en lo que llevamos de mes.
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Incluso algún asunto espinoso como esa subida de 300 euros que quizá se aplique al salario mínimo hasta dejarlo en 1.200 euros al mes, ha perdido fuerza. Parece que lo que se plantean los socios es contraer un compromiso para toda la legislatura, o sea que el alza no se aplicará bruscamente y que, incluso, según las informaciones sobre este asunto que han revelado algunas radios, el gobierno está dispuesto a admitir que en algunos sectores laborales, el aumento podría provocar un repunte de la economía sumergida que tendría que evitarse con excepciones a la regla general. De modo que todo lo que se oye en cuanto al programa económico que quiere poner en práctica el gobierno de coalición del PSOE y Unidad Podemos parece razonable. O casi. ¿Y entonces por qué se mantiene esa horrible sensación de desasosiego entre los empresarios? Quizá sea, como explica alguno que otro en una de esas sobremesas madrileñas de las que hablábamos antes, porque por muy de fiar que sea Nadia Calviño, nadie termina de creerse que el mismo Pablo Iglesias, que ha basado su carrera en atacar sin piedad a la clase empresarial y financiera española, vaya ahora a convertirse en un par de meses en un interlocutor fiable. Pero todo es posible. Al fin y al cabo, este Iglesias emparejado y con chalé cada vez se parece menos al activista radical de 2015. O eso dicen sobre él algunas fuentes situadas en su entorno más cercano, que todavía no acaban de dar crédito ante la magnitud de la mutación que, supuestamente, habría experimentado el líder.