Pedro Benítez (ALN).- Desde que se instaló en agosto del año pasado, el gobierno del presidente colombiano Gustavo Petro se las ha arreglado para ser noticia todas las semanas, la mayoría de las veces no por buenos motivos. Ahora es su vicepresidenta, Francia Márquez, la protagonista de una nueva polémica.
Rueda por las redes sociales la entrevista, o extractos de la misma, que le efectuará la directora de la Revista Semana Vicky Dávila. En ella Márquez destruyó en cuestión de minutos la imagen positiva que a lo largo del último año (desde que Petro la nominó como su compañera de fórmula presidencial) se había construido. Entre otras opiniones y actitudes controversiales la vicepresidenta colombiana se permitió sugerir que el sistema de salud cubano es “el camino de lo que necesitamos en Colombia”. Esto, justo en el momento en el cual el proyecto de reforma del sistema de salud del gobierno Petro es objeto de intensa controversia en ese país.
Pero de paso, ante el requerimiento que le planteó la periodista, evadió calificar de dictadura al gobierno de Cuba (un clásico en la izquierda mundial a las dos orillas del Atlántico) con el manido argumento según el cual “…Yo respeto la autonomía de cada pueblo y la soberanía de cada pueblo. Cada pueblo decide cómo se organiza políticamente (…) “Pueden decir lo que quieran, pero no pueden tapar el sol con un dedo. Mientras otros países envían tropas y armas a muchas naciones, Cuba envía médicos y eso no lo pueden ocultar. Un país bloqueado por más de 60 años envía médicos a otras naciones (…) “Ojalá nosotros pudiéramos enviar misiones de médicos a trabajar y a contribuir en la salud de otros”.
¿No sabe ella que durante más de seis décadas el pueblo cubano no ha tenido la oportunidad de decidir sobre su propia forma de gobierno? ¿Desconoce acaso que el gobierno de Fidel Castro entrenó y armó grupos irregulares, e incluso envió soldados cubanos, que intervinieron militarmente desde los años sesenta hasta los ochenta del siglo pasado en varios países de América Latina y África, incluida la propia Colombia? ¿Puede hacerse la desentendida con la calamitosa condición que desde hace muchos años arrastra la salud pública cubana? ¿Ignora, como se ha denunciado infinidad veces por boca de los propios profesionales de la medicina de la isla, que la misión médica cubana es en realidad un sistema de esclavitud moderna encubierta bajo la máscara del internacionalismo revolucionario?
Las respuestas a todas estas interrogantes es que no, porque, contrario a los que han saltado a criticarla por esas declaraciones con un dejo de condescendencia, Francia Márquez no es una ignorante. Todo lo contrario.
Aunque de un origen muy humilde, la vicepresidenta colombiana es un abogada que con cuarenta y un años ya tiene una carrera pública distinguida por el activismo que le ha sido reconocido con el Premio Nacional de Derechos Humanos en el 2015 y el Premio Goldman en 2018, lo que ha hecho de ella una de líderes sociales más importantes de su país. Con el apoyo de su movimiento Soy porque somos y del Polo Democrático Alternativo se presentó como precandidata dentro la coalición Pacto Histórico el año pasado y sus inesperados 780 mil votos le dieron la segunda votación dentro de esa coalición y la tercera más alta de todas las consultas a nivel nacional. Su soltura para moverse en el terreno de los temas que domina le permitió ser el complemento perfecto para Petro en la campaña presidencial.
Sin embargo, es grotesco que el régimen político cubano que justifica sea la negación de todo lo que ella afirma defender. Si hay un gobierno en esta parte del hemisferio que viola sistemáticamente los Derechos Humanos, y de las mujeres en particular, es precisamente ese.
¿Cómo se explica, entonces, su actitud con ese tema? Pues porque ella, sinceramente, admira el sistema cubano. Así de simple. Y hay que decir que, el suyo, no es el único caso. Es la irresistible atracción que una parte muy importante de la izquierda mundial, política e intelectual, todavía siente por la llamada revolución cubana. Ahí tenemos el caso del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador quién hace poco más de un mes desató una polémica en su país al condecorar al presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, con la orden del Águila Azteca, la más alta distinción que en México se otorga a un Jefe de Estado extranjero, mientras que, al mismo tiempo, socava la autonomía del Instituto Federal Electoral, de la Suprema Corte de Justicia, de las agencias reguladoras independientes y acosa al periodismo que le critica.
En este tema en particular, la diferencia con la actitud del joven mandatario chileno Gabriel Boric, quién no ha dudado en calificar como inaceptable la represión en Cuba contra la protesta popular, es notable.
Tanto López Obrador como Francia Márquez (por citarlos sólo a ellos) podrían perfectamente condenar, incluso en términos morales, el embargo norteamericano contra la isla, pero sin que eso implicase una justificación de su sistema político. Pero lo justifican y reivindican porque lo admiran. Si pudieran gobernar a sus respectivos países como los hermanos Castro, y ahora Díaz-Canel, han dominado a la mayor de las Antillas, lo harían. Insistamos en este punto, ellos no son una excepción, o una excentricidad, son parte de una larga lista de líderes latinoamericanos cuyo sueño húmedo era parecerse a Fidel Castro.
De hecho, tenemos como otro botón de muestra la reciente crisis peruana en la cual tanto López Obrador como Petro no han dudado en dar respaldo automático al defenestrado Pedro Castillo en su intento de autogolpe de Estado con el cual se quiso sacar de encima al Congreso. Si los parlamentos mexicanos y colombianos mañana se les pusieran en contra, ¿intentarían lo mismo?
Esto nos lleva a un punto que puede ser tan inquietante, como verídico, pero que suele pasarse por alto: las democracias, en cualquier país, en todas las formaciones, sean de izquierdas o de derechas, están repletas de políticos y gobernantes que les gustaría proceder como autócratas; gentes que preferirían ahorrarse el trago amargo de someterse al escrutinio de la opinión pública, de tener que rendir cuentas, perder elecciones y entregar el poder. Por lo general, ese deseo no tal oculto que anida en sus corazones es alimentado por esa droga que es el ejercicio del poder; pero también, en no pocos casos, por el convencimiento íntimo de la superioridad moral de su causa sobre la de sus adversarios. No obstante, se someten a las reglas de la democracia porque no les queda más remedio.
Un ejemplo clarísimo de esto lo presenció el mundo con el caso del ex presidente y magnate inmobiliario Donald Trump. Si por él fuera todavía estaría sentado en el Despacho Oval, por las buenas o por las malas, y no fue así porque la sociedad y las instituciones de su país se lo impidieron. López Obrador y la novel Francia Márquez son casos similares, políticos en los que no hay que escarbar mucho para descubrir que no creen en el sistema que les permitió ser elegidos popularmente para sus altas magistraturas.
Por supuesto, las democracias latinoamericanas (como en otras regiones del globo) han tenido y tienen políticos que genuinamente han creído y creen en los valores de la democracia y la libertad porque han logrado ponerse por encima de sus propias pasiones humanas. Parafraseando al historiador venezolano German Carrera Damas, se han vencido a sí mismos.
Sin embargo, por casos como los citados aquí es que nunca hay que olvidar aquella frase de Thomas Jefferson según la cual: “La constante vigilancia es el precio de la libertad”.
@PedroBenitezf