Pedro Benítez (ALN).- En menos de un año de mandato constitucional parece claro que en Argentina, Cristina Kirchner manda y Alberto Fernández ejecuta. El presidente argentino luce atado (y bien atado) por sus compromisos previamente pactados con la ahora vicepresidenta. Es ella la que impone la línea, el tono, la estrategia y la táctica. Él tiene el cargo y ella el poder. Mientras tanto, la economía del país austral se sumerge en otra de sus crisis cíclicas.
Durante su campaña para la presidencia de Argentina, e incluso siendo presidente electo, Alberto Fernández hizo dos promesas básicas a los electores de su país.
Por un lado se comprometió a no restaurar el cepo cambiario. Es decir, las restricciones a la compra y venta de dólares que había impuesto en 2011 su antecesora Cristina Fernández de Kirchner. Esa fue una medida que una y otra vez criticó durante la campaña electoral de 2019, y que estimó inconveniente para la economía argentina, con explicaciones, por cierto, muy pedagógicas.
Su otra promesa fue de carácter político; asumió un compromiso por la convivencia cuando afirmó: “No cuenten conmigo para seguir transitando el camino del desencuentro”.
Fernández se vendió como un peronista moderado, alejado del estilo conflictivo de la expresidenta. De hecho, por eso el peronismo se unificó detrás de él, y eso contribuyó a su triunfo electoral sobre Mauricio Macri.
Pues en cuestión de meses Alberto Fernández ha roto con las dos promesas.
En medio del creciente desbarajuste económico ha restaurado las restricciones cambiarias que Macri había eliminado, mientras que al mismo tiempo escala la confrontación con la oposición, aplicando la vieja táctica de crear una crisis para tapar otra.
Le retira fondos al gobierno de la ciudad de Buenos Aires, en manos de un opositor, para trasladarlos a la provincia homónima que gobierna Axel Kicillof, exministro de Economía y delfín político de Cristina Kirchner, para ayudarlo a lidiar con un paro policial en su jurisdicción.
Por otro lado, a falta de logros propios, no cesa de atacar la gestión e intenciones de su predecesor en la presidencia, con la conocida retórica de pobres contra ricos, solidarios contra egoístas, las provincias contra la capital. Los buenos contra los malos. Él, por supuesto, en el bando de los buenos.
Como vemos, este lapso constitucional argentino, que culminará en diciembre de 2023, promete.
Impunidad para Kirchner
Pero el compromiso que sí está cumpliendo rigurosamente Fernández es el que tiene con su vicepresidenta, Cristina Kirchner.
La reforma de la justicia argentina ha sido, por encima de cualquier otra, la prioridad del bloque oficialista en el Congreso, en lo que a todas luces es una maniobra poco disimulada para garantizar la impunidad de Cristina Kirchner.
Ella ha hecho de los 10 procesos judiciales que tiene abiertos por distintos motivos, una causa política. Su principal alegato de defensa es afirmar que ella, sus hijos, y los funcionarios acusados por corrupción que la acompañaron en los dos gobiernos que presidió (2007-2015), son víctimas de una persecución política.
El presidente Alberto Fernández se ha sumado abiertamente a este relato, cambiando su propio discurso. De ser un defensor de la división de poderes y de la independencia del Poder Judicial, se ha transformado en el principal operador político de su vicepresidenta y jefa política.
Hace pocas horas, mediante un decreto de su gobierno, removió a tres jueces que investigan causas de corrupción. Dos de los cuales procesan a la exmandataria en la denominada “causa de los cuadernos”.
Así, ha optado por decirse jefe para no serlo. La operación que Cristina Kirchner montó en 2019 para asegurarse que su grupo retornara al poder por medio de los votos, no tenía otro objetivo que servir a sus intereses personales. Alberto Fernández se prestó para la maniobra desde el principio aceptando ser la cara amable del kirchnerismo.
Fernández está resultando ser un presidente peronista sin audacia ni pragmatismo. Alejado del estilo del fundador del movimiento, Juan Domingo Perón, o de lo que hicieron Carlos Menem y Néstor Kirchner, cada uno en su momento: ser los jefes.
No ha seguido los pasos de Lenín Moreno en Ecuador, sino que ha aceptado volver a ser en la práctica el jefe de gabinete. Atado de manos y pies mientras la economía argentina va rumbo al caos en medio de la creciente inflación y la recesión.
Lo positivo de este cuadro es que la sociedad argentina parece dispuesta a resistir y no dejarse atropellar por el estilo abusivo del poder que caracteriza al kirchnerismo, y que en esta ocasión hay una oposición a la que mirar como alternativa.