Pedro Benítez (ALN).- Más que una teoría es una explicación del contexto en el cual el Estado argentino combatió a las organizaciones armadas, de izquierda o filo peronistas, durante las dictaduras encabezadas por los generales Juan Carlos Onganía (1966-1969) y Jorge Rafael Videla (1976-1981), e incluso bajo el tercer gobierno justicialista de Juan Domingo Perón y de su esposa, vicepresidenta y sucesora María Estela Martínez de Perón (1973-1976). Según esa versión de los hechos hubo una guerra civil en el marco de una intensa polarización política interna y de la Guerra Fría en el plano internacional, siendo la sociedad del país austral la víctima de dos bandos enfrentados con poderes más o menos equivalentes.
Se suele atribuir el origen del concepto al escritor Ernesto Sabato, quien prologó el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), presentado al presidente Raúl Alfonsín el 20 de septiembre 1984, y publicado posteriormente en forma de libro con el título “Nunca más”.
Recogiendo miles de testimonios, en más de 50 mil folios, dicho informe sustancia la desaparición y muerte de (al menos) 8.961 personas durante la última dictadura militar entre 1976 y 1983, concluyendo que esos crímenes no fueron hechos aislados sino parte de una estrategia deliberada de terrorismo de Estado. Ese texto fue la base del denominado Juicio a la Juntas, mediante el cual se procesó sumariamente a nueve de los diez comandantes de aquellos gobiernos militares, condenando a cinco: Videla, Orlando Ramón Agosti, Emilio Eduardo Massera, Roberto Eduardo Viola y Armando Lambruschini.
Con el paso de los años, la teoría de los dos demonios dio pie a una controversia en Argentina que aún continúa. Desde los grupos defensores de los Derechos Humanos, y desde la izquierda política, se la ha cuestionado, puesto que al sugerir que había dos fuerzas en conflicto, la subversión armada por un lado y el aparato de seguridad del Estado por el otro, siendo ambos bandos igualmente responsables de la violencia, se minimiza la responsabilidad del propio Estado, justificando la denominada “guerra interna”.
De hecho, esto último fue el argumento que esgrimió en su defensa el almirante Massera durante el citado juicio: “yo estoy aquí porque ganamos una guerra justa” contra un enemigo interno.
Curiosamente, esa misma tesis la ha defendido Mario Firmenich, quien fue uno de los fundadores y principales dirigentes de la guerrilla peronista Montoneros; “en un país que ha vivido una guerra civil, todos tienen las manos manchadas de sangre”, afirmó en una entrevista de radio en el 2001.
En los siguientes años a la presentación del informe de la Conadep el propio Alfonsín dictó medidas a fin de limitar la acción de la Justicia sobre la implicación de las cadenas de mando de las Fuerzas Armadas en la represión ocurrida durante los gobiernos de facto. Y en diciembre de 1990 su sucesor, el expresidente Carlos Menem, decretó una serie de indultos que beneficiaron a mil doscientas personas, incluyendo a los cinco exmiembros de las juntas militares, así como a los exjefes guerrilleros, entre ellos Firmenich. Los dos mandatarios apelaron a la necesidad de llegar a la reconciliación nacional, luego de las décadas de enfrentamientos que habían desgarrado al país desde el primer gobierno peronista. En el fondo, los dos buscaban consolidar la naciente democracia.
No obstante, aquellas medidas dieron pie a una gran controversia. Así, en el año 2003, el Congreso argentino declaró la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y en 2006, por presión de las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos, el ex presidente Néstor Kirchner ordenó la modificación del prólogo del libro “Nunca Más”, borrando la firma de Sabato, argumentando que: “…es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado, que son irrenunciables”.
Una década después el nuevo prólogo fue a su vez suprimido por el expresidente Mauricio Macri, reabriéndose la polémica.
Al otro lado del estuario del Río de la Plata, en Uruguay, la teoría de los dos demonios ha sido replicada, generando el consabido debate acerca de las causas que llevaron a la interrupción violenta de la democracia en ese país en 1973. Los críticos de la misma se la achacan al ex presidente Julio María Sanguinetti, quien en su libro La agonía de una democracia, de 2008, afirma que sin la aparición de la guerrilla de Montoneros no se explica la intervención del poder militar en la política uruguaya.
Sin embargo, atribuir a Sabato, quien presidió la Conadep, la teoría de los dos demonios es una interpretación posterior y forzada. Si se lee con detenimiento el citado prólogo, o se escuchan sus palabras, en ninguna parte parece sugerir la equivalencia de “ambos bandos en conflicto”, entre la violencia insurgente (incluso terrorista) con el terrorismo del Estado.
“…En nombre de la seguridad nacional miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal, la de los desaparecidos…”
El autor de El túnel no negaba el papel de la insurgencia guerrillera (que fue previa al golpe de marzo de 1976 y muy activa durante el propio gobierno peronista, elegido democráticamente en 1973), así como tampoco la polarización política. Su alegato consistió en señalar que el régimen militar usó esa insurgencia como coartada a fin de desatar una auténtica cacería de brujas para reprimir de manera indiscriminada.
Esto parece ser lo más cercano a la verdad histórica, puesto que la mayoría de las víctimas de la represión oficial durante aquellos años no tenían relación alguna con las organizaciones armadas. Es más, la Junta Militar lo sabía, pero su política consistía en extirpar de la sociedad, como si se tratara de un cáncer, a la izquierda y al peronismo, como la única manera de suprimir la subversión guerrillera y reorganizar sobre bases sólidas al país.
Es decir, no se trataba sólo de reducir o derrotar a grupos armados que desafiaron el monopolio de la violencia que ejerce el Estado. La idea iba mucho más allá, era más ambiciosa y macabra: combatir ideas contrarias por medios militares o policiales y no con otras ideas.
Porque desde el punto de vista de gente como Videla y Massera, un terrorista no sólo era alguien con un arma o una bomba, sino también quien difundía “ideas contrarias a la civilización occidental y cristiana”.
Lo cierto del caso es que someter a una sociedad urbanizada y con niveles de desarrollo social bastante altos, como lo era aquella Argentina, solo era posible mediante una salvaje e implacable violencia estatal.
Eso explica la razón por la cual la mayoría de los desaparecidos entre 1976 y 1978 no eran guerrilleros de Montoneros o del Ejército Revolucionario del Pueblo, y porqué la campaña de represión en realidad se intensificó después de que las guerrillas fueran derrotadas (incluso antes del golpe de Estado de marzo de 1976), cuando apuntó a miembros de la Iglesia (paradójicamente), sindicatos, artistas, intelectuales, estudiantes y profesores universitarios. Una vez puesta en marcha, la maquinaria represiva es muy difícil de detener.
De modo que, más allá del hecho evidente de que el terrorismo de Estado bajo el régimen militar argentino (1976-1983) no consistía en un conflicto entre los dos bandos igualmente poderosos, es decir, equivalentes, así como tampoco en el resto de las dictaduras que por esa época asolaban Suramérica, lo peligroso de la teoría de los demonios es la lógica a donde lleva. Hay un enemigo (no importa que esté desarmado e inerme) al cual hay que destruir. Un demonio tenía que matar al otro.
Por una de esas paradojas de las que están repletos los asuntos humanos, una versión de la teoría de los dos demonios ha venido a reaparecer en la Venezuela de Nicolas Maduro donde unos cuantos comentaristas repiten, de buena o de mala fe, el argumento básico al que nos referimos: hay un conflicto entre dos bandos extremos, igualmente responsables de la situación nacional. Con un matiz, no menor, al efectuar la comparación: a lo largo de 25 años de hegemonía chavista la oposición venezolana jamás ha recurrido a métodos similares a los de la lucha armada.
De modo que, observará el amable lector, esto es otra demostración de que efectivamente los (verdaderos) extremos se tocan.