Pedro Benítez (ALN).- El mismo día que Nicolás Maduro y su antiguo vicepresidente y aliado Rafael Ramírez se denigraban públicamente, un nuevo informe de Amnistía Internacional señalaba como probables las ejecuciones extrajudiciales de 14 personas perpetradas por cuerpos de seguridad del Estado venezolano en uno de los barrios más pobres del suroeste de Caracas. La coincidencia no es casualidad. Es una foto de la auténtica naturaleza de la revolución chavista. Una disputa de egos, poder y dinero, mientras que, por otro lado, se desarrolla una guerra contra aquellos a los que prometieron redimir. Las dos caras de la misma moneda.
Nicolás Maduro y Rafael Ramírez protagonizan otro capítulo de su disputa política y personal, condimentada por los respectivos egos. Una pelea que lleva varios años y que empezó cuando en algún momento del 2012 se decidió en La Habana, Cuba, que el sucesor del expresidente Hugo Chávez fuera Nicolás Maduro y no Ramírez o Diosdado Cabello.
¿Qué razones privaron en la decisión? Responder esta pregunta es entrar en el terreno de la especulación. Ese será uno de los secretos que con toda probabilidad el comandante Raúl Castro se llevará a la tumba. Ramírez, que por aquella época era parte del círculo de confianza de Chávez, fue parte de la componenda que se encargó de asegurar que aquella determinación se hiciera realidad. Había que salvar, según se le dijo entonces a los venezolanos, la continuidad de la “revolución”. Es decir, de la élite gobernante de la que Maduro y Ramírez eran parte.
Es posible que Ramírez haya sentido su ego personal lastimado en aquellos días. Esto se puede inferir al leer sus tuits y largos escritos donde siempre sale a relucir su ausencia de modestia personal. No obstante, hay que decir que le fue leal a Chávez en eso, como lo había sido por años.
Desde su punto de vista se sentía con todo el derecho a ser el sucesor, no sólo por la lealtad a su jefe, sino por los cargos que ejerció. Desde 2002 como ministro de Petróleo y Energía, y desde 2003 como presidente de Petróleos de Venezuela (PDVSA), Rafael Ramírez fue hasta 2014 el hombre que más poder tuvo en los 100 años de la industria petrolera venezolana. Nadie había ejercido al mismo tiempo los dos cargos de manera simultánea.
Eso lo hizo el segundo hombre del régimen. Todo pasaba por él. Desde los 100.000 barriles diarios de crudo que se despachaban a Cuba, pasando por los suministros a Petrocaribe y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), las importaciones de alimentos de PDVAL (una filial de PDVSA creada para ese fin), así como mantener lubricada la maquinaria clientelar del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). En 2012 fue el coordinador del Órgano Superior de la Vivienda, iniciativa que fue propagandísticamente clave en la última reelección presidencial de Chávez. Era el administrador de la caja.
Por esas razones, cada vez que lo han cuestionado por su gestión al frente de la industria petrolera responde diciendo: “Si me acusan de corrupción, Chávez estaba allí”. “Todo lo que hice me lo ordenó o lo sabía el expresidente”. Podría agregar que Maduro también lo sabía.
Chávez vio en él a un funcionario con ciertas credenciales profesionales dispuesto a decirle sí a todo lo que se le ocurriera, por más disparatado que fuera. Mientras el precio del barril de petróleo volaba por los 100 dólares todo parecía ir de mil maravillas. Los dos hicieron de PDVSA el motor del sistema. Hasta que se fundió PDVSA. El detalle es que cuando esto ocurrió ninguno de los dos estaba en los mandos del avión. Uno había fallecido y al otro lo habían defenestrado. Ramírez ahora descarga toda la responsabilidad de la destrucción de la industria petrolera en Maduro. Pero él sabía perfectamente lo que se avecinaba. En 2014, cuando ejercía, además de sus dos poderosos cargos, la vicepresidencia económica en el gobierno de Maduro, propuso ante el III Congreso del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) una serie de medidas para “salvar el modelo socialista”. Las dos principales consistían en subir el precio de la gasolina y en eliminar el control de cambio. Dos de los pesos muertos (aunque no los únicos) que lastraban las finanzas de PDVSA.
Con el respaldo de Diosdado Cabello consiguió que el PSUV le aprobara sus reformas, pero Maduro se echó para atrás y luego lo sacó de su gobierno a fines de ese año enviándolo a un exilio dorado como representante permanente de Venezuela ante Naciones Unidas.
Pese a la lluvia de denuncias de corrupción en su contra por parte de periodistas y opositores, a Ramírez siempre se le protegió. Cuando en 2010 comenzó la crisis eléctrica en Venezuela, por falta de inversiones que según la ley vigente el Ministerio de Energía y Petróleo a su cargo debía garantizar, Chávez ordenó dividir el despacho para que la responsabilidad no cayera sobre él.
Maduro, por su parte, bloqueó cualquier intento de investigación de su gestión hasta el 2017. Declarar inconstitucionalmente en desacato a la Asamblea Nacional de mayoría opositora también sirvió para eso.
El suntuoso tren de vida de su primo Diego Salazar, enriquecido repentinamente gracias a la adjudicación a dedo que se le hizo del multimillonario contrato de la póliza de seguros y reaseguros de PDVSA, no despertó, por lo visto, ninguna aprehensión en las filas chavistas. Tampoco las importaciones de alimentos manchados desde el inicio por el despilfarro y el desfalco. Rafael Ramírez era un intocable.
La procesión iba por dentro
Pero la procesión iba por dentro. En diciembre de 2017 renunció a su cargo en Naciones Unidas para ponerse a buen resguardo y fuera del alcance de su hasta entonces jefe y aliado.
La pelea por el poder Maduro se la ganó a Ramírez de calle. De principio a fin. En los años 2013 y 2014 los dos constituyeron junto con Diosdado Cabello un auténtico triunvirato. Pero Maduro había decidido que sólo mandaría él y en esas estamos.
Desde que su ruptura se consumó públicamente, por allá en el 2018, se han ido acusando de cosas cada vez peores, destacando la traición y la corrupción en los primeros lugares.
Un nuevo episodio de esa trama se acaba de dar cuando el fiscal general designado por la fenecida Constituyente, Tarek William Saab, acusó a Ramírez de haber encabezado desde 2009 una “estructura criminal” junto con su primo, hoy privado de libertad, que entre otros detalles incluía una red de sobornos. Es decir, la justicia chavista tardó 12 años en descubrir lo que era bastante conocido.
Esto más bien luce como la respuesta de Maduro a los incesantes ataques por parte de Ramírez, quien días antes lo acusó desde su página web de haber “instalado en todas las empresas e instituciones del Estado: el saqueo, el robo, el aprovechamiento de la cosa pública, la irresponsabilidad e improvisación, en una gestión gubernamental profundamente antipopular”.
Con toda seguridad los dos, que se conocen tanto, dicen la verdad. Algo paradójico en dos personajes a los que a lo largo de los años se les ha conocido precisamente por no decir la verdad.
Mientras se sacan los trapos sucios al sol, organizaciones defensoras de los derechos humanos, como Amnistía Internacional, denuncian una política de control social sobre las comunidades más pobres del país por medio de la represión. Una guerra sucia del régimen chavista contra aquellos a los que prometieron redimir.
Pero arriba, en la cúpula, están muy ocupados en su disputa de egos, poder y dinero. Una demostración palmaria de la absoluta descomposición interna del chavismo. El enriquecimiento descarado de grupos de poder alrededor del petro-Estado venezolano no empezó con Maduro. Empezó con Chávez. Esos son los grupos e intereses que hoy sostienen al régimen. La diferencia es que con Chávez y Ramírez había apoyo popular y precios del petróleo en 100 dólares. Con Maduro sólo hambre y represión. Pero son, a fin de cuentas, las dos caras de la misma moneda.