Pedro Benítez (ALN).- Los acontecimientos humanos están repletos de paradojas. Principalmente los de carácter político. Sin embargo, en no pocas ocasiones, es posible desentrañar una lógica. Un ejemplo lo estamos apreciando los venezolanos en los últimos días con la aparente y supuesta (valga la redundancia) campaña anticorrupción, “caiga quien caiga”, que el Gobierno de Nicolás Maduro ha emprendido. No hay que ser muy agudo para captar que no es tal, sino que más bien se trata de una persecución con motivaciones políticas en medio de un reacomodo (ya veremos si esto último se consigue) de las piezas del tablero de poder. No afirmamos aquí que el numeroso grupo de funcionarios señalados de desviar recursos públicos en beneficio propio no sean culpables, sino que la razón por la cual se les ha apresado no es esa. Con toda seguridad son corruptos, pero esa no es la cuestión. Sin embargo, permítasenos profundizar este último aspecto en otra ocasión.
En esta oportunidad quisiéramos abordar el contexto en el que se desarrolla la citada campaña de purga interna. Es uno en el cual Estados Unidos y sus aliados de la Unión Europea han venido reconociendo de facto a Maduro como el Jefe de Estado en Venezuela, cortesía de la invasión rusa a Ucrania iniciada hace un año y que le recordó a mucha gente en Washington y en las capitales europeas que el subsuelo de este país guarda importantísimas reservas de hidrocarburos. A ese hecho sobrevenido hay que agregar el fracaso de la oposición en desalojar a Maduro del poder en 2019, así como el cambio de mando en la Casa Blanca en enero de 2021. Las dos circunstancias cumplieron un papel no menos importante en el giro de los acontecimientos.
Con relación al imperialismo estadounidense se pasó en cuestión de tres años de las amenazas trumpistas de intervención militar (farol de póker) a las negociaciones para el retorno de las compañías petroleras de ese país (hecho cierto y concreto). Eso, en la cara de los hermanos rusos e iraníes.
Mientras tanto, las relaciones con sus principales vecinos, Brasil y Colombia, se han normalizado en términos diplomáticos a raíz de los cambios políticos ocurridos en esos países en los últimos meses en donde se han instalado gobiernos, sino amigos, al menos sí condescendientes.
Tomando en cuenta el desprestigio en el que Maduro y compañía habían caído en los años 2018 y 2019 este giro de las cosas ha resultado casi milagroso.
Purga en el chavismo
Pero por si todo eso no fuera suficiente, aunque obviamente está relacionado, el principal bloque de la oposición venezolana, la que controla la Asamblea 2015, decidió desmontar la figura del Gobierno Interino a inicios del año en curso.
Es precisamente en ese contexto, y no por casualidad, cuando se produce la mayor, más extensa y profunda purga que haya conocido el chavismo hasta hoy, que es la consecuencia de una disimulada pero al mismo tiempo intensa lucha por el poder puertas adentro. Es decir, no ha sido la política de máxima presión externa (tesis predominante en las filas opositoras en 2019) lo que ha agudizado los enfrentamientos dentro de la coalición gobernante (John Magdaleno dixit) sino todo lo contrario. Allí reside la paradoja de este capítulo.
Bastó que se aflojara esa presión para que emergieran todas las contradicciones reservadas en el lecho conyugal. Aunque nunca con esta espectacularidad en la puesta en escena, no es la primera vez que al chavismo le pasa algo similar. Le ocurrió a Hugo Chávez en su frustrado intento de reforma constitucional de diciembre 2007 (pretendía la reelección para él nada más) cuando sus gobernadores y alcaldes le jugaron para atrás, y el alto mando militar, vía el entonces recién retirado general Raúl Isaías Baduel, hizo saber que se respetaría la voluntad del soberano. Años después, Maduro aprovechó de sacarse de encima a Rafael Ramírez y a Miguel Rodríguez Torres justo después de haber “derrotado” a La Salida de 2014.
La buena estrella de Hugo Chávez
Esto ha tenido un sentido; el chavismo, como cualquier grupo de poder con sus características, juega cuadro cerrado y se cohesiona cuando está bajo la presión de ser barrido.
Eso fue precisamente lo que aconteció el 12 de abril de 2002 con el célebre Carmonazo, momento en el cual Chávez estaba en caída libre en términos de aceptación popular según todas las encuestas de la época. Hasta ese día el chavismo era una masa amorfa de orígenes disímiles y hasta irreconciliables. Elementos de la irredenta extrema izquierda venezolana aliados con militares provenientes del primer Ejército del continente que derrotó la subversión castrocomunista de los años sesenta, combinados con políticos del antiguo régimen y oportunistas de toda calaña. El 12 de abril los pegó a todos.
Que sus adversarios actuarán con tan inexplicable torpeza fue para Chávez una sorpresa solo atribuible a su buena estrella. Para Fidel Castro, su mejor golpe de suerte desde Bahía de Cochinos cuatro décadas atrás.
Los regímenes autoritarios necesitan del conflicto para instalarse. Pero ocurre que no pueden vivir indefinidamente en el mismo. Siempre llegará el momento de la tregua. Tarde o temprano requieren estabilizarse.
En ese sentido, cada vez que desde la oposición venezolana se ha querido desalojar por la malas al chavismo del poder (sin tener con qué, por cierto) lo único que se ha conseguido es cohesionarlo y reforzarlo en su posición.
Las sanciones económicas no van a sacar a Maduro
No hay que ser muy listo para entender esto, pero sí soberbio (o tener intereses inconfesables) para negarlo. La política de sanciones económicas aplicadas a partir de abril de 2019 contra la industria petrolera venezolana tuvo sobre el chavismo el mismo efecto político que el golpe de Estado que protagonizó Carmona Estanga, Plaza Altamira y el Paro Petrolero de diciembre de 2002. Lo único que consiguió fue hacerles la vida más difícil a los venezolanos dentro del país y regalarle una coartada a Maduro para desviar la atención del desatado saqueo y destrucción del sector. Nadie se acuerda hoy del general Manuel Quevedo, bajo cuya gestión (noviembre de 2017 — abril de 2020) la producción petrolera se derrumbó hasta los 1.1 millón de barriles día en medio de denuncias de corrupción nunca aclaradas y efectuadas por el mismo sector hoy caído en desgracia.
En resumen, los hechos han demostrado que las sanciones económicas no van a sacar a Maduro del poder. Lo que ha hecho es atornillarlo, tal como pasó con los Castro en Cuba durante seis décadas. Un pueblo hambreado no tumba gobiernos. Desde el punto vista de los que desean genuinamente un cambio político para Venezuela esa política de coacción externa es un error garrafal.
Por supuesto, no faltará quien diga que lo que hizo posible este nuevo episodio de saqueos contra la industria petrolera venezolana, y por consiguiente esta fractura en la coalición, fueron esas sanciones. Pero eso es desconocer la casi infinita imaginación que la codicia oficial ha tenido durante casi un cuarto de siglo para robar.
En estos momentos Maduro intenta usar esta supuesta campaña anticorrupción para disciplinar a la suyos y demostrarle a la base chavista que él “es un duro”. No parece que eso le esté saliendo bien. Por lo tanto, es totalmente disparatado e irresponsable que un dirigente de alta visibilidad como Leopoldo López pida, desde el Senado estadounidense, exactamente lo que Maduro necesita hoy.