Pedro Benítez (ALN).- De la amarga decepción a la divina sorpresa. Las elecciones regionales y locales que se efectuaron en Venezuela el pasado domingo 21 de noviembre constituyeron una amplia victoria para el oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), de Nicolás Maduro, adjudicándose al menos 18 de los 22 estados en disputa, tal como lo reflejaron algunos titulares de la prensa internacional.
Sin embargo, a medida que van pasando los días y se aprecian los datos en detalle de la disputa, se pone en evidencia, una vez más, que el único terreno en el cual la oposición venezolana tiene oportunidad de batir al chavismo/madurismo es un evento electoral. No tiene otro.
Como se ha demostrado una y otra vez no son las amenazas externas, ni la agitación de calle, ni las conspiraciones, ni los golpes de mano o las aventuras los campos en los cuales la oposición le puede competir en destrezas a Maduro y a su régimen.
Los que hablan de coraje “para sacar a Maduro” no tienen ni siquiera el coraje de decir claramente que quieren desalojarlo violentamente del despacho presidencial. Por tercera vez proponen: ¡Otra consulta popular al margen del árbitro electoral ilegítimo!
Desde el antichavismo nunca ha habido voluntad, deseo o determinación de usar la violencia para enfrentar al chavismo o la Fuerza Armada Nacional (FANB). Las mentes antichavistas más afiebradas no han concebido otra cosa que buscar un “quiebre” dentro de la FAN. Ese eufemismo que se ha usado en Venezuela en tiempos recientes para describir la tradicional parada militar latinoamericana. Pero en este aspecto, esas conspiraciones no han pasado de ser fantasías sin fundamento alguno. Los herederos del régimen chavista empezaron sus carreras como conspiradores, nunca han dejado de serlo, y de eso saben más que los supuestos conspiradores opositores.
Donde sí la oposición venezolana ha demostrado todo su potencial para plantar cara y derrotar al autoritarismo chavista ha sido en el campo de la disputa electoral. Un campo minado e inclinado en favor del régimen, que siempre juega con los dados cargados. En Venezuela no hay desde hace muchos años elecciones libres, ni justas, ni transparentes.
Prácticas fraudulentas
Desde el alto poder se han aplicado prácticas institucionales fraudulentas antes y después de los procesos electorales para promover la abstención en las filas opositoras. Por lo menos desde 2008 se intervienen judicialmente partidos políticos opositores, se inhabilitan potenciales candidatos disidentes, y una vez que un opositor alcanza un puesto de elección popular su cargo ha sido vaciado de competencias y recursos, cuando no sometido ese mismo dirigente a la persecución policial como ocurrió con Manuel Rosales y Antonio Ledezma, en su momento alcaldes de Maracaibo y Caracas respectivamente. Competir democráticamente contra el chavismo es hacer una carrera de obstáculos.
Y pese a todo eso la oposición democrática venezolana logró más de una vez desafiar la hegemonía electoral chavista que lucía como inconmovible, incluso desde la época en que el antecesor de Maduro ejercía el poder sobre un mar de popularidad y altos ingresos petroleros.
Si se mira hacia atrás, sobre la historia política venezolana de las dos últimas décadas, se concluirá que toda la presión que desde el exterior se ejerce sobre el régimen autoritario venezolano no debe ser para sacar a Maduro del poder, para que firme la rendición incondicional o para que cese la usurpación. Esa presión se debe usar para mejorar las condiciones de participación electoral. Es aquí donde a la oposición venezolana se le va la vida.
Esta última afirmación no es, por supuesto, el descubrimiento del agua tibia o de la rueda. Todo indica que desde Washington y Bruselas los responsables de la política hacia Venezuela ya han llegado a esa misma conclusión.
¿Pero todavía la oposición venezolana tiene alguna oportunidad de derrotar a Maduro en un proceso electoral? A luz de los resultados electorales del pasado 21 de noviembre, sí. Sin duda alguna.
A vuelo de pájaro: el chavismo alcanzó su votación más baja desde la elección presidencial del 2006, 3.7 millones de votos. Según los datos del Consejo Nacional Electoral (CNE) ha perdido más de dos millones desde las regionales de 2017 y más de 500 mil desde la cuestionada elección de la Asamblea Nacional (AN) hace un año. Muy lejos de aquellos 8,1 millones que aseguraron la reelección presidencial del 2012 moviendo todo el petroestado en contra del candidato opositor, y ni se diga de aquellos prometidos 10 millones.
Triunfo opositor pese a divisiones y disputas
Por otra parte, todos los factores que se presentaron como adversos al oficialismo en diversas alianzas lograron reunir un poco más de 4.4 millones de sufragios. Muy por encima de los 1.3 de las listas que se mostraron como opositoras al gobierno en la elección de la AN en 2020, proceso que fue boicoteado por la mayoría de los partidos que compitieron ahora bajo la marca de la Unidad democrática.
Pese a sus divisiones y disputas las candidaturas disidentes al chavismo lograron imponerse en al menos 110 alcaldías. Esto no había ocurrido desde el año 2000. Y además, la oposición se mostró por primera vez competitiva en la región de los Llanos venezolanos, hasta ahora coto cerrado del chavismo, ganando el estado Cojedes (y su capital San Carlos) y empatando en Apure y Barinas, esta última entidad de enorme peso simbólico, por ser la tierra de nacimiento del fundador del movimiento e instaurador del régimen.
Parece claro que a medida que el Estado/Partido ha ido perdiendo recursos económicos su capacidad de control político y movilización social ha disminuido.
No obstante, el PSUV con solo el 18% del registro electoral logró mantener un abrumador control político/territorial del país en este proceso regional. La clave de su éxito es la abstención y las divisiones en el campo contrario. Más claro, imposible.
La dirección política de la oposición venezolana arrastra desde 2017 un problema de coordinación y de objetivos claros. La figura de la presidencia interina en la persona de Juan Guaidó pareció una oportunidad para resolver ese problema. Pero como vemos no ha sido así.
El chavismo, una minoría organizada
El chavismo es otro ejemplo de cómo una minoría bien organizada puede imponerse sobre una inmensa mayoría dispersa. El clásico principio de divide y vencerás, complementado con el dividete, autodestrúyete y te derrotaran, que de manera masoquista se aplican desde la acera de enfrente.
Si alguien tiene esto perfectamente claro es Maduro. Por eso ha jugado desde 2016 a la división opositora. Solo puede ganar de esa manera. Dividiendo y fracturando. En esta tarea sus mejores aliados los ha tenido del otro lado de la talanquera.
Visto así las cosas, tomando en cuenta que Maduro ha logrado, contra todo pronóstico, sobrevivir en el poder luego de la mayor hecatombe económica y social que país alguno del hemisferio occidental que no haya pasado por una guerra ha padecido, y que su objetivo evidente en reelegirse en 2024 (las tensión que eso traerá dentro de su régimen es otro capítulo a analizar), no debería quedar duda alguna que la oposición democrática venezolana debe empezar a trabajar desde ya para enfrentarlo en esa contienda y sepultarlo con votos.
¿Saldría del poder por una derrota electoral? No lo podemos saber con certeza. Pero esa más que cualquier otra circunstancia es la oportunidad para ponerlo contra las cuerdas, tal como está ocurriendo en Barinas hoy. Un estado alejado y pobre, pero con un simbolismo político poderoso.
Confrontar electoralmente a Maduro en 2024 será para la oposición venezolana como lanzar a un hombre dentro de una fosa habitada por un enorme tigre hambriento, acompañado de un rifle que solo tiene una bala. No puede haber errores.
Maduro hace rato empezó a mover las piezas que le permitan seguir en el poder hasta el año 2030, por lo menos. Del otro lado ya no hay más tiempo que perder.