Sergio Dahbar (ALN).- La periodista sueca Elisabeth Åsbrink decidió rastrear hechos ocurridos 70 años atrás y los ha registrado en el libro ‘1947’. Podría parecer un esfuerzo vano, pero la operación tiene sentido para entender el presente.
Toda selección es una operación arbitraria que deja partes de un todo sin tocar. Al escoger lo que nos gusta, lo que nos parece trascendente, lo que “en verdad importa”, mostramos más lo que nos define como antólogos que la verdad absoluta que nos precede. Eso es lo que le ha ocurrido a la periodista sueca Elisabeth Åsbrink, quien ha publicado un libro, traducido recientemente por la editorial Turner, 1947. El lector cruzará un umbral curioso al pasar las páginas. El de una recopilación absolutamente personal de hechos que ocurrieron ese particular año, definido por Åsbrink como el momento en que sucedieron cosas que importan hoy, 70 años después.
De una manera inteligente, y sin duda arbitraria, esta reportera escoge hechos que ocurrieron en los 12 meses de 1947, y los incluye en su libro como quien arma un rompecabezas personalísimo. Resulta interesante percibir cómo situaciones disímiles en lugares opuestos del planeta dialogan con una graciosa ironía.
El 8 de julio de 1947 apareció un titular en la portada del periódico The Roswell Daily Record, que cambió las cosas para siempre. Informaba que militares encontraron restos de un “plato volador” en un rancho fuera de la ciudad. Como ocurre con las noticias que dan miedo, al día siguiente un comunicado de prensa corrigió los hechos a conveniencia de la seguridad nacional
Apenas el lector abre el libro se percata de que, en Londres, el primero de enero de 1947, Time informa que resulta difícil saber la hora que es. Recomiendan escuchar la BBC para tener certeza de cómo pasa el tiempo. Los relojes se ven afectados por los cortes de luz. Hasta los mecánicos se vuelven inciertos. Le echan la culpa al frío. Es quizás una de las consecuencias menores de lo que han traído los devastadores bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. El libro mismo es como una cadena de eventos sucedidos a continuación de la gran guerra.
Analicemos un hecho singular para entender cómo trabaja la cabeza de la antóloga. Entre tantos eventos difíciles de adjetivar, el 7 de julio de 1947 un criador de ovejas estadounidense, William Brazel, advirtió que una tormenta había barrido el desierto la noche anterior, en Nuevo México, cerca de la localidad de Roswell. No era frecuente. Entonces, escuchó el murmullo de las ovejas y se dio cuenta de que el paisaje había cambiado: descubrió escombros extraños por todos lados.
El 8 de julio apareció un titular en la portada del periódico The Roswell Daily Record, que cambió las cosas para siempre. Informaba que militares encontraron restos de un “plato volador” en un rancho fuera de la ciudad. Como ocurre con las noticias que dan miedo, al día siguiente un comunicado de prensa corrigió los hechos a conveniencia de la seguridad nacional. Era un globo aerostático el que se había venido abajo. Ese fue el instante en que la aburrida ciudad de Roswell dejó de conocerse como la capital lechera del Suroeste.
Lo que ha trascendido es esto: los militares guardaron todo lo que se encontraba frente a los ojos de William Brazel y lo sellaron bajo vigilancia militar extrema. Con alambradas, garita militar y un sótano al que se llega con ascensores que bajan y bajan y bajan. Así nació el mito. Que tuvo consecuencias singulares. Desde principios de los años 90, llegan turistas a Roswell en busca de pruebas vagas y memorabilia.
Como dice Luke Sharrett: “La mayoría de la gente de Roswell podría confirmar hoy que las mentiras del gobierno son muy buenas para repotenciar los negocios”. Roswell concentra media docena de tiendas de recuerdos con temática extraterrestre, muy cerca del Centro Internacional de Investigaciones OVNI, que funciona como museo también. Hay buen dinero en esas esquinas desoladas de Nuevo México.
En julio de 2017, la ciudad de Roswell conmemoró el 70 aniversario del accidente que ubicó su nombre en el planeta, coincidiendo con el festival anual de ovnis en Main Street. Destacados ufólogos (derivado de la palabra UFO, que significa objeto volador no identificado en inglés) como el físico nuclear Stanton Friedman, ofrecieron conferencias con las últimas teorías sobre el incidente de Roswell. Las familias del pueblo desfilaron orondas. Y los turistas hicieron lo que saben hacer: comprar tazas de café con forma de objetos voladores no identificados.
Cada vez menos gente se pregunta: ¿Qué hubiera pasado si no aparecen esos restos que tanto misterio encierran desde 1947? ¿Cómo hubieran sido sus vidas? La narrativa que ofrecen las franelas en las tiendas del centro no cambia: “La verdad está ahí fuera”. “Quiero creer”. “Extraterrestre, por favor, secuéstrame”. En el fondo hay mucha gente en Roswell que odia la aburrida rutina de ese pueblo y quisiera que un extraterrestre le diera algo de diversión.
Lo que quizás muy pocos acepten es que en julio de 1947 se confirmó un imaginario poderoso, que tiene a Roswell como referencia en el mapa del mundo. Ratifica, supuestamente, que no estamos solos. Que otros seres más inteligentes nos acompañan. Y sella una tendencia muy humana a desconfiar de los gobiernos, porque no hacen otra cosa que mentir y ocultarle la verdad a la gente. Lo que también lleva agua al molino de la periodista Elisabeth Åsbrink, cuando nos recuerda que en 1947 comenzó mucho de lo que todavía nos perturba.
De los ovnis a Simone de Beauvoir
Pero la nave extraterrestre de Roswell es un hecho entre muchos de los que selecciona Elisabeth Åsbrink. Ahí están las 10.000 mujeres inglesas que en 1947 fueron despedidas del servicio de transporte publico de Londres. Había acabado la guerra y regresaban los hombres que hacían ese trabajo. Ese mismo año Simone de Beauvoir toma un avión hacia Estados Unidos, sin saber que se enamorará locamente del escritor Nelson Algren. Era otro de los amores que le permitía su relación abierta con Jean Paul Sartre. En Suecia se compra unos zapatos rojos.
Y los holandeses aprobaban en febrero de ese año una ley que exigía el desalojo inmediato del país de todas las personas de origen alemán, no importaba si eran judíos o habían pertenecido a la resistencia. Habían quedado resentidos con los nazis, que les robaron hasta las locomotoras para regalárselas a los rumanos, y las líneas de teléfono, dejándolos incomunicados. La decisión no es sencilla: todo alemán tiene una hora para hacer una maleta. No pueden llevarse más de 50 kilos. Los ubican en campos de espera para ser expulsados cerca de la frontera con Alemania. El Estado confisca casas y negocios. ¿Cabe preguntarse cuánto alivio puede producir semejante reacción?
Y así sigue Elisabeth Åsbrink. Escudriñando lo que ocurrió ese 1947 y que hoy nos alcanza con sus repercusiones. Fue el año en que el soldado ruso Mijaíl fabricó el Avtomat Kaláshnikov, modelo 1947, más conocido como AK-47, una verdadera máquina de matar gente. El año en que India se separó de Pakistán, y los palestinos quedaron enfrentados a los israelís. En 1947 también apareció un nombre que era poco mencionado antes, Benjamín Ferencz, fiscal de 27 años, que en Nuremberg mencionó por primera vez una palabra para definir el horror: genocidio.
Al principio pensé que el subtítulo de este libro era una buena operación comercial (El año que empezó todo). Pero debo reconocer el tino de la periodista. Lo que escoge con pinzas atrae porque son hechos interesantes, pero además sabe reconocer lo que comenzó en ese momento y que tendría repercusión 70 años más tarde, por paradójico o perverso que pueda parecer.