Pedro Benítez (ALN).- En varias ocasiones, el ex canciller venezolano Enrique Tejera París relató una conversación que, en los años sesenta del siglo pasado, sostuvo con el político e intelectual mexicano Jesús Reyes Heroles acerca de la Constitución venezolana de 1961. Este le habría manifestado interés acerca de la disposición de la misma sobre la reelección presidencial, a lo que Tejera le explicó que era permitida sólo después de haber pasado dos períodos constitucionales de cinco años. Es decir, un ex mandatario sólo podía aspirar a reelegirse una vez transcurrida una década de haber abandonado el alto cargo. En su momento, tomando en cuenta la esperanza de vida de aquellos días, eso se interpretó como prohibir la reelección presidencial, pero sin decirlo.
No obstante, alarmado, el mexicano le habría dicho: “Están cometiendo un grave error”. Considerado como el ideólogo del PRI, Jesús Reyes Heroles (1921-1985) fue un político célebre en su país, donde el único cargo de importancia que no ejerció fue el de Presidente. Se le veía, y se vio a sí mismo, como el guardián ese singular sistema mexicano imperante hasta el año 2000, en el cual, sus presidentes tenían poderes absolutos durante seis años, incluso para elegir a su sucesor, siendo el Congreso y los tribunales meros apéndices, pero con una sola limitación: no se podían reelegir. Una vez efectuado el rito de entregar la banda presidencial prácticamente desaparecían del firmamento.
Este original arreglo constitucional, legado de su sangrienta revolución (1910-1920), le permitió a México pasar de ser uno de los países más inestables del continente, al más estable institucionalmente de toda Latinoamérica durante casi un siglo. Desde 1917 con la misma Constitución, y desde 1928 efectuando elecciones presidenciales cada seis años puntualmente; ciertamente, durante 70 años siempre ganó todas (por la buenas y por las malas) el mismo partido político; un sistema criticado (con mucha razón) por su carácter oligárquico y esencialmente corrupto, donde los campesinos siguieron viviendo en la miseria, los indios al margen de la sociedad, donde apenas se aceptaba alguna crítica y que no se dudaba en reprimir implacablemente la contestación social. Pero que, al mismo tiempo, se ahorró los golpes de Estado, las convulsiones políticas y las dictaduras militares que asolaron al resto de la región. Los caudillos que ganaron la Revolución mexicana dieron con un método que les permitió la alternancia pacífica del gobierno entre ellos, y luego hacia sus herederos civiles, sin perder el monopolio del poder.
Teodoro Petkoff llegó afirmar en Viaje al fondo de sí mismo (1983), que el sistema mexicano era tan genial, que no se explicaba cómo los soviéticos no lo habían descubierto.
Curiosamente, otro mexicano, Enrique Krauze hace, en El poder y el delirio (2012), una comparación entre el sistema que imperó en su país hasta la elección presidencial del 2000 (que permitió la alternancia) y el instaurado en Venezuela a raíz del Pacto de Puntofijismo en 1959. La interrogante que, a su vez, se formula es cómo fue que los políticos priistas no copiaron antes el modelo de alternancia de los venezolanos.
Al prohibir la reelección inmediata del presidente, la constitución venezolana de 1961 pretendía alejar la tentación a fin de hacer más difícil la consumación del pecado. Es decir, impedir que un presidente/candidato pusiera al servicio de su aspiración todos los recursos públicos.
El problema de fondo que subyace en todas esas reflexiones, es la costumbre iniciada por la mayoría de los próceres de la Independencia hispanoamericana (no todos, hubo sus excepciones) de repartirse y mandar sobre estos territorios como si fueran un patrimonio personal. Manipular las constituciones a su antojo a fin de perpetuarse en el poder (ellos directamente, o por medio de familiares y testaferros), mientras que los aspirantes a desplazarlos (generalmente con la intención de reincidir en la misma practica) no les quedaba otra que conspirar y organizar movimientos armados, avivó los ciclos de destrucción económica, corrupción administrativa, miseria generalizada e inestabilidad política, contra el que estas repúblicas han luchado (unas con mayor fortuna que otras) durante 200 años.
Para decirlo en frase probablemente apócrifa, pero bastante acertada, que se le atribuye a George Bernard Shaw: “Los políticos son como los pañales, deben ser cambiados con frecuencia y por la misma razón”. Ese es el sentido de la no reelección presidencial.
Sin embargo, tal como lo describe el mito griego de Sísifo, parece que esta parte del mundo debe, una y otra vez, empujar la misma piedra. Porque recordemos, hubo época no tan lejana en la que Venezuela fue considerada una democracia próspera y ejemplar, que recibía a los exiliados de las dictaduras que asolaron la región y a los inmigrantes en busca de mejores salarios. Hoy el ciclo se revirtió.
No hay que ser muy conocedor de la historia nacional para concluir que la reelección presidencial, eso que en otros tiempos se denominó como continuismo, ha sido nefasta para este país. Lo fue en el siglo XIX con José Antonio Páez, José Tadeo Monagas y Antonio Guzmán Blanco. Con Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez ni se diga. Lo fue también para la democracia representativa con Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera.
En sus Memorias, el general Páez afirma que su gran equivocación fue volver a gobernar por tercera vez en 1861. Por su parte, la decisión de Monagas de reformar la Constitución en 1857 a fin de reelegirse por tercera vez dio como resultado que lo tumbaran, prendiendo la mecha que desembocó en la Guerra Federal (1859-1863). Exactamente un siglo después, otro general/general, Marcos Pérez Jiménez, cometería el mismo error, por la misma razón, y eso le costó el poder.
Un hombre tan sagaz como el general Eleazar López Contreras, el mismo que sacó al país de una dictadura poniéndolo en vías de institucionalización, cayó de manera fatal en la misma tentación. Su aspiración de regresar a gobernar lo llevó a distanciarse de su sucesor y a la crisis política que abonó el terreno para el golpe de Estado del 18 de octubre de 1945.
Esa fue la verdadera razón por la cual Rómulo Betancourt, tan conocedor de la historia, desechó en agosto de 1972 la oportunidad de retornar al despacho presidencial de Miraflores.
El más aventajado de sus discípulos, el expresidente Pérez, admitiría que su decisión de aspirar por segunda vez a la primera magistratura en 1988 fue un error de su parte, al haber impedido la necesaria renovación que todo sistema político necesita.
Por supuesto, hay una gran diferencia entre aquellos que legítimamente aspiraron a reelegirse porque la norma constitucional así se lo permitía y los otros, que abusaron de su control sobre las instituciones y de los recursos públicos con el mismo fin. Obsérvese que la única enmienda a la Carta Magna de 1999 eliminó los límites de reelección a todos los cargos de elección popular en 2009.
A su beneficiario inmediato no le fue suficiente con haber recibido de esa Constitución seis años de
mandato con derecho a la reelección inmediata. La cosa consistía en eternizarse.
Dicho eso, permítasenos formular una pregunta contrafactual: ¿Qué sería de Venezuela hoy sin la nefasta reelección presidencial?