Sergio Dahbar (ALN).- Un submarinista, exempleado petrolero, lobo de mar sin domicilio fijo, fue acusado de matar a su esposa. Nunca apareció el cadáver. El crimen por el que se le acusa tampoco fue resuelto nunca por la justicia francesa.
Desde hace 30 años le sigo la pista a una historia de amor y de odio, de locura amorosa y desesperación, que ocurrió en Francia y que mantuvo a la opinión pública sentada frente al televisor. El personaje central se llama Henri Pacchioni. Hoy tiene 75 años y fue submarinista, exempleado petrolero, lobo de mar sin domicilio fijo. Conmovió a la sociedad francesa entre 1989 y 1996.
Fue acusado de matar a su pareja Michèle Moriamé y de huir con su hijastra, Emilie, una niña con problemas de autismo. Un rocambolesco escape por diferentes continentes precedió su regreso a Francia, donde fue capturado otra vez. La suerte nunca estuvo de su lado.
Condenado a 12 años de prisión, Henri Pacchioni fue puesto en libertad en 2001. Vive en Marsella, con Emilie, pero sueña con regresar a Brasil, donde piensa que su hija será mejor atendida. El crimen por el que se le acusa nunca fue resuelto por la justicia francesa.
Cómo empieza todo
En 1989 Henri Pacchioni denunció ante la policía que su compañera, Michèle Moriamé, había desaparecido sin dejar rastros. Siete meses más tarde, lo arrestaron provisionalmente, mientras investigaban el caso.
En ese momento, su confesión es clara como el agua. “Peleamos, porque Michèle le pegaba a nuestra hija, Emilie. La empujé. Lamentablemente, su cabeza chocó contra el respaldo de madera de la cama y cayó sin vida al piso. Asustado, la tiré en un estanque”.
El problema es que el cuerpo de Michèle Moriamé no aparece por ninguna parte. Como en el cuento de Graham Greene “Una salita cerca de la calle Edgware”, el sospechoso de asesinato se encuentra entre rejas, pero no hay cadáver.
En octubre de 1990, Henri Pacchioni se deprime. Piensa en su hija. Siente claustrofobia en una celda miserable con barrotes, lejos del mar. Se inmola. Sólo la cabeza se salva de las llamas. Pasa cuatro meses en terapia para quemados, dentro de un hospital con vigilancia extrema. Del cuarto blindado pasa al centro de rehabilitación, donde la seguridad se distrae.
La huida
En octubre de 1991, Pacchioni escapa. Recoge a Emilie y huyen durante cuatro años en busca de una segunda oportunidad. Emilie es hija de Michèle Moriamé: nació en 1984. Psicótica, casi autista, apenas habla. Tiene siete años.
Se hacen llamar Pérez. En Cerdeña, Pacchioni pesca crustáceos. De allí viajan a Brasil, donde este aventurero nato compra esmeraldas, que revende a compradores europeos. Gana dinero, que aparentemente deposita en una cuenta con su propio nombre en Ginebra. Pero el signo de la derrota no se aparta de sus vidas. Un enredo con esmeraldas no canceladas coloca en apuros a esta pareja de perdedores.
Escapan a Río, pero sus acreedores los encuentran fácilmente. Deben regresar a Francia para que paguen, pero les roban los papeles falsos. Acuden a la embajada francesa, donde les otorgan nuevos pasaportes para seguir siendo la familia Pérez.
Michèle abandonó a su familia a los 17 años, para vivir en libertad
Pacchioni deja a Emilie un tiempo en Marsella. Y se traslada a Zaire. Intenta reiniciarse en el negocio de las piedras preciosas. Pero los guerrilleros hutus lo desvalijan cerca de la frontera ruandesa. Regresa a Marsella y recupera a Emilie. Pero lo capturan.
Se declara inocente ante un jurado y una nación que no pueden desprenderse de la televisión. El 5 de octubre de 1996, Pacchioni fue condenado a 12 años de prisión.
La breve historia de amor
Cuando se conocen, Michèle Moriamé tiene 23 años y Henri Pacchioni se acerca a los 40. Es, según la confesión de sus amigos, un hombre apuesto, de ojos azul eléctrico, y una sonrisa conmovedora. Ha superado ya la decepción de un primer matrimonio. Michèle abandonó a su familia a los 17 años, para vivir en libertad. Una noche se conocen y se aman como dos condenados. Comienzan a vivir juntos, pero rápidamente surgen los problemas.
Al regresar de una práctica de submarinismo, ella le confiesa que se encuentra embarazada. Aunque esa barriga no le pertenece, asume la paternidad. Compra una casa, instala a la mujer y le da su nombre a la criatura. Dos años más tarde, Pacchioni sufre un accidente en una plataforma petrolera, ubicada en el Congo. Se fractura una pierna y queda rengo.
Derrotado, regresa a Marsella y comienza a trabajar en el negocio de las lavanderías automáticas. Surgen los problemas con Michèle. El informe del centro donde tratan con calmantes a Emilie asegura que tiene un “grave problema familiar: padre violento, madre angustiada, muy preocupada por el futuro de su hija”. Ya se prefigura la tormenta perfecta.
Cuando le preguntan la edad, Emilie responde que tiene seis años, cuando en verdad ya es mayor. No sabe escribir, ni leer. Tampoco habla mucho. A veces sonríe. “Algún día le contaré la verdad, pero por ahora no quiero que le digan que yo maté a su mamá”. Lo dice en serio. Como queriendo protegerla.