Pedro Benítez (ALN).- El partido comunista más influyente de América Latina, luego del cubano, es el chileno. Paradójicamente, es uno de los legados del golpe militar de 1973 y de los 17 años de dictadura del general Augusto Pinochet. Ese caso es un buen ejemplo de cómo afianzar una idea persiguiendola.
El Partido de Comunista de Chile (PCCh) tiene una influencia enorme en los medios de comunicación, la academia y el mundo cultural de ese país. Casi el sueño de Antonio Gramsci. Si bien electoralmente está lejos de ser una organización mayoritaria (aunque su posición es envidiada por sus pares en el resto de la región), en los últimos años su importancia política ha superado la que alcanzó, incluso, durante el gobierno de la Unidad Popular hace medio siglo. Otra característica curiosa, los camaradas chilenos son más radicales hoy de lo que eran en aquella época.
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Encerrados en su propia ortodoxia analizan la realidad social, económica y política de Chile (y el resto de la izquierda chilena que sigue sus pasos hace lo mismo) con categorías marxistas que hoy suenan como prehistóricas. En su retórica, pareciera que el Muro de Berlín nunca cayó. Idealizan todo lo acontecido durante la malograda presidencia de Salvador Allende (1970-1973), sin ninguna autocrítica, atribuyendo todo lo que salió mal a una conspiración de la derecha reaccionaria monitoreada por la CIA. Alguien ha dicho que una media verdad es una gran mentira, y ese relato no es toda la verdad, lo que resulta trágico para Chile, porque una parte nada despreciable de esa sociedad lo asume como totalmente cierto.
El papel del PCCh en la transición chilena
El PCCh nunca aceptó el proceso político que permitió la Transición chilena a la democracia entre 1988 y 1990. Mientras que el resto de los partidos opositores a la dictadura ganaron el plebiscito de 1988 y luego pactaron la entrega del Gobierno por parte de los militares, los comunistas chilenos no renunciaron a la lucha armada.
Han abominado siempre de esa Transición que le permitió construir a Chile una democracia que, hasta hace poco más de dos años, se consideraba ejemplar y una economía que se tenía como el modelo a seguir por el resto de los países latinoamericanos.
Sorprendentemente, los comunistas chilenos, y por extensión la izquierda de ese país, consiguieron imponer su relato. Aunque entre los dos grupos, el Frente Amplio de izquierda y el PCCh, alcanzaron el 20% de los votos en las últimas elecciones presidenciales, y nunca habían pasado a disputar una segunda vuelta, lograron, no obstante, persuadir, o tal vez imponer, en el resto de la sociedad (en particular entre los jóvenes) la creencia de ser víctimas de una injusticia intolerable y de un modelo económico “neoliberal” abusivo. No importó que los datos indicaran la dramática caída de la pobreza y una movilidad social por encima del promedio del hemisferio, y de la propia historia de ese país, gracias al tan denostado modelo. El relato que se impuso es que unos muy pocos ricos son cada vez más ricos a costa de los demás. Periodistas e intelectuales llevan lo que va de siglo bombardeando al resto de sus compatriotas con ese mensaje.
«Estallido social»
Así se llegó al “estallido social” de octubre de 2019. Luego de varios años de lento crecimiento económico (los chilenos se habían acostumbrado a una economía más dinámica) ocurrió lo que Ernesto Laclau denominó como el “momento populista”. Esa situación de sensación de agravio generalizado típica de sociedades que vienen de una veloz modernización. Ese fue el momento que la izquierda chilena usó para intentar asaltar el cielo. Es decir, hacer la revolución.
Una violenta ola de protestas sacudió Chile. No importó que Sebastián Piñera fuera un presidente con meses en el cargo, elegido de manera impecablemente democrática. Lo que parecía una insurrección popular, al mejor estilo del Mayo francés de 1968, buscaba abiertamente su derrocamiento. De él y de todo el régimen político. La consigna de los jóvenes manifestantes que encendieron la mecha protestando contra el incremento del pasaje del metro de Santiago era: “No son 30 pesos, son 30 años”. Es decir, los últimos 30 años. Los mejores de la historia de ese país desde cualquier punto de vista.
Toda la clase política entró en pánico empezado por el propio Piñera, más interesado, al parecer, en cuidar su fortuna personal que el futuro del país y de su propio legado como gobernante. Sólo la inesperada pandemia le dio el respiro que le ha permitido terminar el mandato constitucional.
Catarsis izquierdista
Por su parte, los partidos de la Concertación (Democracia Cristiana, Socialista y PPD del expresidente Ricardo Lagos) han sido incapaces de defender la obra de sus propios gobiernos, al punto de avergonzarse de haber llevado pacíficamente a Chile a los caminos de la democracia y la prosperidad.
Él país se ha ido sumergiendo en una catarsis izquierdista qué tal vez haya sido necesaria, pero que está resultando peligrosa. La Convención Constituyente elegida e instalada el pasado mes de julio llegó con ese espíritu revolucionario de refundación nacional que ha asustado a muchos chilenos. Más que reparar viejos agravios ha ido dando el espectáculo poco prometedor de intentar poner todo Chile patas arriba cuestionando, además, las propias reglas que permitieron elegir a sus miembros.
Como suele ocurrir, era previsible que esa catarsis llevaría a la larga a un cambio del péndulo político hacia la derecha, pero ya no por la botas militares, sino por los votos. Pero lo que hasta hace pocos meses era difícil de imaginar es que ese giro fuera tan rápido.
Pues eso es lo que precisamente ha ocurrido. Por cortesía de su activismo político, la izquierda chilena ha llevado a José Antonio Kast, un político conservador y abierto defensor del régimen militar, a ganar la primera vuelta de las elecciones presidenciales y a tener chance de ganar la segunda. Hace solo dos años esto hubiera sido ciencia ficción. Kast ha estado usando el discurso de ley y orden que siempre resulta muy eficaz luego de una etapa de desorden y anarquía.
Moverse al centro para ganar
En el proceso el centro político ha sido demolido. Tanto los partidos de la antigua Concertación, como la coalición que llevó a Piñera al Gobierno, están en ruinas.
La izquierda, por su parte, ha logrado pasar también a la segunda vuelta en la persona del joven diputado Gabriel Boric, con un programa de cambio profundo del modelo económico y de reivindicación del actual proceso constituyente. Boric es lo suficientemente radical como para que muchos electores se vean en la disyuntiva que vimos en Perú en junio: escoger al mal menor.
Tanto Kast como Boric necesitan moverse hacia el centro para ganar. Una movida electoral clásica. Pero los dos lucen prisioneros de sus respectivas retóricas. Modificarlas puede causarles problemas en la retaguardia. El PCCh, por ejemplo, emplazó públicamente a Boric respaldar la cuestionada reelección de Daniel Ortega en Nicaragua.
Así se ha ido empujando a Chile hacia los extremos políticos. Y en democracia solo se puede gobernar en el centro. Si se hace otra cosa eso ya no es democracia. Pueden mirar el ejemplo de Venezuela, o el del propio Chile hace medio siglo.