Daniel Gómez (ALN).- Jenny ahora está en Venezuela. Desde allí recuerda al diario ALnavío la historia de su secuestro en Colombia. Cómo se convirtió en víctima, junto a otras 17 niñas, de una red internacional de narcotráfico y trata sexual que, por suerte, y por justicia, fue desarticulada antes de llegar a su destino. Jenny, de 20 años, también comparte su historia. La de una muchacha huérfana, golpeada por el amor, y explotada cuando trabajaba en Bogotá como sirvienta.
Luego de una mala experiencia como sirvienta en Bogotá, la vida de Jenny en esa ciudad era rutinaria. Salía de casa a las 12 de la mañana, pasaba la tarde trabajando en la panadería, y estaba de vuelta en la madrugada. Día tras día. Semana tras semana. Mes tras mes. En su monótono camino de regreso, Jenny siempre se fijaba en un coche que aparcaba cerca de su casa. Fijarse en el coche también formaba parte del ritual. Lo hacía siempre. Por eso se sorprendió cuando el 28 de agosto de 2018 vio al vehículo parado enfrente de su puerta. En ese mismo instante alguien la agarró por la boca y la hizo desaparecer.
– No supe más de mí, dice Jenny al diario ALnavío.
Jenny tiene 20 años, pero su vida es toda una historia. Nació en La Guajira colombiana, pero al poco tiempo su madre se la llevó a Venezuela. Es huérfana. La mamá murió el año pasado y la abuela también. No le queda nadie. Su papá, venezolano, de Zulia, falleció hace 14 años. Tampoco tiene hermanos. Le queda familia en La Guajira, pero no los conoce. Nunca ha estado allí.
Jenny supo de la muerte de su madre en Bogotá. Allí marchó cuando cumplió la mayoría de edad. Allí trabajó. Allí sufrió. Allí se rehízo hasta que finalmente la secuestraron. Jenny fue protagonista de un rapto. Fue capturada junto a otras 17 muchachas. Todas de menores que ella. Eran niñas. La mayoría venezolanas. Eran víctimas de trata. Su destino, la prostitución. Quizá en Ecuador. Quizá en México. Pero un golpe de suerte, y de justicia, las rescató de la pesadilla.
De aquel 28 de agosto lo último que recuerda Jenny es que le taparon la boca. Pasó un día, quizá dos. El caso es que cuando abrió los ojos apenas podía ver. Apenas podía hablar. Sólo sentía dolor. Le dolía el cuerpo, estaba magullada, golpeada… El tobillo lo tenía al borde de la fractura. La cabeza le daba vueltas.
-Estaba como drogada. No sabía de mí. No sabía quién era.
Entonces a Jenny le taparon la cara. Lo último que pudo avistar fueron los rostros de algunas niñas que estaban a su lado, así como un camión cargado de jarrones y cerámicas.
Subida en el vehículo apenas sentía los vaivenes del camino. No sabía dónde iba. No sabía qué sería de ella, ni de las chicas que le acompañaban. 16 niñas venezolanas y una estadounidense que como se supo luego, eran víctimas de una red de trata y narcotráfico.
El camión de repente se paró. Ahí entró una ráfaga de luz que a Jenny le permitió ver algo. Entonces adivinó una pared. Una falsa pared que tapaba la mercancía y les tapaba a ellas. Jenny también pudo escuchar. Primero una discusión, luego un perro. Ahí supo que era su momento. Gritó como pudo, pero apenas se le oyó. Fue gracias a que una de las muchachas se retiró la mordaza y se escuchó una voz clara y potente. Tras ese grito Jenny sólo recuerda dos sonidos: el de un ladrido y un disparo.
– Cuando escuché el tiro pensé que sería el final, cuenta Jenny.
Se equivocaba. Fue su salvación. El disparo fue de los guardias nacionales de la frontera de Colombia con Ecuador. Ellos detuvieron a los secuestradores, miembros de una red de narcotráfico y trata de mujeres que operaba en suelo ecuatoriano, pero que también tenía intención de llegar a México.
Cuando Jenny pudo ver lo que tenía alrededor, se dio cuenta que era la mayor. Que a su lado había 17 niñas, secuestradas como ella. Recuerda con especial claridad a una muchacha estadounidense, turista, menor de edad. Se acuerda también de que las llevaron a un hospital en el sur de Bogotá. Allí a ella le dijeron que tenía un esguince de grado tres en el tobillo. No fue una fractura total por poco.
– Estaba súper golpeada. Debió ser en el forcejeo. Yo no me acuerdo absolutamente de nada.
Jenny también tuvo una prueba con el ginecólogo. Este le confirmó que no había sido violada. Otro test realizado por los médicos apuntó que sí fue drogada. Que le dieron una sustancia cuyo nombre no recuerda.
A Jenny, pese a tener cédula colombiana -siempre a resguardo bajo su sostén- no la dejaron quedarse en el país. Al tercer día en el hospital, le dieron el alta y la mandaron de vuelta a Venezuela. Una Venezuela en la que no tenía a nadie. Sólo un novio que como comprobó después, la había dejado tras su marcha a Bogotá.
El regreso a Venezuela tampoco fue fácil. Viajó en autobús y una vez cruzó la frontera por Cúcuta y entró a San Cristóbal un guardia venezolano paró el vehículo y la detuvo. A ella y a otras siete muchachas que la acompañaron en el secuestro. Eran de Barinas, Barquisimeto y Valencia. Jenny iba en dirección Chacao, Caracas.
– Yo no tenía nada. La policía no nos dejó buscar lo poco que teníamos en nuestras casas para regresar. Sólo tenía la cédula colombiana así que en Venezuela era una indocumentada.
Como Jenny, ninguna de las muchachas tenía papeles ni maletas. Lo único con lo que contaban era con un documento, firmado por las autoridades colombianas, que explicaba que habían sido secuestradas y que tenían que regresar a Venezuela. Pese al papel, el guardia desconfió, pero finalmente les dejó ingresar a Venezuela.
Jenny cuenta esta historia desde Caracas y no puede olvidar tampoco lo que sufrió en Bogotá antes de ser secuestrada. Como sirvienta casi que fue esclavizada por una pudiente familia de bogotanos en lo que fue su primer empleo en Colombia. Un trabajo que encontró por medio de la agencia OLX.
Allí la explotaron porque trabajaba más de 18 horas diarias. Estaba a cargo de cuatro niños y cuatro perros. Se levanta a las cuatro de la madrugada. Preparaba desayunos, almuerzos, meriendas, batidos y mochilas. Todo tenía que estar listo para las cinco y media, cuando se levantaban los niños. Entretanto, no podía olvidarse de que a las 4:30 debía llevar el café y el té a la recámara de la señora. Ella y el esposo se iban a trabajar pasadas las siete y media, justo cuando el chófer llevaba a los niños al colegio.
Entonces era el turno de los perros. Jenny tenía que dejarlos listos para que acudieran al colegio canino. Dejarlos listos significaba lavarles los dientes y cepillarles el pelo. Luego era el turno de las tareas diarias. Pulir la madera del piso, acomodar sábanas, poner la lavadora, fregar el porche, limpiar los baños, ordenar armarios, ordenar oficinas, abrillantar los vidrios, ordenar los ingredientes para las comidas de la casa… Todo esto debía estar listo a las cuatro de la tarde, cuando el matrimonio llegaba y tomaba su postre, preparado por Jenny, más una copa de vino frío para el señor.
Ahí le quedaba una hora para trocear los ingredientes de la comida del día siguiente porque a las cinco de la tarde llegaban los niños. Había que atenderlos, darles la cena, plancharles la ropa, pulirles los zapatos. Y cómo no, los perros. Jenny no podía acostarse sin pasearlos. Su paseo era a las 11:30 de la noche. Una hora después, podía ir a la cama.
Jenny sólo dormía cuatro horas. Trabajaba todos los días salvo el sábado, cuando aprovechaba para estudiar. Así sacó el bachillerato. Los domingos repetía la misma rutina que los días anteriores: madrugar, niños, perros… Entonces apenas tenía 19 años y una esperanza: encontrarse con su novio en Colombia.
Jenny marchó a Colombia porque quería “un futuro mejor” tras la muerte de su madre y de su abuela. Había hecho los planes cono su novio, pero este no quiso ir. “Decidió que me fuera yo primero”. Desde Bogotá, Jenny le envió al novio unos pasajes para que abandonara Venezuela. Para que construyera ese mejor futuro junto a ella. “No quiso”, dice ahora resignada.
Un día Jenny recibió una noticia. Que la familia para la que trabajaba abandonaba el país y querían que los acompañara. Ella declinó la invitación. “Llevaba seis meses con ellos y por desconfianza dije que no”.
Entonces Jenny supo de un trabajo en una panadería cerca del lado sur de Bogotá. Ahí quería empezar su nueva vida. Pese a todo, había conseguido ahorrar algunos pesos que le permitían alquilar un departamento por 500.000 pesos mensuales.
Jenny marchó decidida por el trabajo en la panadería. Por esa nueva oportunidad al sur de Bogotá. Ella antes vivía al norte. Pese a que el apartamento le quedaba lejos del trabajo, pese a su rutina, Jenny estaba tranquila. Feliz. Hasta que la secuestraron. Ahora desde la tranquilidad, y desde Venezuela, recuerda esa historia y también una enseñanza que la mantiene feliz.
– No hay mal que por bien no venga.