Sergio Dahbar (ALN).- Como esas populares muñecas rusas, cayó en mis manos un libro sorprendente que es fruto del trabajo de la investigadora argentina María Moreno. Se llama Periodismo todoterreno, antología de materiales del periodista Enrique Raab. Nacido en Viena en 1932, llegó a Argentina cuando tenía seis años, con su familia, huyendo de la anexión de Austria a la Alemania nazi. Enrique Raab eclipsó la cultura argentina de los años sesenta con una pluma filosa, erudita y precisa. Fue un periodista cultural de primera línea: produjo reportajes para las publicaciones de Jacobo Timerman, Primera Plana, Confirmado y La Opinión, que sobresalieron en el planeta editorial de una época convulsa. También escribió para publicaciones políticas de la época.
Raab era miembro del trotskista Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y homosexual en años de muchos prejuicios. Desapareció el 16 de abril de 1977, en los días más aciagos de la dictadura militar. Lo secuestraron junto a su pareja y nunca apareció.
Esta recopilación de María Moreno hace justicia con un nombre olvidado. Un profesional que era capaz –en una Argentina elitista- de cubrir la Revolución de los Claveles en Portugal, escribir sobre Ingmar Bergman o trazar el mejor perfil posible sobre la construcción de un ídolo de masas como Palito Ortega.
Y aquí vale la pena saltar a otra de las muñecas que encierra esta singular babuska. Se trata de Ricardo Mejía, ecuatoriano, educado en Estados Unidos y que a comienzos de los sesenta desembarca en Argentina, encargado de las oficinas de la productora discográfica RCA Víctor.
Mejía entiende que el tango y el folclore tienen su audiencia, pero advierte que una generación de jóvenes necesita otra música que los exprese. El mundo cambia vertiginosamente. Para dar el salto se rodea de un equipo de jóvenes y busca un asesor de prensa.
A los quince años llegó a Buenos Aires a malvivir. Ayudaba en una cocina y le daban la comida. Este hijo de un electricista muy pobre se dio cuenta un día de que la música le sonaba en los oídos.
Lo acompañan Alberto Felipe Soria (18), Raúl Peralta (25), Ana María Adinolfi (24) y Mike Lerman (31). El asesor es Leo Vanés (33), quien –según palabras de Raab- es el creador de los modales, de los gestos, y de la ropa que van a usar todos los protagonistas de una idea descabellada que enciende el rating en Argentina en los 60.
El club del clan fue una idea de Mejía, y salió al aire en noviembre de 1962, por canal 11. Copiado de programas musicales extranjeros, cada noche un grupo de amigos se reunía a cantar, conversar y divertirse. Los sábados a las 8:30 pm, antes de salir a bailar a las discotecas, la audiencia se apostaba frente al televisor a imitar las coreografías y cantar junto a sus nuevos ídolos. Por primera vez podían oírlo en castellano.
El origen de esta idea también tenía que ver con Mejía: en 1961, había producido La cantina de la Guardia Nueva, por canal 11. Con música de Dino Ramos, estos artistas recreaban un restaurante en episodios cómicos. Después se llamó La Cantina de la nueva ola. Aunque podía parecer que todo era fruto del azar y de las oportunidades, estos productores creaban robots llenos de energía.
Mejía descubre una necesidad, es un adelantado que interpreta los cambios antes que los comprendan los intelectuales. De hecho, el caso Palito Ortega fue tema de discusión en el programa Incomunicados, donde invitaron a un político conservador, a una psicóloga y a una actriz. Ninguno pudo ofrecer una idea sensata sobre la aparición de estas nuevas estrellas que enloquecían a los más jóvenes. Sus películas atiborraban de histeria la popular calle Lavalle de Buenos Aires y en bailes suburbanos y en programas de televisión había que redoblar la seguridad para contener la desesperación de quienes querían tocarlos.
Hay una frase de Raab que es sorprendente: “Gobernarlos es más fácil que obligarlos a encontrarse consigo mismos’’. Soria se va a transformar en Johnny Tedesco. Adinolfi en Violeta Rivas. Peralta muta en Raúl Lavié. Y Mike Lerman se convertirá en Chico Novarro, el más tropical de todos a pesar de su pelo rubio. El más difícil de todos es un tucumano que vivía con tres ladronzuelos correntinos en una pocilga de mala muerte: Ramón Bautista Ortega. Un muchacho flaco que parecía condenado a una tristeza incurable.
Pero este equipo se crece ante las dificultades. Ramón Bautista Ortega quería llamarse Nery Nelson y vestir una chaqueta de seda brillante. Lo convencieron de que su nombre era Palito Ortega y lo estimularon para que cantara sin reírse. Se dieron cuenta de que era más auténtico cuando lucía melancólico que cuando le imponían una sonrisa. Con esa languidez, en 1963 apareció en la portada de 15 revistas y fue el único caso en que la revista Radiolandia (que gobernaba el mundo del espectáculo) colocó a un cantante en tapa que no había hecho antes cine.
Nadie lo podía entender: a los nueve años vendía ejemplares de La Gaceta de Tucumán en las calles del Ingenio azucarero Mercedes y tumbaba pajaritos con una china. A los quince años llegó a Buenos Aires a malvivir. Ayudaba en una cocina y le daban la comida. Este hijo de un electricista muy pobre se dio cuenta un día de que la música le sonaba en los oídos. Se incorporó a una banda para cargar los instrumentos. De ahí saltó a la fama. Y a la construcción de frases enigmáticas: “No me sonrío porque tengo un carácter rebelde’’.
Palito Ortega supera a todos sus compañeros de ruta y se convierte de lejos en el más popular de El club del clan. Saca discos como caramelos del bolsillo. Actúa en películas. Se convierte en productor musical. Invita a Frank Sinatra a Buenos Aires. Y más adelante entra en la política. Hasta el día de hoy ofrece conciertos en la provincia argentina.
Sergio Dahbar es escritor, periodista y editor nacido en Córdoba, Argentina.
Esta primavera musical -que antecede la llegada de Los Beatles a Argentina- es producto de dos visionarios que luego desaparecieron en el anonimato o en oficios poco luminosos. Ricardo Mejía y Leo Vanés nunca volvieron a brillar como en aquellos años que malearon en la arcilla de la cultura popular a los nuevos ídolos del pop vernáculo.
Dos personajes esenciales de esos que encuentran oro en la miseria. Que hubieran pasado desapercibidos si no fuera por el oficio periodístico de Enrique Raab, ahora relanzado por María Moreno que sin querer lo convierte en autor de culto. Toda una babuska.